Contra el hormigón

Contra el hormigón

Entrevista con el filósofo alemán Anselm Jappe.

Portada de 'Hormigón'.PEPITAS DE CALABAZA

La historia de la arquitectura es en buena medida una historia del hormigón… y del hormigón armado. El pensador Anselm Jappe ha publicado Hormigón (Pepitas de calabaza, 2021), un ensayo implacable contra los males de la arquitectura moderna y un severo cuestionamiento del causante de esos males: el capitalismo. El libro repasa los tipos de cemento y de construcciones que se han dado desde el siglo XX, pero sobre todo emplaza al lector a repensar cómo se han erigido las ciudades y cómo podemos reinventar los lugares que habitamos… antes de que estos dejen de ser habitables. Si vas a usar alegremente una hormigonera, te ruego que leas antes esta entrevista:

Vivo en una provincia, Málaga, hecha de hormigón, brutalismo y mala planificación. Últimamente escasean algunos materiales de construcción y no es que sea ninguna sorpresa porque la crisis de la cadena de suministros es parte de lo que se puede esperar en una crisis capitalista. ¿Es la burbuja inmobiliaria un problema aún mayor que el capitalismo financiero?

Las crisis financieras, de las que forman parte las burbujas inmobiliarias (España las conoce a la perfección), forman parte del agotamiento global del capitalismo, entendido este como sociedad basada en el dinero y las mercancías, el valor y el trabajo. Esta crisis ahora se combina con la crisis ecológica; las dos se superponen y se refuerzan mutuamente. La continuación de la economía capitalista se hace cada día más difícil (ahora también tenemos el regreso de la inflación) y choca contra la necesidad de preservar los fundamentos naturales de la vida.

Durante la pandemia mundial de covid y la reducción de las actividades y los flujos económicos mundiales, ha habido una cierta disminución de la presión sobre el medio ambiente: ¡la crisis de salud ha hecho más por el medio ambiente que todas las conferencias climáticas gubernamentales juntas! Sin embargo, esto demuestra que aún se pueden tomar medidas. Los gobiernos no han aprendido nada y ahora quieren recuperar el tiempo perdido por la economía con más crecimiento. También tenemos dificultades en las cadenas de suministro, de las que actualmente se queja la industria del automóvil, e incluso a la construcción. Estos problemas sectoriales deberían recibirse con alivio: cuantos menos coches y cuantas menos casas se construyan, mejor.

En su repaso a la historia de la arquitectura, no deja títere con cabeza: Mies van der Rohe, Le Corbusier o Frank Lloyd Wright no aportan gran cosa para usted. Tampoco cree que la autoconstrucción sea una salida realista. ¿Entonces?

Mi escepticismo hacia los arquitectos del siglo XX y hacia las caóticas autoconstrucciones de hoy no implica que no haya esperanza. Arquitectura sin arquitectos es el título de un libro de Bernard Rudofsky en el que me inspiré mucho. Durante miles de años, la humanidad ha desplegado una enorme inventiva para encontrar soluciones habitacionales adecuadas a cualquier contexto y clima, utilizando materiales locales y empleando el saber hacer de los artesanos, que no son arquitectos titulados ni simples aficionados. No había necesidad de hormigón ni de aire acondicionado, ni siquiera de arquitectos. Por lo tanto, hoy no se trata de inventar nuevas arquitecturas, o nuevos materiales, sino de redescubrir las formas tradicionales, posiblemente integrando ciertas innovaciones técnicas. Si se abandonaron estas soluciones ya existentes, no fue porque fueran inadecuadas, sino porque no permitían suficientes ganancias y no servían a la máquina capitalista, especialmente a su necesidad de obsolescencia programada y ciclos rápidos de construcción y destrucción.

No creo que la concesión del Premio Pritzker a personas como Francis Kéré (cuyos primeros trabajos me parecen notables) sea capaz de quebrar la poderosa lógica económica que está detrás de la continua hormigonización o “concretización” [concrete] del mundo, pero al menos indica que en algunos círculos estamos empezando a ver el problema. Sin duda son soluciones preferibles a la arquitectura-diseño de Koolhaas o Zahid, a quienes ni siquiera les interesa el lugar donde colocan sus productos y el impacto que tienen en los simples mortales. Actualmente existe cierto interés por la arquitectura tradicional. Sin embargo, habrá que ver si no se trata, más allá de la voluntad de los individuos, de otra forma de greenwashing o “desarrollo sostenible” (hoy ningún desarrollo de la sociedad industrial es verdaderamente sostenible).

Según sus propios términos, vivimos en una sociedad autófaga, que se devora a sí misma y nos lleva a una violencia irracional. ¿Se para esto con el decrecimiento?

Incluso en estos días, la primera ministra francesa dijo en su comunicado de gobierno que la solución a la crisis climática no pasa por el decrecimiento. El odio que todos los gobiernos expresan hacia el decrecimiento más bien lo honra: vemos que su ataque a la idea del crecimiento económico infinito en un mundo finito toca un nervio porque la política y la economía no pueden renunciar al crecimiento. De hecho, la cuestión no es sólo utilizar energías alternativas o crear coches eléctricos, sino limitar drásticamente el consumo de energía y recursos, y por tanto todo el ciclo de trabajo, inversión y consumo compensatorio. La salida del capitalismo implicará necesariamente una fuerte reducción en el uso de tecnologías y flujos globales, para centrarse en cambio en un tipo de frugalidad fuertemente anclada en las condiciones locales.

El problema no es que el decrecimiento sea demasiado radical, sino que no va lo suficientemente lejos. Para salvar el planeta y a nosotros mismos, se necesita un replanteamiento total del estilo de vida y las prioridades. ¿Será imposible llegar hasta ahí porque nadie, o casi nadie, quiere renunciar a nuestra forma de vida? Los cambios se producirán de todos modos, es solo cuestión de ver si podemos preverlos y manejarlos razonablemente, o si vendrán en forma de catástrofes incontrolables. Y cuanto más esperemos, peor será. Debe entenderse que el capitalismo es incompatible con la continuación de la vida en la tierra.

Su libro parece más provocador en facultades de arquitectura que para alumnos de filosofía o sociología.

He recibido varias cartas de aprobación de arquitectos. Por supuesto, en general a esta corporación no le gustan los cuestionamientos. Es cierto que, al menos en Francia, se está gestando una importante protesta precisamente en las grandes escuelas de ingeniería y administración contra la inacción de las autoridades públicas ante la urgencia ecológica. Al mismo tiempo, se ha fortalecido un movimiento ecologista radical que apunta explícitamente (y esto es una novedad) al cemento y la sobreconstrucción del territorio, en forma de carreteras, aeropuertos, embalses, centros comerciales y almacenes. Una parte de la población ahora se da cuenta de que no basta con exigir una mejor distribución de lo que nos ofrece el capitalismo, sino que necesitamos cambiar la naturaleza misma de lo que existe: incluida la forma de vivir.

Dan ganas de demoler un par de edificios…

El problema no consiste en el hormigón como tal, una simple mezcla de arena, cal y arcilla, que encima es menos nocivo que el plástico o el petróleo, por citar otros dos materiales fundamentales de la modernidad. Lo que es nocivo es su uso masivo porque asfixia el suelo, agota las reservas de arena, crea problemas de desechos y genera mucho CO2. Su facilidad de uso ha provocado el abandono de las arquitecturas tradicionales, mucho más adaptadas a los diferentes contextos, y ha empobrecido el mundo haciéndolo monótono. Además, su mayor uso se da en construcciones como presas o centrales nucleares, que también son desastrosos para el medio ambiente.

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