El valor de preguntar

El valor de preguntar

Si no preguntamos, nos van a hacer una reforma del Código Penal que va a criminalizar a todo el que salga a la calle a protestar. Si no preguntamos, nos sacarán los ojos o nos llevarán a la cárcel mientras en las ruedas de prensa alguien hace guiños cómplices y dice, "adelante consejero, que de esta sales y conservas la cartera".

A es joven. Sintió que cuando llegaba a casa todavía tenía un nudo en el estómago y algo le ardía dentro. Sintió que no podía decir todo lo que quería. Añoró el don de la verdad y de las lenguas y de la locuacidad y todo lo demás. Vomitó una rabia impropia, desconocida.

A emana fragilidad de un cuerpo delgado. Nadie espera ninguna violencia, ningún arrebato de sus modales suaves, de su cara de rusa perfecta en porcelana blanca enmarcada por un flequillo negro echado a un lado y su voz pausada, baja y sin sobresaltos. Unas gafas demasiado grandes aportan el elemento incongruente a su figura. Quiere saber nuestra opinión.

Vive en Barcelona desde hace un año. En este tiempo no ha visto la televisión, no ha escuchado las noticias, casi no ha leído los periódicos. No tiene twitter, ni facebook y siempre llega tarde a las bromas que circulan por la red. El día de la huelga general de marzo salió a la calle para ver con sus propios ojos lo que ocurría ese día.

Miró. La realidad se le echó encima. Una larga cola de coches paralizados porque un tipo sin camiseta y con el único discurso de una canción promarihuana, había decidido sentarse en el asfalto. Varios turistas se sacaban fotos frente a un piquete; un grupo de adolescentes corría de un lado a otro alegremente mientras controlaban la hora para no llegar tarde a casa. También vio cómo la policía llegaba a los sitios haciendo ruido, se bajaban y empezaban a disparar pelotazos, en perfecta contramarcha.

En la segunda huelga, la de noviembre, A volvió a salir a la calle. Las cosas se veían más ordenadas. Los establecimientos estaban cerrados, no había contenedores o coches en el centro de la ciudad; los turistas habían desaparecido. La policía había blindado la manifestación. Controlaban el paso de una calle a otra, todos caminábamos en orden por una calle, nos contó todavía incrédula. Cuando A regresaba a casa sintió un silencio inquietante y vio a un grupo de personas reunidas en Plaza Catalunya. De repente vio cómo la policía acompañaba a una chica de pelo rubio y rizado que se tapaba un ojo. Escuchó gritos de furia. Decidió que ya había visto suficiente.

Nos despedimos después de charlar un rato más. Se hacía tarde. Todo un invierno nos sitiaba.

Rueda de prensa de Puig. El Conseller ha acudido con sus asesores para dar cuenta de la actuación de la Policía. Habla. Una de las personas que ha acudido con él le guiña el ojo para decirle que lo está haciendo bien. El consejero seguramente agradece estos gestos de solidaridad ante el trance, aunque mantiene la misma expresión responsable. Desarrolla sus argumentos. Admite por primera vez, antes lo había negado, que la policía disparó pelotas de goma. Pero lógicamente es porque había grupos extremadamente violentos hostigando su actuación. Apoya la labor siempre difícil de los cuerpos policiales que se han conducido con extremada profesionalidad, eficacia etc.

A se encuentra en la rueda de prensa. Ha conseguido una acreditación para poder asistir, pero le han dicho que no haga preguntas. Esto es cosa de los profesionales. Los profesionales comienzan a plantear cuestiones al consejero. Los términos son abstractos, ambiguos. El consejero se limita a llenar el tiempo con palabras sin decir nada. Una periodista intenta ser algo más incisiva pero pierde enseguida el uso de la palabra, como por arte de magia. Para entonces A tiene un nudo en el estómago y algo le arde dentro. Levanta la mano y le dice al consejero que ella estaba allí, que lo vio todo, que el único grupo violento que existía en la calle eran los Mossos de Esquadra, disparando a todo lo que se movía y que a ver qué tiene que decir a eso. El consejero mira a su asesor de comunicación. Alguien le guiña un ojo. Y vuelve a repetir lo mismo.

A se siente como una niña a la que los padres no dan ninguna razón de por qué hay que hacer una cosa o la contraria. Lamenta no tener el don de la locuacidad, porque es muy joven y le gustaría seguir esa conversación, seguramente diciéndole al Consejero que ella estaba allí, que cómo puede ser lo que está diciendo, que una chica ha perdido un ojo y su dolor no admite medias verdades ni bellas frases vacía. Seguramente, se pone triste y piensa, como en el poema, que

Hay un lirio muy blanco

y un silencio azul

que se imponen a todas las cosas de la tierra

Pero, a pesar de todo, carga su impotencia a cuestas y se la lleva a casa. Cuando se lo cuenta el otro día por teléfono, Eduardo piensa que ha dado una lección a todos los que estaban allí y no se atrevían o no querían preguntar como se pregunta de verdad. De la única forma posible, aunque tengas modales suaves, una cara perfecta de porcelana enmarcada por un flequillo negro echado a un lado y su voz pausada, baja y sin sobresaltos. Porque, si no preguntamos, esto se va a repetir. Porque, si no preguntamos, nos van a hacer una reforma del Código Penal que va a criminalizar a todo el que salga a la calle a protestar. Porque, si no preguntamos, nos sacarán los ojos o nos llevarán a la cárcel mientras en las ruedas de prensa alguien hace guiños cómplices y dice, adelante consejero, que de esta sales y conservas la cartera.