Putas

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La negación de la violencia de género o el retorno al conservadurismo en los roles femeninos, acaban con la autonomía de las mujeres hasta anularlas.

Concentración convocada por el Sindicato de Estudiantes.Rodrigo JimenezEFE

Los derechos de las mujeres y las niñas son Derechos Humanos. Que esta frase la tengamos como habitual, es muy grave. Lo es porque es escandaloso que, tras años de avances en materia de igualdad, hoy, en el año 2022, necesitemos reivindicar garantías para el derecho a la vida, a no sufrir discriminación ni violencia, a la libertad y seguridad personal, a la libre expresión, a la vida política y pública o a la igualdad de oportunidades laborales y económicas… de todas las mujeres y niñas en el mundo.

Bajo la premisa básica de que si la mitad de la población no tiene garantizados sus derechos fundamentales no estaremos en condiciones de garantizar la seguridad, la paz o el desarrollo sostenible en cualquier lugar del planeta, recordemos que es un hecho que las sociedades más igualitarias son las que más progresan.

Si hubo algún progreso en la reducción de la desigualdad, todo ello se ha visto menoscabado por factores como las guerras y los conflictos, las profundas desigualdades interseccionales o los efectos sociales, económicos y políticos de la pandemia del covid (que ha golpeado a las mujeres de las formas más brutales como lo son la violencia de género o la falta de igualdad de oportunidades económicas). Superar este retroceso es un imperativo, para avanzar en las transformaciones que necesita una sociedad de progreso.

Pero, además, el impacto de la invasión de Ucrania en los precios de los alimentos y de la energía, especialmente en los países en desarrollo, ha venido a intensificar esa vulnerabilidad, derivando en problemas de acceso a la educación, a la asistencia sanitaria, al acceso al empleo o en la violencia armada y sexual que se genera específicamente sobre ellas. Es una terrible realidad como esta violencia se convierte en una de las principales amenazas hacia los derechos y las libertades de las mujeres en situaciones de conflictos armados y post conflictos, con el agravante del deterioro de la salud sexual y reproductiva o el impacto en la economía informal y, por ende, en su seguridad, su protección social y el aumento del riesgo de caer en la pobreza.

Y todo ello, alimentado con la intensificación de los efectos del cambio climático.

El panorama no se queda aquí, porque si las consecuencias de la pandemia y de la guerra en Ucrania están incidiendo de manera nociva en las mujeres y las niñas, el debilitamiento de algunos sistemas democráticos y la influencia de los movimientos de ultraderecha son otra pandemia más para todo intento de avanzar en su empoderamiento y defensa de sus derechos.

Y nada de esto es una visión apocalíptica de la actualidad, hablamos de una realidad que nos muestra a diario todo el trabajo que tenemos por hacer en este sentido:

La lucha de las mujeres afganas y las iraníes para hacer valer sus más elementales derechos nos indigna. Su valentía para hacer frente al fundamentalismo es elogiada en todo el planeta, pero con la admiración de la comunidad internacional no acabaremos con la arbitrariedad y la injusticia de regímenes fundamentalistas y misóginos que perpetúan crímenes cada día contra las mujeres y las niñas.

Efectivamente Afganistán e Irán están siendo una voz de alerta a nivel mundial, pero no olvidemos que las zonas de conflicto, el fundamentalismo religioso, o los sistemas democráticos débiles son caldo de cultivo para la discriminación de las mujeres en otros muchos países del mundo.

Y decía antes que la influencia de la extrema derecha es otra pandemia a la que se enfrentan las mujeres. La negación de la violencia de género o el retorno al conservadurismo en los roles femeninos, acaban con la autonomía de las mujeres hasta anularlas; especialmente con los derechos sexuales y reproductivos, laborales o de participación.

Tiempo muy reciente nos muestra el peligro de la propagación de sus efectos: Primero fue Turquía con su retirada del convenio de Estambul, pero también Hungría, Polonia o la revocación del derecho al aborto en Estados Unidos son ejemplos del modelo de políticas para las mujeres que propugna la ultraderecha.

En este caso, las señales también las tenemos aquí, en lo doméstico: gobiernos autonómicos que han abierto sus puertas a la extrema derecha, son el espejo de como los derechos y libertades de las mujeres son usados como moneda de cambio, siempre para su debilitamiento. Y es muy importante poner el foco en ello y en su gravedad, porque tratar “a la gallega” sus efectos acaba por normalizar comportamientos que son la expresión de la cultura del maltrato.

Los insultos y agresiones verbales que energúmenos universitarios dedicaban hace unos días a sus compañeras en un colegio mayor madrileño son un baño de realidad. No se trata de un hecho aislado, puesto que, incluso ellas han apelado a la tradición para justificar a sus varones —por cierto, es destacable que esto se produzca en un espacio gestionado por la iglesia y cómo dentro de sus valores morales está hacer pelillos a la mar con una tradición que es pura apología de la violación—.

Quiero creer que somos más quienes nos revolvemos, quienes nos preocupamos porque nuestras sociedades no se anestesien ante la cultura del maltrato a las mujeres, pero también somos más quienes tenemos la responsabilidad de frenar el pábulo y negar la voz de quienes defienden y alientan el rol sumiso de todas nosotras, de quienes poco a poco siembran las semillas de una futura República de Gilead en la que todas nos enternezcamos cuando nos llamen putas.

No son hechos aislados, son las partes de un todo por el que necesitamos reivindicar que los derechos de las mujeres y las niñas son Derechos Humanos.