Pola
PolaCarlos Alejándrez 'Otto'

…toda la gracia caballar andando puede fulgir esplendorosamente

(César Vallejo)

No era tan mala la yegua que le querían colocar los gitanos. Laureano tenía buen ojo y supo ver las cualidades que el animal mostraría en cuanto se le curasen las mataduras y comiera algo más que paja seca.

-Ahí es nada lo que te llevas, primo. Que esta corrió el Derby en el hipódromo de Aranjuez.

-¿En dónde de Aranjuez dices que corrió?

-El hipódromo, payo. Un sitio donde los caballos dan vueltas.

Laureano terminó de contar los billetes y le entregó lo acordado al tratante.

-¡Ah, coño! Tú dices el tiovivo…

-No te cachondees, primo, que este yegua es de mucha clase -insistía el gitano- Flying Star la llamaban los de las carreras. La estrella que vuela, me dijo el duque. Ahí es ná.

-¿Flaitar? Eso no es un nombre, sino un galimatías. A mí, en cristiano. Si la mula es la Parda, esta será la Rubia y sanseacabó.

Aquella misma tarde, le entregó la yegua a Justo, su hijo, del que decía, en cuanto se tomaba un par de vasos de más, que el nombre que le puso su bendita Hipólita, que era un ángel y con los ángeles se había ido dejándole solo, le iba que ni pintado. Muchos pesquis no hacían falta para moler el grano, y hasta en eso se le atascaba el zagal. Ni para estar escondido valía. En cualquier caso, suya era la montura si sabía apañarla; pero más le valía no despistarse, que, si no veía provecho, recuperaría lo pagado en el matadero de Talavera.

-Y que acabe de cebo en los reteles, que a mí me importa menos que un gorgojo.

Pero Justo se esmeró en los cuidados: salía de noche llevando al animal del bocado, con suavidad y caricias, para que aprovechara la poca grama de los prados resecos sin que el paseo le quitara tiempo de labor en las contadas fanegas de la familia o en el purgatorio estruendoso de la piedra de moler. Algarrobas y vainas de guisantes llenaban el pesebre; yodo y cataplasmas cicatrizaban las heridas. En un par de meses, el animal había recuperado el porte que, quizás, tuvo en el pasado, el brillo del pelaje y el paso sereno y capaz.

Justo se decidió a montarla una tarde de marzo, inesperadamente cálida y cargada de brillos de bronce. Temía la reacción de la yegua al sentir su peso encima, y no tenía muy claro si se encabritaría o se derrumbaría, si es que su mejora no era más que maquillaje y sus huesos ya no podían soportar la carga.

-Aguanta bonita, que, si no, te vas directa al gancho.

La yegua recibió el golpe de carne en sus costillas sin mostrar sufrimiento alguno; por el contrario, el leve bufido y el repente de sus patas le parecieron a Justo una respuesta llegada desde la memoria del bruto, que reconocía en aquel peso sus mejores momentos, aquellos en que hacía lo que sabía. Arrancó al paso con la cabeza alta, armoniosa, distendida. Justo desconocía la sensación del movimiento elegante y efectivo que la yegua efectuaba para él. Aguijó levemente hasta ponerse al trote; los cascos resonaban rítmicamente; podía sentir la ligereza y la contundencia con que avanzaba por el sendero; a su rostro llegó la brisa fresca que le hizo sonreír. Algo en aquella danza le obligaba a mantenerse erguido, orgulloso y fuerte.

No quiso aflojar el ramal en aquella primera ocasión; de sobra sabía que la yegua respondería a la perfección cuando el toque repetido con los talones le pidiera velocidad. Llegó a su casa atravesado por una sonrisa plena que se iniciaba en los labios y se extendía hasta la espalda y hasta las puntas de los dedos. El molino, desde la altura de la cruz, le parecía un juguete dorado por el poniente, el decorado de una de las películas que, una vez al mes, proyectaban contra la tapia del cementerio, oscurecidas por aquellos agujeros, viruela de las que todos sabían y nadie hablaba.

-¿Anda bien el animal? Porque mucho has tardado para venir montando.

-Coño, padre, tiene el paso más bonito que jamás vi. Y es dócil y obediente. Nada que ver con la pobre de la mula, que bastante hace por nosotros, pero ...

-No te emociones, que esta tiene que cargar como la otra-respondió el padre mientras picaba en el lebrillo el pan para el ajocano -anda, ve encerrando las bestias y cuéntame los sacos de hoy, que no me cuadran los números.

