Iluminados

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Más luces durante más horas al día y más días del año para que más personas compren y gasten más durante un período de tiempo más prolongado.

Luces de Navidad en Madrid.EFE

En estos días ha sido noticia el pique entre los alcaldes de Vigo y Madrid, Abel Caballero (PSdeG-PSOE) y José Luis Martínez-Almeida (PP), acerca de quién ha puesto más bombillas de Navidad en sus respectivas ciudades. Algunos miembros de la oposición en el Ayuntamiento de Madrid y representantes ecologistas se han hecho eco de la escasa lógica de esta competición en un contexto de emergencia climática en la que tendría sentido competir por quién realiza una decoración navideña más sostenible. Los defensores de la luminaria navideña argumentan que se trata, en su mayoría, de bombillas LED de bajo consumo, cuyo impacto sobre el consumo energético global de las ciudades en estas fechas no es tan relevante como podría pensarse. 

Más allá de la discusión sobre el consumo energético y coste concretos de la iluminación navideña, deberíamos preguntarnos por el mensaje que se está trasladando a la ciudadanía con este tipo de gestos que abundan en la misma espiral de exceso que nos ha llevado a la situación de emergencia climática en la que nos hallamos. La idea que subyace a la competición por iluminar las ciudades sigue siendo la de incentivar el consumo para seguir creciendo económicamente: más luces durante más horas al día y más días del año para que más personas compren y gasten más durante un período de tiempo más prolongado. Es comprensible que a nuestra sociedad le cueste desprenderse de la lógica consumista e imaginar una racionalidad económica alternativa. A pesar del incremento de incendios, inundaciones y otras catástrofes naturales en nuestro entorno inmediato, todo lo que suene a renunciar a nuestro bienestar material actual resulta poco atractivo para muchos ciudadanos (léase, consumidores), sean empresarios o trabajadores. Por eso es tan importante el papel de los poderes públicos. Estos tienen una responsabilidad fundamental a la hora de informar y concienciar sobre la gravedad de la crisis climática en la que nos hallamos y facilitar, a través de incentivos y medidas concretas, ese cambio de modo de vida que, sí o sí, tendremos que asumir.

Más luces durante más horas al día y más días del año para que más personas compren y gasten más durante un período de tiempo más prolongado.

¿Por qué no organizar concursos públicos de diseño de decoración urbana navideña con material reciclado? ¿O incentivar a aquellos comercios que se esfuerzan en reducir sus residuos, otorgándoles etiquetas verdes? ¿Por qué no organizar mercados de trueque de juguetes usados en los que los protagonistas son los niños? ¿O hacer campañas de sensibilización sobre el valor de regalar tiempo y experiencias compartidas en lugar de objetos? Son sólo algunas ideas de medidas que pueden parecer superficiales, pero que podrían tomar los poderes públicos de manera inmediata para contribuir a darle un sentido diferente a las fiestas navideñas, más acorde con los tiempos que vivimos. Digo que pueden parecer superficiales, porque el verdadero reto al que nos enfrentamos consiste en desacelerar el conjunto de la economía global, reduciendo la producción material drásticamente, sin que esto suponga un cataclismo geopolítico en el plano global y social al interior de cada país. Ahí debería estar concentrada toda la inteligencia de los poderes públicos, las organizaciones internacionales y la sociedad civil en este momento: en diseñar una transición hacia un modelo económico viable en un mundo más caluroso, más imprevisible y más accidentado meteorológicamente. El reto es titánico. Quizá por ello, muchos prefieren seguir bailando al son de la orquestra, iluminados por cadenitas de bombillas multicolor, como si no pasara nada, mientras el barco se hunde. Tan irresponsable es negar la emergencia climática, tal y como hacen algunos de nuestros representantes políticos, como ignorarla en los hechos, como lo hacen otros.

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