Gobernar lo ingobernable

Gobernar lo ingobernable

Entrevista con la historiadora del arte Jazmín Beirak.

Portada de 'Cultura Ingobernable'.ARIEL

La cultura es un tipo de energía social. ¿Quién la produce? ¿De dónde emana? ¿Qué se entiende como tal? ¿La cultura se diseña desde los despachos o se crea desde abajo? ¿Se puede domesticar? ¿Y gobernar? Hay infinidad de preguntas pertinentes sobre política cultural que apenas tienen respuesta en la bibliografía actual. Hasta ahora. Cultura ingobernable (Ariel, 2022) es un libro de Jazmín Beirak sobre la cultura como base fundamental de nuestras democracias. Vale la pena insistir: la cultura no como un accesorio o abalorio para la democracia, sino como parte integral de la misma. Beirak sitúa la cultura donde filósofos de la talla de Habermas situaron la comunicación o el concepto de esfera pública. En otras palabras, la cultura es nuestro pegamento social.

En Cultura ingobernable señala que las manifestaciones culturales no se deberían producir desde el poder, pues la gestión cultural simplemente ha de facilitar las condiciones para que florezca la cultura, que tiene que ser abierta, indómita, siguiendo la idea de Terry Eagleton según la cual el papel de la cultura es morder la mano que te da de comer. ¿Cómo se promueve algo tan subjetivo y subversivo como la creatividad?

Las instituciones trabajan con una materia prima que está en permanente transformación, de ahí que mencione a Lacan y use su noción del no-todo como aquello que no se puede definir de “lo cultural” como un conjunto cerrado. En este sentido, quería reforzar la idea de que la cultura no es un concepto estable, es algo que se construye en el propio acto de hacerla o practicarla. Esa cultura no nace de las instituciones, sino de las personas. A fin de cuentas, el arte es una forma de leer, interpretar e intervenir en el mundo. La cultura es una práctica cotidiana de todas las personas, o como diría Raymond Williams, la cultura es algo ordinario, común.

¿Cuál ha sido la función tradicional de las instituciones? La de “proveer” cultura a las personas, lo cual entra en contradicción con lo que acabamos de decir. La cultura ya se hace. La función de las políticas públicas consiste en generar las condiciones materiales y legales que faciliten el acceso al disfrute y a la creación cultural, que permitan que cualquiera pueda intervenir en el mundo con herramientas y códigos culturales. Eso pasa por reducir desequilibrios, por redistribuir recursos o por priorizar determinadas estrategias de fomento. En este sentido, el proyecto ideológico que subyace en las políticas culturales está en aquellas estrategias por las que se apuesta, es decir, si se apuesta por la descentralización, la participación o la distribución de recursos y poder de decisión. Estas que menciono son precisamente algunas de las estrategias que contribuyen a que la cultura pueda proliferar.

La cultura implica una construcción de sentido colectivo y la administración no debería tener potestad para fijar el sentido de la realidad cultural. Las políticas culturales tienen que facilitar la redistribución de capital cultural, equipamientos de proximidad y sacar la cultura de sus lugares habituales (¡que no esté confinada en los museos!). La experiencia cultural se da también en los centros de salud, en las escuelas, en los parques y en las calles.

Habrá quien entienda la democratización radical de la cultura como incompatible con el buen funcionamiento de las industrias culturales.

Las políticas culturales han solido privilegiar un enfoque sectorial e industrial de la cultura, y esto ha conllevado problemas tanto para la percepción social de la cultura, como para la propia sostenibilidad del tejido cultural. Es importante entender que las políticas culturales deben estar dirigidas al conjunto de la ciudadanía, por una parte, porque la capacidad creativa no es solo de los profesionales. Los interlocutores de las políticas culturales son los profesionales y también el conjunto de la ciudadanía, que no es solo receptora, sino creadora de cultura. Es importante señalarlo porque estamos reconociendo un derecho. Además, esto conlleva una aproximación estratégica: cuanta más gente sienta como propia la cultura y tenga el deseo de llevar a cabo prácticas culturales, más se consolidará el tejido profesional. Separamos las políticas para el sector y para la gente y no debería existir tal dicotomía porque existen vasos comunicantes entre ambas.

Tenemos que conectar esos dos espacios con la vida y con lo cotidiano. Cuanto más esté presente la cultura en nuestra vida cotidiana, mayor será, también, la fortaleza de los sectores industriales. Hay que hacer un cambio de paradigma respecto a cómo se enfocan las políticas culturales. De esta manera, ampliaremos derechos culturales a todas las personas, mientras logramos reducir cierta precariedad del sector cultural, que necesita políticas específicas.

Siempre he pensado que nos falta imaginación política y en la cultura lo veo más que en otros ámbitos. ¿Cómo se puede revitalizar la imaginación política y que podamos contemplar nuevas formas culturales, así como nuevas formas de emplear nuestro tiempo de ocio?

Antes de nada, la contraposición entre entretenimiento y cultura debería alertarnos: no hay que demonizar el placer, la fiesta y la diversión. Eso también forma parte de nuestras prácticas culturales, por supuesto. De hecho, hay numerosos fenómenos de masas que generan comunidad. Es cierto que existen dos concepciones de cultura que han estrechado nuestra manera de contemplar formas culturales: la de la Cultura con mayúscula, la idea ilustrada de la cultura como algo trascendental y para especialistas, y luego está la cultura como objeto de consumo, la manera actual de desacralizarla. Y el problema es que fuera de eso parece que no hay nada más.

