Georgie Dann, de repente el último verano

Georgie Dann, de repente el último verano

Se presentaba con humildad, sin hacer alarde de los millones de discos vendidos ni de los centenares de galas contratadas ni del fino olfato para revalidar el éxito cada año.

Georgie Dann, fotografiado en Madrid en 1980.Gianni Ferrari via Getty Images

A todo el mundo les gustaba las canciones más pegadizas, y ligeras, de Georgie Dann pero mi favorita era Ana, despiértame. Cada año en primavera, el artista recorría las emisoras para promocionar el ritmo que haría bailar a España en verano, el que sonaría en todas las bodas, en cualquier celebración, el que imitarían con más o menos fortuna las orquestas a lo largo y ancho del país.

En aquellas entrevistas, Dann se esforzaba en contar que, a pesar de su estilo desenfadado, había estudiado en el conservatorio y tocaba varios instrumentos. Que él era un músico de verdad, vamos, aunque luciera un atuendo muy poco convencional para la época y se hiciera acompañar de un grupo de baile.

A esa altura de la conversación, más o menos, yo solía confiarle que de todo su repertorio, el que había ido conociendo verano a verano, la pieza que más me gustaba era Ana, despiértame, con la que abría la cara B de su disco El jardín de Alá, publicado en 1981. En realidad, mi comentario tenía un aire de confidencia, se lo decía en voz baja, como queriendo evitar que alguien pudiera enterarse de que tenía en mi casa un elepé de Georgie Dann.

No sabría explicar cómo había llegado aquél vinilo a mis manos. Comprarlo, no lo compré. Tampoco creo que alguien me lo regalara. Quizás me lo llevé sin darme cuenta tras alguna fiesta. Hasta ahí, todo podría parecer normal. Lo que ya no me perdonarían mis amigos, todos selectos melómanos, es que hubiera buceado tanto en su contenido como para que prefiriera uno de sus temas, quizás el único de corte romántico.

Sin embargo, y esto tampoco me habría atrevido a exponerlo entonces, en muchos de los éxitos del cantante francés yo siempre encontraba un cierto deje sentimental, desde El bimbó, que tanto coreamos el agosto anterior a la muerte de Franco, hasta Casatschok. Quizás ese regusto melancólico le venía de su primera etapa, cuando versionaba Aline con menos aspereza que Chistophe, o se dejaba llevar por la tristeza de Capri, c’est fini.

En los sesenta y setenta, la canción del verano tenía siempre sus gotitas de murria. Nadie, ni el Dúo Dinámico, ni Fórmula V, ni incluso Los Diablos, pudieron escapar a esa propensión. Los ochenta ya fueron otra cosa. En las letras se apostó por el realismo, la crónica social, y ahí Georgie supo mantener su hegemonía con la trilogía formada por El chiringuito, La barbacoa y El negro no puede.

En la promoción, Dann se presentaba con humildad, sin hacer alarde de los millones de discos vendidos ni de los centenares de galas contratadas ni del fino olfato para revalidar el éxito cada año. Se limitaba a defender el derecho de la gente a ser feliz, a evadirse con la música de la grisura de su día a día. Por ahí transitó nuestra memoria, desde los estertores del franquismo a la penúltima crisis económica.

Se limitaba a defender el derecho de la gente a ser feliz, a evadirse con la música de la grisura de su día a día

Quizás lo vi por última vez en 2012 o 2013, durante la presentación de La batidora o La cerveza. Nunca decía los los años que tenía. O al menos yo no se lo escuché. Presumía, eso sí, de su buena forma física y de tener un espíritu joven. Hace poco hablé con Eddy Guerín, quizás el músico con el más trabajó, y me confirmó que era cierto. Guerín, que había acompañado a artistas tan distintos como José Carreras, Alejandro Sanz o Alberto Cortez, no escatimaba elogios personales y profesionales para quien en mi infancia me hizo corear El dinosaurio. Apenas una hora antes de que se supiera que había muerto, el productor Paco Ortega me había mostrado algunas fotos de las grabaciones de Georgie Dann en los estudios Musigrama.

Mientras las veía, recordaba aquellas entrevistas de promoción en las que, antes o después, yo terminaba elogiando Ana, despiértame. En una de ellas, al escucharme, Georgie me tomó del brazo y se acercó a mi oído para hacerme una confidencia: ”¿Sabes?”, me dijo, “Es mi canción favorita”.

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Miguel Fernández (Granada, 1962) ejerce el periodismo desde hace más de treinta y cinco años. Con 'Yestergay' (2003), obtuvo el Premio Odisea de novela. Patricio Población, el protagonista de esta historia, reaparecería en Nunca le cuentes nada a nadie (2005). Es también autor de 'La vida es el precio, el libro de memorias de Amparo Muñoz', de las colecciones de relatos 'Trátame bien' (2000), 'La pereza de los días' (2005) y 'Todas las promesas de mi amor se irán contigo', y de distintos libros de gastronomía, como 'Buen provecho' (1999) o '¿A qué sabe el amor?' (2007).