'Testigo de cargo', ¿gato entretenido o liebre artística?
Una producción que se podría considerar puro entretenimiento masivo.

Pocos sabrán que la obra Testigo de cargo de Agatha Christie, que se acaba de estrenar en el Teatro Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa, fue antes teatro que película. Y antes que teatro fue un relato corto. Un viaje que hacen muchas ficciones en las que se produce una especie de teléfono estropeado. De tal forma que el cuento original se acaba pareciendo a la película o la obra de teatro final como un huevo a una castaña.
Parece ser que este es el caso, si se habla del relato corto del que se parte y que la propia autora posteriormente convirtió en una obra de teatro. Más que nada porque para esta tuvo que crear nuevos personajes e introdujo cambios en la trama. Vamos, tuvo que tunearla.
Sin embargo, aquellas personas que hayan visto la película de Billy Wilder, sobre todo, si de eso hace mucho tiempo, les parecerá que nada ha cambiado en esta historia. A saber, un proceso judicial en el que se juzga a un hombre atractivo sin oficio ni beneficio conocidos, necesitado de ingresos, al que se le acusa de matar a una anciana adinerada. ¿Lo hizo él o quién lo hizo?
No se debe desvelar el final, como pedían los anuncios de la película cuando se estrenó en su época. Y es cierto que sería un espóiler imperdonable, pues la gracia de los textos de Agatha Christie reside en esos finales sorpresa en las que todo encaja. Típicas historias de whodunit?, es decir, ¿quiénlohizo?, en el que al final se descubre a la persona homicida gracias a una lógica aplastante que rara vez se da en la realidad, pero que reconforta.

Añádansele unas gotitas de humor por aquí y por allí. Unos actores eficientes, que si es necesario doblan personajes. Un cabeza de cartel, es decir, un actor o actriz celebre y querido por el público, como es Fernando Guillén Cuervo. Una mínima escenografía, muy pragmática. Que le permite situar los espacios en los que sucede la acción mediante proyecciones de dibujos de carboncillo en blanco y negro parecidos a los que se hacen en los juicios. Un poquito de música, et voilá, se tiene un éxito de público, y es que la venta de entradas va muy bien y seguramente girará por la geografía nacional o acabará en un teatro privado.
Un éxito que, sin embargo, no se acompaña de reconocimiento artístico. En el sentido de que las críticas no le están acompañando. Quizás porque no hay una lectura específica por parte del equipo, una que individualizase esta producción frente a otras, que abriese nuevas perspectivas sobre la obra en relación con lo que tiene que contar sobre el mundo actual.
La impresión desde la butaca es que lo único que se pretende es reproducir la película superficialmente, en la medida de lo posible y con los medios a su alcance. Eso, junto con la forma de decir el texto, le dan un aire antiguo a todo el montaje. Aunque se usen medios tecnológicos actuales, como las proyecciones citadas y por todo atrezzo se recurra a unas banquetas de las que, al mejor estilo contemporáneo, se sacan distintos pertrechos cada vez que se necesitan.
Una producción que se podría considerar puro entretenimiento masivo, sin más, para públicos que buscan justo eso. Nada de problemas, ni malos rollos, y, menos, irse a la cena o a casa con preguntas incómodas sobre las propias convicciones o sobre sus conocimientos. No vaya a ser que tenga que enmendallos, cuando lo que hay que hacer es mantenellos.

Entonces llega la crítica y el periodismo cultural que no pueden por menos dejar de plantear si es función del teatro público tan solo entretener. Si esa función no está suficientemente cubierta por el teatro privado, donde el espectador ya puede encontrar una gran oferta de entretenimiento. De hecho, entretenimiento, mejor o peor hecho, con cabezas de cartel o sin ellas, es lo que se suele encontrar con más frecuencia en las carteleras teatrales.
Si de alguna manera, los teatros públicos no deberían fomentar y tender a la excelencia artística, asumir esos riesgos que lo privado no puede asumir, para que el respetable aprendiese a que no le diesen gato entretenido por liebre artística. O que cuando se lo diesen, supiese reconocerlo y no confundir el culo con las temporas.
Lo que no le impediría a la audiencia seguir viendo culos o mirarlos cuando le apetezca y todo el tiempo que quiera, que el público es libre y soberano. Pero sí saber, que por muy bonitos o atractivos que le parezcan, nada tienen de artístico ni de bellos. Lo fueran de natural o fuesen la consecuencia de la acción de un o una especialista en cirugía plástica usando las tecnologías o técnicas más modernas.