Cuernos y castigos

Cuernos y castigos

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Lo peor de los cuernos no son los cuernos en sí, sino los cuchicheos y las burlitas de los amigos. Así había sido siempre, hasta ayer mismo, pero todo tiene su fin y ya hoy se cierne sobre Europa un grande y negro nubarrón de racionalidad: el Consejo de Ministros alemán acaba de aprobar un proyecto de ley según el cual las infidelidades comenzarían a estar perseguidas, además de por los habituales cónyuges egoístas e imaginativos, por todo el aparato judicial del Estado. En Alemania los cuernos dejarán de considerarse como mera ornamentación y divertimento, para convertirse también en despiadadas pruebas materiales ante los tribunales de justicia de todo el país.

Si se tratara del Consejo de Ministros portugués, griego o búlgaro, aquí no habría casi de qué preocuparse. Pero en estos tiempos en que todo lo que sale de Alemania pronto acaba convirtiéndose en moda y ley continental, un terrible fantasma de suspiros y espantos recorre Europa. En Italia, país de hombres galantes y mujeres apasionadas (tres cuartos de lo mismo que en España y demás países bendecidos por el Mediterráneo y su rica cultura), ya se habla de salir y romper entonces con la Unión Europea. Lo que no consiguió la banca alemana, ni los populismos nacionalistas, ahora puede que lo acabe consiguiendo este atrabiliario ataque a nuestras costumbres y donosas maneras, a nuestra generosidad del alma a la hora de resolver nuestros más íntimos y murmurados conflictos emocionales.

Por lo pronto los alemanes levantan la veda castigando donde ellos siempre creen que más duele: en el bolsillo de los cornamentadores. El padre que mediante la prueba fatídica del ADN descubra que aquel a quien creía su hijo biológico en realidad no lo era, podrá entonces reclamar, alegando "daños patrimoniales", una muy jugosa y resabiada indemnización monetaria. El sueño de la razón produce monstruos: hasta el último pañal y biberón que haya pagado de su cartera en todos esos años de impagable amor paterno-filial, tendrá derecho a cobrarse con intereses el cornudo cruel, según la nueva legislación germana.

Pero lo bueno del cuento viene ahora, el toque propiamente alemán del asunto: se supone que el cornudo, en cuanto que cornudo, y tambaleándose bajo el peso de su desconcierto y sus grandes cuernos, ha de ir a reclamarle la indemnización monetaria ¿a quién?: ¡al padre biológico del niño!... No, de verdad que con esta gente no se puede... ¿Conque ir a pedirle dinero al que resulte ser el burlador del hogar y padre biológico del niño...? ¡Hombre, por Dios, un poquito de amor propio y dignidad! ¡No más eso faltaría!

Lo mejor que la especie humana ha forjado a través de los siglos (el amor, la amistad, la familia, la confianza, el divino olvido), que ahora no venga y lo destruya las nuevas leyes alemanes.

De seguir por ese derrotero, en los libros de historia del próximo milenio, cuando se estudie la causa última de la caída de Occidente, se concluirá que todo se debió a la no prohibición de las perversas pruebas de ADN para determinar paternidades. Eso es mejor no menearlo. Llevamos varios milenios sin esas pruebas de veras tan inhumanas y, mal que bien, aquí estamos, aporreados pero sacando nuestra civilización adelante. Porque lo que quizás los miembros del Consejo de Ministros alemán no entiendan es que los cuernos, a pesar de su leyenda negra, en el fondo son uno de los pilares fundamentales de la familia, y, por tanto, de la sociedad.

Ni la inmortalidad ni las certezas están hechas para el hombre. Nosotros nos movemos bien en la incertidumbre, y es en los espacios para la duda, entre las sombras de lo que quizás es o quizás no, en donde en realidad definimos nuestros mejores valores humanos. De todas maneras no hay niño tan distinto a su padre que no se le pueda alegar un parecido circunstancial a algún abuelo muerto hace mucho tiempo. En el peor de los casos, al niño se le pueden atribuir parecidos poéticos al padre: que si sacó su sonrisa, que si su mirada, que si la manera de rascarse la cabeza ("¡Es que es idéntico!").

Pero la mayoría de veces esas componendas ni siquiera hacen falta. El papá es el papá y punto. Es más, en un lugar del Caribe, de cuyo nombre no quiero acordarme, sé de un hombre que tiene cuatro amigos y cuatro hijos. Y a cada uno de sus amigos los ha nombrado padrino de alguno de sus hijos, en función ¿de qué?: en función del parecido físico del amigo con el niño que corresponda. Y están todos felices, y son compadres, y juegan al dominó, y van a bailar, y ven el béisbol juntos, y todos los sábados por la mañana se reúnen a tomarse sus cervecitas heladas... Humanidad. Fraternidad. Civilización.

Lo mejor que la especie humana ha forjado a través de los siglos (el amor, la amistad, la familia, la confianza, el divino olvido), que ahora no venga y lo destruya las nuevas leyes alemanes. Esa gente del Norte definitivamente es muy rara. Así como de algunas personas se dice que son tan bellas que si lo fueran un poquito más, ya serían feas, de igual modo los alemanes, con esta nueva vuelta de tuerca de sofisticación y racionalidad, ahora pueden acabar convirtiéndose en los más bárbaros de todo el orbe.

Hasta hoy lo peor de los cuernos siempre había sido los cuchicheos y las burlitas de los amigos. No es un trago fácil, pero nadie se muere de eso. Además que "hoy por ti, mañana por mí": el cornudo de una casa, es el cornamentador de otra, y es así como se equilibran las fuerzas del Universo. Sin embargo, qué era glacial tan triste esa en que al cornamentador se le pueda demandar judicialmente, o aquella en que el cornudo interponga una demanda, la gane, y tenga entonces que ir con una factura en la mano a tocar a la puerta de su muy humano verdugo, quizás un querido amigo, un hermano rebelde, un compadre poeta y guitarrista.

Eso de verdad que es mejor no menearlo. Todos cornudos pero contentos.