Después de cenar, mientras el padre liaba un pitillo y Justo aprovechaba la penumbra para escamotear un puñadito de picadura y un par de papeles, este comentó que ya había encontrado nombre para la yegua: se llamaría Pola.

-¿Pola? -refunfuñó Laureano- ¿Le has puesto a un animal el nombre de tu santa madre?

-No, qué va -mintió a medias Justo- es por una actriz muy guapa que vi en una revista de figurines que me enseñó el Raúl.

Laureano se desesperaba cuando veía a Justo acarrear sobre su espalda los haces de leña o las balas de paja que, en buena ley, debería llevar Pola, y pensaba que lo que faltaba para que tomaran a su hijo por tonto de remate en el pueblo es que lo vieran deslomándose mientras la yegua paseaba a su lado tan pancha.

El chaval apenas se apartaba de Pola; en ocasiones, Justo creía verlos agazapados tras los arbustos, o lejos, casi en el horizonte, entre los alcornoques; creía, incluso, distinguir los mosquetones cruzados sobre el pecho. En esos casos, cogía a Pola por la brida, se escondía con ella y la acariciaba y le susurraba para que no se le ocurriera relinchar. Por nada iba a consentir que se la quitaran los del monte. Y para qué. Qué iban a hacer aquellos fantasmas con un animal tan hermoso.

Si, llegado el caso, la pareja de civiles le preguntaba si había visto algo sospechoso, Justo negaba fingiendo la estupidez que todos le suponían. Mejor que los tricornios no supieran por donde andaba la partida, no los fueran a echar de su redil y les diera por acercarse a los caminos.

-Tú, Justito, si ves algo que te escame -le decía el cabo- corriendo a decírmelo. Que no me tenga yo que molestar en preguntarte.

-Usted tranquilo, su señoría, que si veo una golondrina torcida yo se lo hago saber.

Al molinero lo traía a mal traer Rosa, la hija del peón caminero, que ya no era la niña patizamba y sucia que jugaba con la arena a la puerta de la caseta. Mucho había crecido y bien se le podía llamar “moza” con propiedad; tanto, que ya llegaba a montar la bicicleta que por años se había corroído tirada a un lado del corral. Y su padre, otro que tal, se la había arreglado para que la niña subiera y bajara por la carretera con las faldas subidas y la blusa transparente a causa del sudor.

-Mucho tapar baches el peón, pero la niña le va a hacer uno en medio de la casa que no lo va a ocultar ni con el Risco Grande.

Y Rosa, desde que viera a Justo en el juego del gallo, en el que los jinetes debían decapitar, con la mano y desde sus monturas al galope, al ave colgada por las patas, no le quitaba el ojo de encima, arrobada por la hombría con que el chaval se había levantado del suelo tras resbalar su montura en la sangre acumulada bajo el portón (de poco servía la arena dispuesta para empapar el macabro riego después de seis o siete animales descabezados a tirones) y, sin hacer caso de los moratones que intuía en su cuerpo, se preocupó tan solo de que la yegua no hubiera sufrido daño.

Y lo que realmente sacaba de sus casillas a Laureano es que la Rosa aprovechaba la bici para colocarse siempre cerca de Justo: si en el campo, en el campo; si en el molino, cien veces se presentaba con cien recados distintos; si Justo estaba en casa, entonces parecía que no había otro sitio en el mundo para hacer cabriolas que el senderillo que partía de la misma. Y Justo tardaba nada en apañar a Pola y seguir a Rosa, así quedaran sacos por moler o se pudrieran los tomates contra las estacas del huertecillo.

-Niño, que no quiero tenerla contigo, pero si me buscas, ten por seguro que me vas a encontrar. Aquí se está por la labor, y si la labor se acaba, pues se pasea. Si no, pues no. Además, que no me gusta la zagala esa; siempre en la bicicleta o arreglándose las trenzas. ¿Acaso la has visto apañando la comida, lavando la ropa o ayudando a sus padres en lo que dispongan? A una así no la quiero yo en el molino, que tan críos no sois ya.

Justo intentaba obedecer a su padre, y se afanaba en cumplir con todo lo que le ordenaba, pero poco a poco, los pechos enhiestos de la Rosa, su piel brillante, la malicia divertida de sus ojos y el tranco elegante y ligero de Pola lo sustraían del mundo y lo llevaban a las orillas del Gévalo o a la sombra de las peñas, donde descubría que otro cuerpo es cuanto necesita un cuerpo para ser feliz.

