La lección es Camus
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La lección es Camus

Una rebeldía que nos enseña que la justicia sin libertad no es justicia y que la libertad sin justicia no es libertad.

Albert Camus, 1959.Bettmann via Getty Images

1984 se encaramó a las listas de los libros más vendidos a raíz de la victoria electoral y posterior proclamación de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos en enero de 2017. El epíteto orwelliano recuperó entonces su viveza y fecundidad engordando los carrillos de todo tipo de bocas, aunque con curiosa y marcada relevancia las de todas esas personas de estirpe realmente orwelliana esforzadas en tildar de orwelliano todo pensamiento, institución y persona que no tiene nada de orwelliano, salvo el hecho de no avenirse a comulgar con sus ideas.

Supongo que este fenómeno de incomprensión y otros tantos semejantes se deben a lo que ya Bertrand Russell formuló tomando como ejemplo al militar Jenofonte, cuando decía de él un tanto descarnadamente que “el relato de un tonto sobre las ideas de un hombre inteligente nunca es acertado, porque inconscientemente traduce lo que oye en algo accesible a su entendimiento”. Este juicio, bastante coherente por lo demás, nos da cuenta, no sólo de la naturaleza inconscientemente viciada de lo que las personas nos relatan, de lo que relatamos, sino de lo que ellas mismas pueden explicarse como cierto, erróneamente, a sí mismas. 

Con la aparición del Covid-19 y su posterior categorización como pandemia, no era difícil esperar la salida a flote, como sucedió con 1984, de otros tantos elementos culturales que cubriesen esa mezcla de morbo y estupefacción que generan las situaciones complejas y súbitas dentro de cualquier sociedad acostumbrada a la monótona y holgada estabilidad de la rutina. En el ámbito literario, La peste de Albert Camus, publicada en 1947 por Gallimard, parece ser el nuevo referente para los lectores en su aislamiento. Al menos uno de ellos. Así lo demuestra la cantidad de artículos aparecidos en numerosos medios de comunicación para elogiar, analizar y actualizar el libro del escritor argelino a estos, así llamados, “tiempos del coronavirus”.

Conocidas cada vez más las implicaciones del virus para nuestra salud y nuestro modus vivendi, somos capaces de reconocer que esta situación afecta también, con especial virulencia e imprevisibilidad, tanto a la dimensión económica como política en las que estamos irremediablemente insertos. La propia figura de Camus puede venir en nuestra ayuda para hacernos comprender ciertas actitudes importantes, pero necesarias, al margen del contenido y cuestiones planteadas en La peste: su espíritu crítico y su crítica concienciación son un buen espejo en el que mirarse para coger fuerzas y elevar la voz, sin miedo, frente a los cada vez más preocupantes bandazos sin plan de aquellos que nos gobiernan. 

Una rebeldía que nos enseña que la justicia sin libertad no es justicia y que la libertad sin justicia no es libertad.

Conocido sobre todo por abordar temas como la muerte, la angustia y la alienación a través de libros como El extranjero, Calígula, El mito de Sísifo o El malentendido, por haber desarrollado y basado un pensamiento sobre la idea del absurdo de la existencia, el reconocimiento de esa perenne condición del absurdo, sin embargo, no le impidió a Camus mantenerse firme, incólume, ante la posibilidad de afrontar los problemas reales de la vida en común para intentar que la justicia y la libertad imperasen por encima de cualquier otro pensamiento constrictor, por mucho que tal pensamiento se basase en excelsas utopías y en bruñidos ideales: terminó repudiado por la izquierda (“si finalmente la verdad me pareciera a la derecha, ahí estaría yo”, dijo), por los revolucionarios escocidos como Sartre, más preocupados por ejecutar y estructurar prejuicios en base a las arbitrariedades de sus resentimientos personales, hechos ya un cosmos geométrico en el pensamiento comunista y asumible por cualquiera capaz de sentirse desheredado, que en ser realistas y realmente humanos para poder intervenir la realidad con el objeto de mejorarla, y no de aniquilarla, en honor de una abstracción.

Levantó la voz contra las purgas soviéticas, contra las ansias depurativas lanzadas contra toda persona crítica que se oponía a la barbarie comunista, contra la izquierda que se esforzaba en encontrar motivos para seguir apoyando lo que no era otra cosa que un apocalipsis de miseria arrojado contra la siempre imperfecta libertad, con la única pretensión de extender por el mundo la forma más acabada de servidumbre. En El hombre rebelde, escrito en 1951, se esforzó por demostrar que el rebelde será siempre una persona realista, señalando, una vez más, que toda virtud pura, la que existe solo sobre el papel sin verse afectada o testada por lo empírico, es a la postre homicida.

Esta rebeldía pedestre y humana, solidaria para sobreponerse al absurdo, es la que habría que revindicar de Albert Camus, más importante e ilustrativa hoy que La peste, una rebeldía que nos enseña que la justicia sin libertad no es justicia y que la libertad sin justicia no es libertad. Arthur Koestler decía que la diferencia entre un revolucionario y un rebelde estriba en que el primero desea el poder y el segundo no. A esta magnífica síntesis podría añadírsele otro ingrediente revelador de la propia experiencia de Camus, quien dijo que nunca se había consentido a sí mismo la desesperación, a pesar de la dureza de su niñez. Yo iría un paso más allá, y me atrevería a afirmar que rendirse a los ideales no es más que otra forma de desesperación.