Complacencia, ninguna

Complacencia, ninguna

Cuando nos referimos a la ética pensamos en declaraciones de principios, códigos de conducta, guías de buenas prácticas. Nada de ello funciona si no se traduce en actuaciones que demuestran que uno cree en lo que proclama. De nada sirve la ley si no la sostienen las buenas costumbres.

Escribió el idealista Platón, en uno de sus Diálogos, que "quizá la belleza no sea otra cosa que una muchacha bella". Cabría decir lo mismo de otras ideas, como la del bien o la justicia: tal vez el bien sólo sea reconocible en quien procura practicarlo, y la justicia no es otra cosa que las políticas que buscan combatir las injusticias. Cuando nos referimos a la ética pensamos en declaraciones de principios, en códigos de conducta, guías de buenas prácticas, grandes palabras sin contenidos precisos.

Nada de ello funciona si no se traduce en actuaciones que demuestran que uno cree en lo que proclama y hace lo posible por atenerse a ello en la práctica. De la misma forma que una ley, por sí sola, no cambia las costumbres, tampoco los pronunciamientos de ahesión a la ética convencen a nadie. Ética viene de ethos, que se traduce por "costumbres". Como decía Horacio, de nada sirve la ley si no la sostienen las buenas costumbres.

Construir un ethos, una manera de ser propicia con los valores de la democracia, es una cuestión de voluntad. ¡Cuántas veces se ha criticado la inoperancia de los gobiernos aludiendo a la falta de voluntad política para poner en marcha lo que se debe hacer! Declaraciones contra la corrupción las ha habido de sobra y desde todos los partidos. Pero los corruptos siguen ahí cuando falta el propósito de cortar de raíz los comportamientos incorrectos.

Si realmente queremos una política más coherente con las grandes palabras de la ética, el esfuerzo ha de ser doble, teórico y práctico al mismo tiempo. Por una parte, es preciso aclararnos sobre qué significa que nuestras propuestas políticas estén en consonancia con los principios en los que creemos.

Hoy somos especialmente conscientes de que la socialdemocracia se hunde. Lo que ocurre es que no abordamos con valentía el problema de qué debe significar la equidad en estos tiempos de grandes desigualdades. Es un primer punto que no puede ocultarse bajo concesiones a los poderes dominantes. La equidad es una exigencia ineludible para un gobierno progresista. Las políticas económicas y sociales deben ser prioritarias y no verse reducidas a meros avances programáticos que luego se incumplen por circunstancias que no quisieron preverse de entrada.

En segundo lugar, una política ética atiende al cómo de sus actuaciones. La democracia no se regenera ni se sostiene sólo con cambios institucionales. Hace falta construir una forma de vida común donde prevalezcan los valores cívicos: la responsabilidad, la cooperación, la participación. Wittgenstein decía que sobre la ética no hay que hablar porque ésta se muestra en lo que uno hace. A eso hoy le llamamos "ejemplaridad pública". Si uno dice creer en la equidad y en la representatividad democrática, ha de mostrarlo cada día en su actuación política.

Nadie le discute a Cáritas que no cumpla con sus obligaciones como institución benéfica porque es evidente que lo está haciendo y cubre necesidades básicas. Las propuestas políticas no pueden quedarse en meras declaraciones de intenciones. De nada sirve una ley de transparencia si luego el político no sabe explicar para qué necesita tantos asesores. Ni proclamar en un código ético la imparcialidad de los cargos públicos si éstos no son capaces de demostrar que son honrados.

Una nueva ley electoral no acercará más la política al ciudadano si el político no asume que ese tiene que ser su compromiso con el elector. Los medios de comunicación públicos seguirán estando politizados, por mucho que se modifique el sistema de elección de sus dirigentes, si éstos no asumen de verdad su responsabilidad como servicio público en lugar de servir a quienes les han elegido.

La ética tiene que ver con la voluntad, y la voluntad supone exigencia, desde dentro y desde fuera. Una de las obligaciones del ciudadano es ser exigente con quienes le representan. Pero antes de nada, es un deber del representante político autoexigirse la integridad y la coherencia, mostrar que está al servicio del interés común por encima del interés propio.

La exigencia comporta el rechazo de la autocomplacencia. No hay nada que destruya más rápidamente la credibilidad de un político que el autobombo constante sobre la base de la descalificación del adversario. El ciudadano está aburrido del discurso hueco y previsible. Una cosa es dar razones a favor de las propuestas que uno hace y tratar de demostrar que son las más convenientes para todos, y otra el discurso autocomplaciente que se limita a repetir que todo se hizo bien o que nadie lo hubiera hecho mejor.

Hacerse cargo de las propias deficiencias es una muestra de lucidez que el ciudadano agradece. Muestra la propia debilidad pero también la voluntad de enmienda y de mejora. Por el contrario, la autocomplacencia es la actitud propia de quien no ve ninguna necesidad de cambio. Para superar de verdad la crisis y corregir los despropósitos de los últimos años, hacen falta medidas políticas que transformen estructuras obsoletas o disfuncionales.

Pero sobre todo deben cambiar las costumbres políticas. Y a quien le incumbe liderar este proceso es al representante político, procurando que su actuación sea fuente de moralidad pública y no todo lo contrario. Como escribió Montesquieu: "El mayor daño que hace un ministro sin probidad no es servir a su príncipe y arruinar a su pueblo; es el mal ejemplo que da".