Laureano, viendo que sus avisos no surtían efecto, decidió intervenir. Como por ensalmo, el trabajo de Justo se multiplicó; tantas fueron las cargas que este tuvo que claudicar y ceder la grupa de Pola a los sacos y los haces. También sin explicación, los senderos se llenaron de tachuelas y clavos torcidos que reventaron por dos veces las ruedas de la bicicleta de Rosa. El peón caminero maldecía en la taberna a los niñatos que no sabían jugar más que a hacer daño, y;Laureano le daba la razón y recetaba jarabe de palo para todos, también para el maestro, que, en lugar de desasnarlos, como era su obligación, los dejaba demasiado sueltos. Todos reían la gracia y el maestro pagaba su vino y se marchaba con la discreción a cuestas.

La tarde en que la riada se desbordó por el Gévalo, Justo escuchó la tormenta, pero estaba demasiado lejos para suponer que el agua se desataría a todo lo largo del regato; por poco no los arrastró a Pola y a él, pero no se evitó el placer nervioso y demoniaco de cabalgar unos metros la par que la crecida. De repente, el Gévalo, apenas una anguila de agua, se hizo adulto, turbio, violento y ensordecedor. Cuando el fragor le obligó a apartarse, se irguió sobre la grupa y gritó hasta la ronquera, para que lo llevase la catarata, el nombre de Rosa.

Cuando la siega hizo de Justo un acarreador de haces, Laureano le encomendó a un tiempo a la Pola y la mula para el transporte.

-Ándate con ojo, que se dice que andan de huida los del monte y asaltan a los despistados, si es que no los apiolan antes.

-Tranquilo, padre, que sé cuidarme y con Pola a mi lado, nadie me pilla.

Nadie salvo Rosa, que lo esperaba a unos metros del puente, donde las chaparras se espesaban hasta permitir a quien se refugiara en ellas desaparecer por completo.

-Ya pensé que no vendrías hoy. Media mañana llevo oteando a ver si te veo.

-De casualidad estoy aquí, que mi padre quería que fuera hoy a la finca del parral, pero a última hora me ha mandado a apacentar la yunta ¿Y tu bicicleta?

-En casa y sin ruedas, que ahora no hay dinero para parches. Muy gracioso ha sido tu padre con los clavos.

-Él no, mujer. Ni por broma digas eso. No sería capaz.

Y Justo sabía que ella sabía que mentía, pero de pocas cosas disfrutaba tanto como de aquellos reproches de juguete que daban paso a los primeros besos.

Del paraíso de tierra polvorienta, ramas espinosas y lenguas húmedas sacó a Justo el relincho asustado de Pola, al que se sobreponía una voz que la insultaba y le mandaba estarse quieta. Justo se zafó de los brazos infinitos de Rosa y salió del chaparral justo a tiempo para ver como un hombre montaba la yegua y emprendía el camino de la dehesa.

-¡Me cago en tus muertos, cabrón!

Sin pensarlo, se subió a la grupa de la Parda y la arreó con la mano. El ladrón era un negado para montar; además, Justo podía verlo, su brazo izquierdo estaba vendado y le era prácticamente inútil, así que sus esfuerzos por mantenerse sobre la yegua refrenaban a esta más que permitirle avanzar. La distancia entre ambos se reducía.

-¡Vamos, Parda, y qué buena eres tú también!

Cuando Justo supo que el maquis no llegaría al rebolledo, que mucho antes lo tendría al alcance de la vara y que lo desmontaría con un par de varetazos dirigidos al brazo atrofiado, frenó en seco a la mula y dejó que aquel desgraciado se perdiera con su yegua en la espesura, trenzada de caminos como culebras.

Acarició a la Parda y casi le susurró en la oreja :

-Me deslomará mi padre, pero aquí nos quedamos. No te ofendas, bonita, pero prefiero perder a Pola antes de aceptar que la alcanzó una mula, aunque no fuera culpa suya.  

A CUENTO DE QUÉ

Si ya en los dos veranos anteriores les brindé una sombrilla de cuentos (no todos refrescantes), reincido en este con la confianza de que alguno mitigará la soledad de la tumbona.

Para ustedes he convocado a magos provincianos, pobres de pedir, una yegua imbatible, una hábil timadora, una cajera despistada, una baraja de fotos escandalosas…

En todos ellos intenté convocar a las Musas, pero estas habían cambiado sus vacaciones para ir a votar.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”