Arte y política, una mezcla explosiva

Arte y política, una mezcla explosiva

La manipulación de los artistas al servicio de ciertos regímenes no es nueva ni es patrimonio exclusivo de países tropicales ni de los déspotas de la izquierda. Algunos artistas terminan perjudicados por oponerse a un régimen; otros, por apoyarlo.

5c8b2a022000009e04704dcb

La cineasta alemana Leni Riefenstahl, en una imagen de 1945.

Las magulladuras sufridas por Mario Vargas Llosa o Gabriel García Márquez tras su incursión en contiendas electorales o en la minucia política parecen dar la razón a quienes creen que el arte y el poder nunca deberían mezclarse.

Y aunque los reconocidos escritores del boom latinoamericano no salieron muy bien librados, otros han pagado un precio mucho más alto a cuenta de su militancia ideológica, como el cantautor chileno Víctor Jara, torturado y asesinado al inicio de la dictadura de Augusto Pinochet, instaurada en 1973.

En contraste, hay otros artistas que terminan opacados, no por oponerse sino por apoyar al gobierno. Que se lo digan, por ejemplo, a Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, estandartes de la canción protesta de los años 70, quienes -aupados por el régimen de los Castro- compusieron la banda sonora de la juventud latinoamericana pero han sido siempre cuestionados por no condenar la calamitosa situación de los derechos humanos en Cuba.

La manipulación de los artistas al servicio de ciertos regímenes no es nueva ni es patrimonio exclusivo de países tropicales ni de los déspotas de la izquierda.

Pero la manipulación de los artistas al servicio de ciertos regímenes no es nueva ni es patrimonio exclusivo de los países tropicales ni de los déspotas de la izquierda. Hace 80 años, en las Olimpiadas de 1936 en Berlín, la cineasta alemana Leni Riefenstahl se consagraba con unas extraordinarias imágenes de los deportistas pero, al mismo tiempo, se echaba la soga al cuello por poner su talento al servicio de la propaganda del Tercer Reich dos años después de haber filmado, por petición de Adolf Hitler, el multitudinario Congreso de Núremberg, en el cual el führer debutó como el gran salvador de una Alemania en decadencia y hambrienta de gloria.

Riefenstahl supo plasmar y exprimir con maestría esos sentimientos del pueblo alemán tanto en El triunfo de la voluntad como en Olympia, grandilocuentes documentales propagandísticos estrenados en 1935 y 1938, respectivamente, y que recibieron muchas ovaciones en el mundo del cine pero también le significaron el señalamiento como colaboradora nazi.

Al finalizar la guerra, la directora fue arrestada y sus cuentas fueron congeladas. Y aunque terminó exonerada de su responsabilidad en el Holocausto, quedó en bancarrota y no pudo librarse del estigma de ser la cineasta preferida de Hitler.

En sus películas, Riefenstahl introdujo técnicas, secuencias, ángulos y efectos visuales que todavía se usan en la actualidad y que, además, le sirvieron para la primera gran puesta en escena de la política como espectáculo. En los citados Juegos Olímpicos, tuvo a su disposición recursos técnicos y humanos casi ilimitados, gracias a los cuales pudo dar rienda suelta a su creatividad, tal y como se puede ver en las tomas de los atletas en contrapicado en plena competencia y en las primeras imágenes de natación de la historia, logradas con cámaras subacuáticas.

La historia de la vida de Leni Riefenstahl puede ser un poderoso argumento para creer que, en efecto, es mejor mantener el arte alejado de la política.

Riefenstahl murió en 2003 a la edad de 101 años y nunca dejó de trabajar, pero tampoco logró recuperar el prestigio de la laureada realizadora de los años 30; ni siquiera después de dedicarse durante 15 años a documentar, en impresionantes fotografías, la vida de la tribu nuba en Sudán.

Ella siempre se defendió diciendo que su trabajo solo fue estético y sin objetivos políticos, y que ignoraba las atrocidades del régimen al que sirvió con tanta lealtad y efectividad. A su vez, sus detractores dicen que es imposible que alguien tan cercano y tan talentoso como ella no conociera o intuyera los crímenes de los jerarcas nazis, a los que nunca condenó explícitamente.

Y aunque es difícil establecer cuál habría sido el destino de Riefenstahl sin el patrocinio nazi, lo cierto es que la historia de su vida bien puede ser un poderoso argumento para creer que, en efecto, es mejor mantener el arte alejado de la política.

Este artículo se publicó originalmente en el diario 'El Tiempo', de Bogotá.