Traductor, traidor

Traductor, traidor

Un solo lector, en cualquier idioma, incluso en el propio, basta.

Carlos Alejándrez 'Otto'

Se malicia en los mentideros de esta Villa y Corte por la que deambulan lindos, boquirrubios y pisaverdes (léase componiendo el gesto guasón de Tierno Galván y con la voz un poco tomada por el Machaquito), que el Instituto Cervantes anda componiendo un mapa de las traducciones de nuestras obras literarias por el mundo, y que los primeros croquis están saliendo un tanto macilentos y desdibujados. Vamos, que, de un tiempo a esta parte, a los escritores en español no se les traduce mucho y, además, lo poco versionado no parece levantar el polvo de los senderos que llevan a las librerías. 

La lista de los más traducidos, según el avance que la prensa facilita, deja alguna que otra sorpresa. Por supuesto, preside la misma Miguel de Cervantes, que, si con toda su miseria a cuestas quizás llegó a entrever la gloria a la que estaba destinado, no creo que fuera capaz de imaginar que la novela que escribió medio en broma medio en sueños sería considerada por un aristócrata ruso, tres siglos después, como una de las pocas obras capaces de justificar ante Dios la permanencia del hombre. Ni que otro ruso, blanco y genial, despotricaría contra ella por las universidades de medio mundo; o que un norteamericano, sublime, alcohólico y mal jinete, la leería una vez al año durante toda su vida, consciente de que guarda el secreto de cuanto pueda ser escrito. Pero seguro que estaría de acuerdo con el romántico inglés nadador de estrechos  que afirmó que el Quijote es el libro más triste del mundo, y que lo más triste de todo es que nos hace reír.

El puesto de honor que ocupa García Lorca en la nómina, no solo como grandísimo poeta sino como símbolo y prueba de la abyección a la que puede llegar la barbarie uniformada, yo lo habría cambiado con gusto (y él también, claro) por tiempo para haber desarrollado aquella obra cambiante como un caleidoscopio, furiosa como el cierzo y profunda como los viejos amontillados; una obra que fue cercenada cuando ya era irrepetible pero que hubiera crecido hasta lo inhumano si los cobardes lo hubieran permitido. Quizás no sería una leyenda hoy; quizás lo hubiéramos olvidado, como a otros grandes. Pero, ay,  el temblor que hubiéramos sentido al abrir por primera vez el libro de poemas que no conocíamos…

Borges y Cortázar están por encima de García Márquez en la clasificación, que es, les recuerdo, mero recuento de ediciones acumuladas, por lo que solo puedo alegrarme al constatar que el maestro de todos los maestros, el ciego que es la Literatura, permanece vigente.

Lo curioso es que entre Cortázar y Borges está José María Escrivá de Balaguer. Nada ha de extrañarnos si tenemos en cuenta que el nicho de mercado del santo de AliExpress son las familias numerosísimas de numerarios. Pero no me negarán que en ese bocadillo el pan (como unas hostias) está en medio.

El madrileño Calderón de la Barca tiene plaza en el decálogo. Quienes saben de esto (cualquiera antes que yo) me dicen que en sus dramas duros e injustos está cifrada la tragedia que quizás nunca tuvimos (me refiero a los teatros, que de las otras andamos sobrados), y que sus versos oscuros y acerados fueron la inspiración de muchos románticos. Keats y Shelley no viajaban sin sus dramas en la valija. Y está documentado que sus representaciones en los grandes teatros de Europa tuvieron más éxito que El Rey León.

Contaba Juan Goytisolo, ya entregado a los castillos de arena de Marrakech,  que se sorprendió al descubrir que era el autor español más traducido al francés después del manco. No tardó en comprender que su trabajo en la editorial Gallimard de París le facilitó tal honor.

En cualquier caso, listas, premios, honores y récords son los enemigos naturales de la literatura. También los patriotismos; tan solo el borde de una página es una frontera aceptable, siempre y cuando permita pasar a otro territorio sin visados ni condiciones.

Y siempre que el viaje sea un secreto compartido tan solo con el terreno que recorro con la vista.

Un solo lector, en cualquier idioma, incluso en el propio, basta.

Mi gloria solo aspira a un Halley de chispas: quiero ser traducido al barallete, aquella germanía en que se manejaban antaño los afiladores de Orense mientras, sobre el gastado hule, distribuían los naipes con sus dedos imantados.