Concha García Campoy, la quimera de la mujer soñada

Concha García Campoy, la quimera de la mujer soñada

Llevarse tan a deshora a un ángel como Concha es uno de esos alardes absurdos e increíblemente crueles que la muerte nunca se debería permitir.

"Merece la pena escribir una novela solo para que me entreviste tu amiga". La frase me la dijo Javier Tomeo, hará unos 20 años. Mi amiga era Concha García Campoy. Javier y Concha sentían debilidad el uno por el otro. El sábado 22 de junio murió Javier y Concha me llamó para llorar a nuestro amigo. Fue la última vez que hablé con ella. Luego me escribió un sms: "Vaya racha, tato". Concha aludía a los infames últimos meses, en los que la muerte se había ensañado con gente cercana. Pero ella se encontraba bien. Fue al teatro a ver ¡Ay, Carmela! y planeaba la próxima temporada en la tele. Todo insinuaba que Concha había logrado batir a la leucemia que le diagnosticaron la víspera de la Nochebuena de 2011. Menudo alivio. Esa sensación fue lo único bueno de ese sábado 22 de junio. El miércoles diez de julio amaneció maldito, con la muerte de otro amigo, el librero y editor Jesús Robles, a los 54 años, la edad de Concha. A primera hora de la tarde, yo acababa de escribir el artículo alrededor del entierro de Javier Tomeo que apareció en estas páginas. Entonces, en una simetría macabra, me llegó el mensaje brutal: Concha había muerto en Valencia.

No sé si hay algo más desestabilizador en esta vida que la muerte prematura e inesperada de un ser muy querido. La noticia de la muerte de Concha me dejó temblando, atolondrado y mudo. En el primer instante, como me ha ocurrido otras veces, como le sucede a todo el mundo, sentí la absoluta necesidad de encontrarme dentro de un mal sueño: "No puede ser, será un error, alguien me va a escribir ahora para decirme que no es cierto". Eso es lo que pensé. Pero no hice más que recibir mensajes de perplejidad, afecto y condolencia. Entonces, al reparar en que la pesadilla era real, me hundí en la cama, con un barullo de recuerdos y de voces de Concha bailando dentro de mi cabeza.

La conocí en las fiestas del Pilar de 1988, en la emisora de Radio Zaragoza. Concha había venido a presentar un especial de A vivir que son dos días, el programa que ella alumbró con Javier Rioyo y su marido Lorenzo Díaz y en el que colaboraba mi amigo Perico Beltrán. Javier me había llamado los días previos para que les sugiriera temas e invitados y, en Zaragoza, quedé con ellos. Era un viernes. Al día siguiente madrugaban pero éramos jóvenes y cerramos la noche en el Casco Viejo.

El nombre del programa, A vivir que son dos días, le pegaba mucho a Concha. Ella atribuía su adicción al carpe diem a un episodio clave de su infancia. Tenía cuatro años cuando, en 1962, las inundaciones del Vallés arrasaron cientos de casas en la zona de Tarrasa donde ella vivía con sus padres y su hermana Asun. Murieron unas mil personas. Una de las casas destruidas fue la suya pero salvaron el pellejo. Luego, durante unos años, vivieron en una casa prefabricada. Concha mantenía que, de forma inconsciente, aquel suceso le hizo interiorizar la fugacidad de todo, incluidas las cosas que creemos más sólidas. A Concha también le marcó ver cómo sus padres, dos andaluces de origen muy humilde, se volcaban en su tienda de Tarrasa y luego en la que montaron en Ibiza, el lugar que ella consideraba su Arcadia. Uno de sus abuelos fue un comunista fusilado después de la guerra y el otro sufrió la cárcel por rojo. Concha tuvo conciencia de clase desde muy niña: cuando ayudaba a sus padres en la tienda, a veces engañaba con el peso de la compra a las clientas más ricas. Concha era de izquierdas pero antisectaria: tenía amigos y colaboradores de todos los bandos -Mariano Rajoy fue contertulio deportivo de uno de sus programas- y a sus hijos Lorenzo y Berta les llevaba a un colegio católico por la simple razón de que el centro le inspiraba confianza. Y ella, que era agnóstica, huía de imponer a sus hijos sus convicciones: procuraba que ellos fueran libres de elegir las suyas.

Desde el primer momento Concha me pareció, sencillamente, deslumbrante. La tele le había convertido en una de las estrellas más populares del periodismo y la radio en una de las más prestigiosas. Una noche de verano se me ocurrió bautizarla como la Ingrid Bergman de la radio. Acumulaba todo tipo de devotos. Su padre era uno de sus fans más excéntricos: cuando Concha presentaba el telediario lo grababa todos los días pero luego borraba los trozos en los que no salía su hija. Un portero de noche de un hotel le escribió una carta de amor diaria durante tres años y, como Concha no respondía, él se inventaba las cartas de respuesta, a las que él, a su vez, contestaba. Un día el hombre le escribió una sola frase- "Si lo que quieres es dinero, toma" - y le metió en el sobre un billete de mil pesetas. Concha se lo devolvió a vuelta de correo sin una sola nota y ese fue el fin de la relación. Entre los fascinados por Concha se encontraban figuras de la política, la cultura y el periodismo que, en algún caso, estuvieron cerca de perder la cabeza por ella. Pero Concha tenía una gracia muy particular para reconvertir a sus enamorados en amigos y cómplices. Ella rozaba siempre esa quimera que se conoce como la mujer soñada.

Durante casi 25 años Concha ha sido un ser crucial para mí. Como amiga, cómplice y referencia, desde luego. Pero, también, como compañera de trabajo. Durante tres temporadas codirigimos La gran ilusión, un programa de cine en Tele 5, y durante otras tres colaboré en sus programas de radio. Los días de La gran ilusión fueron muy fieles a ese título: yo iba a Tele 5 cada mañana muy contento porque sabía que allí, en su compañía, se me pasarían las horas volando. Viajamos a Los Ángeles, París, Cannes o Cefalonia, una preciosa isla griega donde nos esperaba Penélope Cruz. Concha escribió el epílogo de mi primer libro y el prólogo del que dediqué a Maribel Verdú. Siempre tenía un cuarto para mí en su casa de Madrid y otro en su casa de Ibiza, una finca llamada Jacarandá, otro nombre muy evocador de su imbatible alegría. He conocido a pocas personas tan poco dotadas para venirse abajo y tan dotadas para impedir que lo hagan los demás. Durante nueve veranos fui a Jacarandá, con David Trueba y Santiago Segura, a abusar de su generosidad y a reírnos sin límite con ella, su familia y con Andrés Vicente Gómez, su amor de sus últimos 13 años. David, Santiago y yo llamábamos "mami" a Concha y ella nos llamaba "tatos". Y, realmente, Concha, tan protectora, adorable y hada madrina, era muy mami de todos sus seres queridos.

El otro día, en el tanatorio, al despedirla, cuando compartía aquel infierno con tanta gente destrozada, me pudo la rabia. Todos los trucos a los que, en estas situaciones, nos solemos agarrar para que no nos tumbe la tristeza no funcionaron. Sí, es verdad que fue un lujo que nos quisiera; sí, es verdad que ella no dejará de estar ahí porque será imposible de olvidar y porque siempre explicará algo de lo mejor de nosotros mismos; sí, es verdad que sin la muerte la vida sería totalmente inaguantable. Pero llevarse tan a deshora a un ángel como Concha es uno de esos alardes absurdos e increíblemente crueles que la muerte nunca se debería permitir.