Sergio Ramírez: “Vivimos en una sociedad acalambrada bajo el precio del temor”

Sergio Ramírez: “Vivimos en una sociedad acalambrada bajo el precio del temor”

Por Winston Manrique Sabogal

Cincuenta y cuatro años después de todo tipo de batallas culturales, políticas y literarias, la serenidad sigue en él. En su cara, en sus gestos, en sus andares, en su trato, en su voz. Hasta la risa de Sergio Ramírez es tranquila. Un hombre apasionado con la literatura, pero cuya vocación parece ser la de divulgador, agitador y gestor cultural y literario interesado en dar a conocer a escritores y en recordarle o descubrirle a la gente el placer de la lectura.

Ya nadie llora por mí (Alfaguara) es su última novela, y en ella confluyen los diferentes Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Sobre todo, el insatisfecho y comprometido con la realidad al indagar en las cloacas políticas de Nicaragua y el tejido que se pudre en la sociedad. Y para eso nadie mejor que volver al inspector Dolores Morales que en otros tiempos fue guerrillero del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) de Nicaragua. Una especie de alter ego de la esperanza y del propio Ramírez.

Un camino culebrero el de este escritor: abogado, periodista, narrador, ensayista, biógrafo, editor, gestor cultural que entró en la política al liderar con intelectuales, empresarios y dirigentes civiles el llamado Grupo de los Doce que apoyó la revolución sandinista para derrocar la dictadura en su país de Anastasio Somoza en 1979. Un gran paréntesis literario, aunque siempre trabajó por la cultura y la literatura, en el que formó parte de la Reconstrucción Nacional. En 1984 fue elegido vicepresidente de un gobierno presidido por Daniel Ortega hasta 1990 y luego, hasta 1995, estuvo en la Asamblea Nacional de Nicaragua. Un año después se presentó a la presidencia sin ser elegido.

Pero la literatura lo ganó. Dos años después, en 1998, obtuvo el primer Premio Alfaguara de Novela con Margarita, está linda la mar. Y en 1999 contó su experiencia política y revolucionaria con mano maestra en Adiós muchachos.

Sergio Ramírez en su pueblo natal, Masatepe, en mayo pasado. /Fotografía de Daniel Mordzinski

Ramírez reemprendió el camino definitivo iniciado en 1963, cuando, con 21 años, publicó su primer libro: Cuentos. Desde entonces una treintena de ficciones y casi veinte ensayos que lo han llevado por toda clase de temas en una literatura fresca y ágil en la que han cambiado algunas cosas y otras las mantiene. En un hotel de Madrid, el escritor echa la vista atrás.

A través de cuento aprendí a ver, a escribir, y a escribir lo que me rodeaba. Ese fue un desarrollo temprano de espíritu de observación, de registrar cada detalle de situaciones que parecerían que merecían ser relatadas. Fortalecer este vínculo entre lo que uno ve y lo que el otro piensa que no ve... Creo que eso ha permanecido igual en mí desde los primeros cuentos. Lo que he cambiado es el sentido de la improvisación por el de la meditación.

Solía escribir de manera apresurada, me preocupaba muy poco en corregir. Por esa época editábamos la revista Ventana. Me parecía que la literatura era algo urgente. Hacía un par de correcciones y ya... Ahora me ocurre lo contrario, corrijo muchísimo. Me parece que la gran lucha es con el lenguaje, el lenguaje que es tan movedizo. Buscar que la imagen se corresponda con las palabras para mí es el arte de la escritura.

En aquel origen en los años sesenta empezaron a convivir, a la vez, el Sergio Ramírez estudiante, el comprometido, el escritor, el periodista y el divulgador. Esa inquietud por difundir y su amor al cuento lo llevó a crear editoriales, apoyar a escritores y en 2013 a dar vida al festival Centroamérica Cuenta.

Siempre me ha parecido que mi vida de escritor era más que escribir la preocupación por la cultura en general, por difundir la literatura, porque la literatura se volviera un tema. Eso es lo que comenzamos a hacer desde que estábamos en la universidad con esta ventana en la cual promovíamos concursos literarios de jóvenes o congresos nacionales de escritores. Después, cuando me trasladé a Costa Rica, edité una revista centroamericana, luego creamos la editorial, en 1971 realizamos un festival cultural centroamericano. Mi preocupación siempre fue abrir una ventana para Centro América, pero una de calidad.

