Miedo, mucho miedo

Miedo, mucho miedo

No niego que existan motivos para sentir miedo, aunque las estadísticas nos recuerden que España es un país bastante seguro.

Miedo, mucho miedoCARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Quien más, quien menos, todos hemos dormido alguna noche con un garrote apoyado en el cabecero de la cama por si pasa algo, que no va a pasar, pero nunca se sabe. En ocasiones, es un ruido inesperado y lúgubre el que nos hace buscar el palo; en otras, un fotograma de una película de terror que se nos vino a las mientes cuando ya habíamos olvidado la trama. Reconozcamos que tales ataques de miedo tienen algo de placentero, quizás porque nos devuelven, mejor que ningún otro estímulo, a la infancia, cuando el mundo, sin estrenar, estaba plagado de misterios y muchas cosas carecían aún de nombre (es difícil echar a rodar por las mañanas sabiendo que ya no habrá novelas de García Márquez. Desconfíen de esa que va a aparecer en breve y, de paso, de la de Vázquez Montalbán; si los autores las prefirieron en la sombra, me temo que no van a deslumbrarnos como a los ojos de los secuestrados).

Aunque puede que el principal motivo por el que nos dejamos invadir por el placer del miedo sea que sabemos, en el fondo, que es irreal; ni el vampiro saldrá del armario ni el muerto viviente de debajo de la cama, ni resucitará el dictador por mucho que le invoquen.

El depravado personaje que visita el Club de los Suicidas soñado por Stevenson (y que sabrá aceptar el envite más alto) reconoce haber probado todos los excesos sin llegar a experimentar sensación más intensa que el terror.

De todos los miedos inaceptables, la pervivencia de la religión me parece el más dañino. Sentir que la superstición y el oscurantismo todavía campan a sus anchas tras el magnífico esfuerzo llevado a cabo por la Ilustración para conseguir que fuera la razón y no la jaculatoria inútil la que guiara nuestros pasos, no dice mucho en nuestra defensa.

No en vano fue una campaña clerical la que convirtió a José Bonaparte en un risible bolinga. Él vino sin vino, pero con la Enciclopedia bajo el brazo, y con él se fueron Goya, Moratín (aunque aguantó hasta que el relámpago Riego colgó por el cuello en la plaza de la Cebada), Manuel Silvela y otros muchos, siguiendo la ancestral costumbre hispana de echar a los mejores.

También están fuera nuestros más brillante científicos, los que supieron avisarnos de que podía vencerse al virus si seguíamos las indicaciones pertinentes. Frente a ellos, los negacionistas, cachorros de inquisidor que lo mismo opinan sobre la redondez de la tierra, las estelas de vapor o la ineficacia de las vacunas. Si por ellos hubiera sido, nos habríamos suicidado en masa ante las acumuladas señales del fin de los tiempos. O, como mal menor, habríamos optado por la solución florentina y hubiéramos esperado el cataclismo follando como conejos.

Cuestión muy distinta es que aquello que nos intranquiliza sea posible y, todavía peor, probable: la mujer que reconoce la voz de su agresor en el telefonillo del portero automático; el niño que va hacia el colegio sabiendo que se repetirán las palizas (¿ustedes ya han olvidado las noticias? Yo no puedo); el comerciante que identifica al atracador en el individuo que entra en su establecimiento; el parado que tiene a la policía y al oficial del juzgado a la entrada de su casa reclamada por el banco; los que viven en la Cañada Real y escuchan que se acerca una borrasca; el matrimonio que vuelve de cenar y oye acelerados pasos en la calle solitaria…

De poco sirven los palos enarbolados por mano temblorosa en tales circunstancias. Tampoco los rezos o los conjuros. Ni siquiera cerrar los ojos y repetir cien veces que no.

Como cuando éramos niños.

No niego que existan motivos para sentir miedo, aunque las estadísticas nos recuerden que España es un país bastante seguro; si no se fían de ellas (tantas veces contradicen nuestros prejuicios que parecen tener algo personal contra nosotros), hablen con cualquier recién llegado de bastantes lugares del planeta. Entre las peculiaridades que más les sorprenden de este país es que podamos pasear con el teléfono móvil en la mano, que nos acerquemos a un cajero sin escolta o que volvamos a casa andando, por la noche, tan solo por el gusto de hacerlo.

También que los conductores respeten los pasos de peatones y no arranquen repentinamente si una motocicleta se detiene a su lado (y mira que están acostumbrados a los ruidos desagradables: allí aún triunfa Julio Iglesias).

Por supuesto que la seguridad es necesaria, y que las empresas que se dedican a procurarla llevan a cabo una labor legítima y encomiable. De hecho, considero que sus anuncios, que han de ser efectistas para ser efectivos, son cansinos pero bastante moderados si pienso en el catastrofismo que podrían llegar a mostrar.

Aunque me da que han delegado la tarea de meter el miedo en el cuerpo a ciertos individuos dedicados, en teoría, a la información, que optan por convertir cada ocasión propicia en un catálogo de amenazas sin fin, crímenes execrables cometidos en cada esquina, ocupaciones (no transijo con la “k”, indispensable, sin embargo, para Kafka) llevadas a cabo en el lapso en que se compra el pan, por millares y a cualquier hora; cuando no guerras entre bandas que dejan las de las películas americanas en reuniones de parroquia.

Día tras día, esforzados periodistas comprometidos tan solo con la verdad y que en ningún caso, faltaría más, responden a intereses turbios, dan cuenta del panorama que nos atenaza, que nos hace rehenes de los malhechores y nos obliga a encerrarnos en casa con el garrote en la mano (no será casual que los dos grandes inventos españoles, chupa-chups y fregona, lleven palo) y sin más contacto con el exterior que el televisor, que nos informará de la anarquía reinante con total independencia y veracidad.

Como cuando nos aseguraron que nos esperaba el frío y un eclipse eterno sin una mala gota de combustible que echar a la caldera. Se agotaron los hornillos, las velas y las cerillas para que se pudiera comer en los hogares rendidos al microondas y la vitrocerámica.

Por cierto, parece que Sálvame, el más claro ejemplo de violencia en el hogar, va a desaparecer. Descorcho un rosadito y brindo.

Las barbaridades que, en ocasiones, son pregonadas no se justifican tan solo por la necesidad de vender alarmas. Los paladines de la información contrastada nos desean encadenados con los gruesos eslabones del temor, quizás porque estamos dispuestos a aceptar todas las concesiones que se nos propongan y a renunciar a cuantos derechos, placeres y convicciones sean necesarios a cambio de la seguridad prometida.

Si el truco le ha funcionado a las religiones durante siglos, ¿por qué no iba a mantener ahora su ensalmo macabro?

No ha faltado quien ha pedido leyes que nos permitan armarnos para nuestra mejor protección. ¡Qué barbarie si triunfa esa medida en Ecuador! Hasta los galápagos, que ya tienen coraza, van a necesitar casco.

Harían mucho mejor aquellos parapetados en la cúspide si nos dejaran disfrutar de nuestras propias pesadillas por la noche, con un palo al lado, y del resto del día con los amigos, algún libro, el mejor amontillado y la tranquilidad de saber que no todo el que se cruza con nosotros pretende asaltarnos.

Alguno habrá que se nos acerque para pedirnos fuego.

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”