¿Está el pueblo? Que se ponga

¿Está el pueblo? Que se ponga

El pueblo de las democracias es muy diferente del de los nacionalismos y del de la izquierda revolucionaria. Menos heroico, más vulgar, más prosaico. Consciente de que en toda sociedad se producen tensiones potencialmente peligrosas, el sistema democrático procura desactivarlas manejándolas como si se tratara de un juego. No es casual que el país que ideó esta forma de ejercer el poder sea el mismo que popularizó los deportes, ya que entre ambos planteamientos existen significativas coincidencias. Los dos nacen como un intento de canalizar positivamente las energías de una sociedad, de airear los resentimientos y suavizar las tensiones.

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Imagen: Youtube

¡Ah, el pueblo! Si en algo coinciden todos nuestros políticos es en que hay que obedecer sus mandatos. El único problema es que no se ponen de acuerdo sobre lo que eso significa. El pueblo del PSOE no el mismo que el PNV o la CUP; el de Junts pel Sí difiere radicalmente del de Ciudadanos, Izquierda Unida o Podemos. Como las navajas del ejército suizo, que lo mismo sirven para descorchar botellas que para ajustar tornillos, el pueblo tiene múltiples aplicaciones. A lo largo de la historia, los conservadores han recurrido a él en defensa de sus ideas, y lo mismo han hecho los demócratas, los nacionalistas y la izquierda revolucionaria. Lo único evidente es que su nombre ha servido para legitimar proyectos que tienen muy poco en común.

En el Diccionario razonado de 1811, constataba ya Bartolomé Gallardo que la palabra se empleaba de dos maneras distintas. A veces aludía a todas las personas que se identificaban con una comunidad determinada por razones históricas o culturales (por eso hablabam del pueblo español, francés, ruso o italiano), pero podía asimismo referirse a esa parte de la población que "sin gozar de particulares distinciones, rentas ni empleos, viven de sus oficios". La primera acepción tiene un sentido identitario y nacionalista, cuando no racial. La segunda, de clase. Los dos empleos son muy diferentes, pero la ambigüedad del uso hace que se confundan.

Con el significado de clases bajas, no siempre se ha asociado con tendencias modernas. Los ilustrados del XVIII consideraban que el pueblo estaba inmerso en un mundo de creencias y supersticiosas absurdas, por lo que no era recomendable consultarlo a la hora de tomar decisiones. Sólo con la revolución francesa comienza la palabra a cargarse de connotaciones progresistas. Así, ciertos liberales españoles interpretaron el levantamiento popular contra Napoleón como una rebelión contra el orden establecido, si bien los hechos se encargarían de probar lo contrario. Tras el regreso de Fernando VII, la Iglesia demostró que el pueblo seguía sometido a su tutela, por lo que no podía esperarse que apoyara proyectos innovadores. La amargura que esta constatación provocó entre los liberales puede constatarse leyendo los escritos de autores como Alcalá Galiano, Argüelles, Vayo, Puigblanch y Quintana. No deja de ser significativo que Mendizábal se opusiera en 1834 a la propuesta conservadora de extender el voto a sectores más amplios de la población, por pensar que la medida favorecía a los sectores más reaccionarios.

Frente al arrobamiento místico del nacionalismo y la épica de la izquierda revolucionaria, la democracia está impregnada de espíritu deportivo.

A pesar de ello, el "liberalismo exaltado" continuó idealizando al pueblo a lo largo del XIX. La interpretación entusiasta de su papel regenerador no hizo sino afianzarse cuando el aumento del proletariado en las ciudades y el nacimiento de las primeras organizaciones obreras confirmaron la existencia de unas clases bajas políticamente comprometidas. A la creciente internacionalización del capital, las izquierdas opusieron una solidaridad universal por parte de los trabajadores. El pueblo era para ellos la gran masa explotada por siglos que necesitaba hacerse con el poder para mejorar sus condiciones de vida. El sentimiento de clase traspasaba fronteras. La lucha se consideraba que agrupaba a los parias de la tierra contra los abusos de sus opresores. Las revoluciones rusa y china simbolizarían por décadas el logro de ese objetivo.

