Dolor de papel

Dolor de papel

Desde hace una semana, cuando se supo que la foto de Chávez publicada en el diario madrileño El País era falsa, he sentido una tristeza inmensa. No sólo como colega, sino también como lector y como ciudadano. Dicha circunstancia ha hecho que más de uno se regodee con este tropiezo, olvidando que es algo que a cualquiera le puede pasar.

Desde hace una semana, cuando se supo que la foto de Hugo Chávez publicada en la primera página del diario madrileño El País era falsa, he sentido una tristeza inmensa. No sólo como colega, sino también como lector y como ciudadano.

A estas alturas del partido, aún no tengo claro en qué momento a un periódico como El País le puede suceder algo así. Este medio no es solamente el periódico en español más importante del mundo, sino una de los más destacadas publicaciones del planeta. Así de simple. Y así de complejo.

Dicha circunstancia ha hecho que más de uno se regodee con este tropiezo, olvidando de paso que, así suene a frase manida, es algo que a cualquiera le puede pasar. De antemano, tengo que decir que no soy del todo objetivo al hablar de este asunto, puesto que muchas de las mejores piezas periodísticas que he leído en mi vida las he encontrado en las páginas de El País.

En mi juventud -paralela a la infancia de El País- solía comprar el periódico, que llegaba a Bogotá con una semana de retraso, en un local del centro de la ciudad, que era una especie de Babel de periódicos atrasados de todo el mundo; algo así como el Google de la época... Con mi ejemplar en una mano y una buena taza de café en la otra, no había poder humano que me sacara de mi habitación, mientras devoraba de la primera a la última página, sin importarme que se tratara de una edición vieja.

Años después ese rito se repetiría, ya no con días de retraso, sino el mismo día de impresión del diario y sin un océano de por medio. Como estudiante en La Haya, Holanda, mi rutina de los domingos empezaba por ir a buscar mi ejemplar en la estación central del ferrocarril, para volver a casa a repetir el consabido ritual que una década atrás había iniciado en Bogotá. Con igual avidez repasaba desde el primer titular del diario hasta el último artículo de El País Semanal, escrito, si mal no recuerdo, por Antonio Gala en su célebre columna Charlas con Troylo. Así conocí muchas de las grandes plumas de nuestro oficio.

Con el devenir de los años he conocido de cerca a muchos de los que han hecho de ese el gran periódico que es en la actualidad, lo que me ha permitido corroborar que es un equipo conformado por un grupo extraordinario de seres humanos, pero humanos al fin y al cabo, susceptibles de equivocarse.

Lamentablemente, cuando un medio del tamaño y del prestigio de El País se equivoca, pocos piensan que los grandes también tropiezan [pregúntenle al Rey] y resuelven hacer leña del árbol caído. Ningún medio ni organización periodística puede lanzar la primera piedra. Empezando por The New York Times, el matutino más prestigioso del planeta, que hace diez años vivió su peor momento por cuenta de Jason Blair, un joven periodista de su plantilla, que durante años engañó a sus jefes, compañeros y lectores a punta de crónicas fraudulentas.

Uno de los primeros que salieron a solazarse con el incidente de El País fue el director de El Mundo, Pedro J. Ramírez, que tiene tras de sí una larga estela de escándalos; algunos protagonizados por él mismo, y otros divulgados sin pudor alguno en los medios en que ha trabajado. No en vano es tan afín con el gran magnate del periodismo sensacionalista, Rupert Murdoch.

La experiencia me ha enseñado que cuando uno es responsable de una publicación y tiene una noticia extraordinaria -como se suponía que lo era la foto trucha de Chávez- lo acechan muchas dudas, lo acosan las expectativas y lo invaden los nervios. Ese lapso irrepetible que transcurre entre el momento en que recibes la información y en el instante que la haces pública es lo que le da sentido a lo que hacemos los periodistas. Si uno no vive este proceso, no vive el periodismo.

Generalmente, al conocer una primicia la primera sensación que lo asalta a uno es el escepticismo, inherente a este oficio. Luego, tras las verificaciones del caso, viene la incertidumbre por las repercusiones que puede tener lo que vas a publicar. Y, por último, una vez la información le llega a la audiencia, hay una etapa de desasosiego, mientras llegan las reacciones.

Tanto en los aciertos como en los errores, este proceso es más o menos igual; pero cuando hay un error tan evidente como el de "la foto que El País nunca debió publicar", todo se reduce a un carrusel insoportable, lleno de interrogantes sin respuesta. Las preguntas ¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde? y ¿por qué?, que son las vocales del periodismo, y que debe plateárselas uno antes de redactar una noticia, saltan de la nada y recobran vigencia plena. La experiencia nos enseña que la falta de resolución de cualquiera de estas cuestiones debería ser motivo suficiente para no publicar una nota. Sin embargo, cuando se manejan volúmenes tan altos de información, el riesgo de incurrir en un error aumenta considerablemente.

He tratado de imaginarme lo que pasaba por la cabeza de Javier Moreno, el director de El País, mientras se gestaba todo este desastre y he concluido que no hubiera querido estar en sus zapatos. Estaba en una situación poco envidiable y, como él mismo lo ha admitido, se equivocó. Al leer su relato de los hechos que rodearon este impasse, salta a la vista que él, como periodista nato, puso en duda la veracidad de la foto y, me parece que -en un exceso de confianza- accedió a publicarla aun sin estar del todo convencido. Y esa fue la falla.

Tratándose de una noticia tan descomunal, y con el despliegue que se le iba a dar, el margen de verificación no podía ser inferior al 100%. En casos como estos, el 99,9% de certeza no es suficiente, pues ese 0,1% faltante se puede convertir en un 100% aplastante, como en efecto sucedió.

Por supuesto, nada justifica el error de esa publicación ni se puede minimizar el daño que dicha imagen le ha causado a la credibilidad de El País, ni el mazazo moral que han recibido todos los que trabajan en Miguel Yuste 40. No obstante, la ventaja de trabajar en un diario es que uno tiene todos los días la posibilidad de rectificar, de desquitarse, de mejorar. En este caso, El País, en cabeza de su director, ha hecho ingentes esfuerzos por subsanar una falla gigantesca e involuntaria, pese a la paranoia conspirativa que aqueja al Gobierno interino de Venezuela.

Este episodio no puede ser pretexto para vapulear a un periódico que en su corta y productiva existencia se ha convertido en bastión de la democracia en España y en referente de la prensa en Iberoamérica y más allá. Sus noticias, reportajes y columnas han orientado y deleitado a millones de lectores y en sus páginas han hallado refugio decenas de intelectuales, artistas, políticos y, por supuesto, periodistas de medio mundo, víctimas de la represión y persecución en sus países de origen.

Hoy siento como propio el dolor que todavía padece la gente de El País y aunque sé que no es fácil recuperarse de un golpe como este, creo que interpreto a millones de lectores y cientos de colegas al decir que el mejor bálsamo está en las satisfacciones y el derroche de buen periodismo que este diario nos ha dado en estos 37 años.