Pero hay distintas maneras de entender la cultura y de relacionarnos con ella que escapan a esas dos concepciones: desde tocar un instrumento, a un club de lectura, un taller en la biblioteca, organizando las fiestas de un barrio o salir con los amigos a bailar. No hay que vivir en esa escisión entre la cultura de consumo y la alta cultura desapegada de la ciudadanía. Lo que se necesita es que las políticas públicas faciliten estas otras maneras, unas maneras que tienen mucho que ver con la generación de comunidad. Klinenberg lo ha planteado muy bien con su idea de las infraestructuras sociales donde los vecinos y las vecinas forjan vínculos porque comparten espacios de encuentro y disfrute (su ejemplo por excelencia son las bibliotecas).

Existen, de facto, muchas prácticas que se quedan fuera del radar de las políticas públicas y en multiplicarlas radica el desafío de una buena política cultural.

En el Palacio de Ferias de Málaga, un grupo de niñas ensaya coreografías de K-pop porque hay espejos donde se pueden ver. Me parece una forma genial de reapropiación del espacio público.

Claro, ese es el tipo de prácticas culturales que forman parte de lo cotidiano y que tengo en mente. Hay que fomentar esos espacios. Cuando hablo de cultura ingobernable, me refiero a que asumamos que hay que perder cierto control sobre dónde se hace cultura. Quizás la imaginación de la que hablabas antes sea más urgente en las políticas públicas, que deberían apostar por fórmulas que favorezcan la proliferación de usos culturales distintos. Cogestión o externalizar los equipamientos, en lugar de a empresas que gestionan servicios públicos indistintamente, a asociaciones de vecinos o colectivos de artistas. También en la propia permeabilidad, flexibilidad de estas infraestructuras para que posibiliten que los y las usuarios puedan apropiarse de estas como lo que cuentas en Málaga.

Esto tiene que ver con el diseño del espacio público. Si las ciudades están pensadas para las personas, estas usarán el espacio público para crear comunidad. Veremos lo mismo que con la pandemia, donde los animales parecían reapropiarse de los espacios urbanos, pero con los ciudadanos.

Le tengo que preguntar por el bono cultural porque a priori es una propuesta que he deseado toda la vida, pero es una ayuda que no tiene en cuenta los ingresos personales ni familiares. 

Es una medida que está bien en muchos sentidos y, aun así, es mejorable. Se necesitaba incorporar alguna ayuda directa al consumo, como ocurre con muchos otros sectores. Que se tenga un concepto amplio de la cultura también es importante (no se deja fuera al cómic o los videojuegos, por ejemplo). Se trata de un fomento al sector a través del consumo, pero no es una herramienta que sirva para hacer una aproximación compleja a la desigualdad en el acceso. Quienes tienen menos recursos, puede que también tengan menos hábitos culturales. Además, se deja fuera una parte más activa de la cultura como aprender a tocar un instrumento, formar parte de un coro o cualquier otra actividad que no esté acotada al mero consumo. Tampoco es grave, las medidas no tienen que aspirar a resolver todos los problemas, pero si se piensa como herramienta frente a la desigualdad se necesitan otras políticas públicas que posibiliten una redistribución del capital cultural.

¿Qué modelos de política cultural le parecen interesantes?

En Latinoamérica se están realizando grandes avances. Hay una reflexión profunda sobre la cultura como campo de transformación social. Brasil, Colombia o México fueron pioneras en materia de derechos culturales. La cultura ha sido, por necesidad, un campo de vertebración social. Por otro lado, hay países como Suecia o Dinamarca en los que se han desarrollado políticas de públicos muy interesantes. La idea de la rendición de cuentas y la democracia es central. Un centro cultural tiene que garantizar que es significativo para la gente porque para eso recibe fondos públicos y justifica los fondos privados que consiga. Según una investigación, solo un dos por ciento en Reino Unido se beneficia de ciertas políticas públicas como una biblioteca. En los países nórdicos, en cambio, hay una participación y una programación que busca una implicación mucho más rigurosa. En España, a nivel municipal, el Ayuntamiento de Barcelona ha hecho un programa de derechos culturales muy valioso.

En definitiva, hay que pensar en un tercer modelo, que no es el clásico francés, donde hay una financiación pública, pero donde hay cierta injerencia, ni el anglosajón, donde la cultura se abandona al mercado. El rasgo principal de este tercer modelo sería la existencia de un compromiso público, pero para favorecer la proliferación de la cultura y su ingobernabilidad.

Me he olvidado de preguntar a Jazmín por el estatuto del artista. Me reservo esta cuestión espinosa para futuras entrevistas. Parafraseando a la autora, los periodistas también deberíamos ser ingobernables en el ánimo de preguntar y de facilitar el derecho a la información.

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Andrés Lomeña Cantos (Málaga, 1982) es licenciado en Periodismo y en Teoría de la Literatura. Es también doctor en Sociología y forma parte de Common Action Forum. Ha publicado 'Empacho Intelectual' (2008), 'Alienación Animal' (2010), 'Crónicas del Ciberespacio' (2013), 'En los Confines de la Fantasía' (2015), 'Ficcionología' (2016), 'El Periodista de Partículas' (2017), 'Filosofía a Sorbos' (2020), 'Filosofía en rebanadas' (2022) y 'Podio' (2022).