Pero si el pueblo comienza a idealizarse a finales del XVIII por parte de los liberales, se produce asimismo por esas fechas otra interpretación del término de carácter muy diferente. Frente a la propuesta ilustrada de que el progreso ayudaría a construir un mundo mejor, ciertos autores afirman que el proceso es esencialmente nocivo, porque, entre otras razones, impone una uniformidad que amenaza con destruir la diversidad cultural del planeta. Para los románticos, cada comunidad posee una idiosincrasia que tiene el deber de conservar. La idealización del pueblo se fundamenta aquí en cuestiones identitarias, no de clase. El nacionalismo que así se activa jugará un papel esencial en la historia europea de los dos siglos siguientes, siendo el movimiento nazi su manifestación más extrema. El apoyo que logró por parte de millones de trabajadores, como prueba Fritzsche en su libro De alemanes a nazis, se justifica porque supo incorporar en su programa reivindicaciones propias de las izquierdas. El mismo nombre del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán así lo confirma. La diferencia es que los nazis efectúan esos cambios con un fuerte sentido nacionalista. Les interesa mejorar las condiciones de vida de sus trabajadores, en cuanto que constituyen un componente esencial de la nación. Un obrero alemán tiene para ellos mucho más en común con un burgués alemán que con un obrero francés. Todos, empresarios y trabajadores, ricos y pobres, forman parte de un pueblo que ha modelado sus peculiaridades a lo largo de la historia y que está destinado a realizar grandes empresas.

Además de estas dos visiones idealizadas del pueblo, existe otra que se desarrolla en el mundo anglosajón y que posee un carácter más pragmático. Las líneas maestras de la democracia moderna se configuran para solucionar de manera pacífica, sin recurrir a la violencia, las tensiones inevitables que surgen en cualquier sociedad. La democracia entiende por pueblo a todos los que constituyen un país determinado, pero sin la mística del nacionalismo. Se basa en la idea de soberanía popular, pero procurando no extraer consecuencias extremas. No idealiza a los seres humanos, no exige de ellos sacrificios titánicos ni gestas sublimes. Los acepta como son, con sus virtudes y sus defectos, y, sobre ese punto de partida, trata de mejorar la convivencia. Cada cuatro años, el conjunto de la sociedad efectúa un repaso general de la labor del gobierno, la gente grita y airea sus quejas, los candidatos hacen campaña, se critican, se insultan, se ridiculizan, y, cuando el espectáculo termina, todo vuelve a la normalidad.

El aumento de la retórica de corte idealista en nuestra vida política implica una insatisfacción con las bases mismas del sistema democrático. Porque la democracia no es una cuestión de esencias, sino de método.

El pueblo de las democracias es muy diferente del de los nacionalismos y del de la izquierda revolucionaria. Menos heroico, más vulgar, más prosaico. Consciente de que en toda sociedad se producen tensiones potencialmente peligrosas, el sistema democrático procura desactivarlas manejándolas como si se tratara de un juego. No es casual que el país que ideó esta forma de ejercer el poder sea el mismo que popularizó los deportes, ya que entre ambos planteamientos existen significativas coincidencias. Los dos nacen como un intento de canalizar positivamente las energías de una sociedad, de airear los resentimientos y suavizar las tensiones. Frente al arrobamiento místico del nacionalismo y la épica de la izquierda revolucionaria, la democracia está impregnada de espíritu deportivo. Lo que propone es fijar unas reglas que todos deben seguir (la escritura de una Constitución) y, sobre esa base, dejar que los distintos grupos hagan juego. Si no consiguen ganar, siempre existe el consuelo de una próxima vez.

Los graves problemas de la España actual (crisis económica, desigualdad social, separatismos, corrupción generalizada), sólo pueden resolverse por los habituales procedimientos democráticos: castigo de los que han usado sus cargos para provecho propio, una mayor eficacia en la gestión, mejores programas sociales y neutralización de los grupos más extremistas. Quienes pretendan que la solución consiste en inyectar más idealismo en el debate político, no entiende el significado de la democracia como sistema. Los que alardean de la pureza de sus principios (y que no siempre los ponen en práctica a nivel personal), no tienen por qué ser más eficaces ni menos corruptos que los de temperamento pragmático. Son más intransigentes en la negociación de sus posiciones, eso sí. Pero no está de más recordar que los países con mejores índices de calidad de vida y de distribución de riqueza, así como con mejores servicios sociales, no son precisamente los que asociamos con las grandes revoluciones del siglo XX.

El aumento de la retórica de corte idealista en nuestra vida política implica una insatisfacción con las bases mismas del sistema democrático. Porque la democracia no es una cuestión de esencias, sino de método. No es refractaria a ningún tipo de planteamientos, sino al extremismo, a la exacerbación de las diferencias, a la polarización. Su actitud pragmática ha demostrado poder resolver en la práctica, mejor que ninguna otra forma de gobierno, la mayoría de los problemas que se le presentan a una sociedad. La democracia española, salpicada por los escándalos y por el juego sucio de algunos, necesita un lavado de cara. Pero, como suele decirse, no es bueno tirar al niño con el agua del baño.