Sergio Ramírez, en Madrid, en octubre de 2017. / Fotografía de WMagazín

Las voces centroamericanas suenan en las páginas de Ya nadie llora por mí. Es la segunda protagonizada por el inspector Dolores Morales que debutó en 2008 con El cielo llora por mí. Su vida está registrada en Wikipedia. Con Morales, Sergio Ramírez muestra un continente agrietado por la corrupción, la pérdida de ética y las crisis sociales. Lo hace con un lenguaje caracterizado por el desparpajo del habla de sus personajes y del narrador que imprimen frescura y sonoridad. Voces que recrean una realidad compleja esparcida de ironía y humor.

Quería que ésta fuera una novela oral. Hablada, conversada, porque eso le da ligereza a un tema que de por sí podría ser pesado. Esta novela lo que hace es usar un personaje policía y un caso para revelar lo que hay por debajo: la realidad de un país. Hay que jugar con elementos que alivien, que dejen correr el aire entre las líneas, que libren a la novela de cualquier pesadez.

El poder se expresa nada más que por los efectos que crea sobre las criaturas secundarias que solo se mueven en este escenario en una segunda categoría. Hay un humor venido a menos, un inspector casi abandonado en una oficina de investigaciones que resuelve casos de adulterios de pobres, de alguien que cobra deudas. Ese es el ambiente. La gente que vive el día a día, pero también de la desesperanza sorda, atrapados en un sistema que prometió ser otra cosa que nunca llegó a serlo.

Se envuelve una retórica revolucionaria que muchas veces es esotérica. Es un falso discurso socialista que guarda por debajo la corrupción, ese el orden común y corriente de muchos países latinoamericanos. Ese es el ambiente donde se mueve Dolores Morales. Personas que, a veces, ven todo con asombro, como la pareja de peluqueros que, de repente, escucha secretos que nunca esperaba escuchar.

Ya nadie llora por mí pone a la sociedad frente al espejo, los tentáculos de los poderosos, pero también muestra su pasividad de la sociedad frente a tantos males.

Esa es una característica de este tiempo. Vivimos en una sociedad acalambrada que no se mueve socialmente, que vive bajo el precio del temor, del temor de perder lo poco que tiene o lo que puede conseguir. Una sociedad que vive bajo la dirección de la dádiva; gente que recibe unas tejas de zinc, unos bultos de cemento. Son una minoría de la sociedad, pero los otros esperan también conseguir y eso lleva la pasividad.

Es lo que sucede siempre en las fábricas de ilusiones, como la empleada doméstica que se sienta a ver cada noche la telenovela de otra empleadita que termina casándose con el patrón rico, a pesar de todos los obstáculos; entonces, ella piensa que al final también le tocará a ella. Esa es la ilusión que paraliza, junto con el temor de perder lo que uno tiene porque la gente considera que si tiene un puesto de trabajo no va a ir a una manifestación para no exponerlo o que le quiten la beca al hijo.

Esa situación encalambrada la ha suscitado el populismo que es un mecanismo muy efectivo para paralizar a la sociedad junto con el miedo, la esperanza a recibir y el miedo a que te quiten.

Literatura y compromiso; ficción y realidad; territorios conocidos muy bien por Ramírez.

Siempre que voy a escribir un libro lo que hago es describir una situación desde la perspectiva de la ficción. Trato que el lector que se encuentre con mi libro llegue hasta el final y lo atraiga. Pero no me propongo, de entrada, una acción política o decir estas cosas son así pero deberían cambiar. Me parece que es una lectura que cada quien hace, siempre que yo refleje las cosas como son dentro de la ficción. Creo que la pretensión de los libros es pedante...

En Ya nadie llora por mí hay tres temas esenciales que se meuven como electrones: la ética, la ilusión y la decepción.

Están en la personalidad del inspector Morales. Es lo que los gringos llaman un perdedor. Lo primero que pierde es su pierna en combate, queda con una prótesis, hasta que después, para sobrevivir, tiene que abrir una agencia de investigaciones de segunda mano y de repente se encuentra con una clase de milagro porque un hombre rico lo contrata y él sabe la calidad moral de ese hombre. Lo que está claro aquí es que el tejido ético que sustenta Morales no está destruido. Él lo aguanta, en su discusión con su consciencia.

Este artículo se publicó originalmente en la web de WMagazín, la revista literaria online dirigida por el periodista Winston Manrique Sabogal, un espacio para conversar con sosiego sobre literatura, donde él es cronista de encuentros, reportajes y entrevistas a ambos lados del Atlántico, y los lectores son los coautores, con sus lecturas y comentarios

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