El perfume ya no está en el interior

El perfume ya no está en el interior

El nariz, esa especie de enólogo alquimista, apenas tenía competencia. Se contaban con los dedos de una mano los que existían en todo el planeta. Entre ellos se repartían el prestigio de un oficio ancestral y contratos millonarios.

Hace no tanto tiempo, las firmas más prestigiosas lanzaban un perfume cada cinco, seis o siete años. Recuerdo que las presentaciones se celebraban con fiestas fastuosas cuyo objetivo era que permanecieran en tu memoria para siempre. Un año antes del evento se despertaba el apetito sobre el "acontecimiento histórico" y comenzaba la cuenta atrás. Como si se tratara del despegue de una nave espacial. Y es que el resultado pretendía la misma brillante trayectoria en el firmamento.

Detrás de estos lanzamientos existía un exhaustivo proceso de creación e investigación. El artista olfativo seleccionaba las materias primas más exquisitas, memorizaba los olores, cientos, miles... para sentir cada uno de ellos y después armonizarlos. La búsqueda continuaba hasta dar con la esencia mágica que debía ser sensual, deseable, pero sobre todo única.

Cinco, seis, siete años. El tiempo que hiciera falta hasta dar con esa forma de poesía. La bondad del perfume se medía por el carácter y la nobleza de su aroma. Y esa espera era rentable porque su excelencia garantizaba una vida casi eterna. El marketing de venta venía después. Envoltorio, frasco, diseño y publicidad, configuraban el trampolín de despegue que cerraba el círculo creativo a posteriori.

El nariz, esa especie de enólogo alquimista, apenas tenía competencia. Se contaban con los dedos de una mano los que existían en todo el planeta. Entre ellos se repartían el prestigio de un oficio ancestral y contratos millonarios justificados por el talento. Solo las firmas más lujosas podían mantenerlos en exclusiva. Y presumían de cuidarlos como un rara avis al que consentían, porque su olfato convertía en oro sólido, el oro líquido de sus creaciones. Entre ellos no se copiaban. Y tampoco se copiaban a sí mismos. Cada aroma pretendía ser una obra de arte. Los perfumes tenían personalidad. Y por ello contribuían a definir la identidad de quienes lo consumían. Esta comunión duraba años. Incluso toda una vida. Una especie de rúbrica sensorial que te acompañaría siempre.

Pero el mercado cambió. La cultura del show off obligó a una renovación constante para existir ante los ojos del consumidor. La publicidad y el marketing robaron el lugar de la investigación. Y los estudios de mercado, y no el perfumista, decidieron los ingredientes de éxito de la composición. Entonces los perfumes empezaron a parecerse. El criterio del artista se relegó. Y el dinero de su contrato se invirtió en frascos esculturales, envoltorios lujosos e impactantes campañas de publicidad que obraron el milagro de vender grandes cantidades... en mucho menos tiempo. Y así, por arte de magia, la esencia del perfume dejó de estar en el interior.

Hoy, muy pocos perfumistas consiguen que sus fragancias duren años. El logro se convierte en milagro si atendemos a la voracidad de un mercado que cada año lanza más de 300 perfumes y en el que apenas sobreviven media docena.

Es un hecho que los ciclos de vida de los productos de consumo se acortan y la calidad, en muchos casos, desmerece. Ya no se trata de ser bueno, sino de parecer nuevo. Las novedades garantizan visibilidad en los medios, en la calle, en los grandes almacenes. Algo imprescindible estos días en que la publicidad te asalta como parte del espectáculo.

Ahora el mejor no es el más elaborado, sino el que tiene la campaña más activa de comunicación. Los más aventajados en el mercado son aquellos que, al menos, logran mantener una marca que admite renovación. Y así, cambiando un ingrediente en la fórmula, modificando mínimamente el envase o celebrando una edición limitada, vuelven al escenario de lo nuevo sin esfuerzo alguno en su proceso de creación.

Y nosotros acudimos aturdidos a esta feria cotidiana del "¿Qué hay de nuevo?", haciendo esfuerzos por recordar aquello que nos gustó, y que ya no reconocemos, porque al poco tiempo de descubrirlo... cambió o desapareció!