Mil viajes a Itaca

Mil viajes a Itaca

Es obvio que esta isla atrae sin conocerla; por su nombre legendario como ningún otro, por su pasado fantaseado en cuentos y poemas que no dejamos de imaginar o releer. Pero además es que su forma de huella de gigante torpe, o de paramecio demacrado, según la mires, abre el apetito de la fantasía.

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Fotografía: Mil viajes, de MAYTE PIERA.

Tengo una relación sentimental con Itaca un tanto complicada; amores y desafectos, ternuras y resentimientos que se alternan como un hilván de hilo brillante para aparecer y desaparecer de tanto en cuando. Supongo que al conocerla desde hace tiempo, como en todos los idilios, hay momentos de euforia y de bajón. Una música oída muchas veces genera la rutina de la sucesión esperada de notas que no te deja disfrutar de la melodía como la primera vez.

Es obvio que esta isla atrae sin conocerla; por su nombre legendario como ningún otro, por su pasado fantaseado en cuentos y poemas que no dejamos de imaginar o releer. Pero además es que su forma de huella de gigante torpe, o de paramecio demacrado, según la mires, abre el apetito de la fantasía. Saber lo que existe al fondo de una enorme bahía oculta por los requiebros de la tierra excita a cualquier navegante. Y lo que encuentras, cuando lo descubres, merece las penas de mil viajes.

Pero si hay algo que me gustaba de la Itaca que hace tiempo conocí era su concierto vespertino. La armonía polifónica era digna de oírse; entonado con solo dos notas y otras dos silabas, comenzaba en un punto lejano y se iba extendiendo por toda la ladera hasta llegar al puerto. Un lamento de His y Hos desacompasados, con contrapunto, entremezclados con algún staccato de hi-hi-hi que acababa en un pianísimo para resurgir otra vez en otra esquina de la gran bahía de Vathi. Llegaba el culmen final enloquecedor, cuando el estruendo de burros se hacía casi imposible, para caer en el silencio que daba paso a la noche.

Me encantaba ese canto gregoriano de asnos rebeldes itacenses. En concreto, había uno al que ataban donde acababa el pueblo, cercano a una zapatería de pantuflas de cuadros, que gritaba como ninguno. A veces me atreví a acariciarle, y él, con los ojos bizcos, rebuscaba entre mis bolsas, si las llevaba, y se quedaba quieto y paciente mientras que yo le decía unas palabras amables, aunque eran puros monólogos. Con el tiempo, la orquesta fue menguando, y sólo quedaba algún solista. El de la zapatería se esfumó y, en su lugar, apareció una moto. Y yo, no sé muy bien por qué, no me alcanza la empatía de ponerme a hablar con una moto, pero pasé de largo. Algo se rompió en mi corazón cuando la llegada a Vathi nunca volvió a ser acompañada de esa actuación musicovocal entrañable. La verdad es que en verano ya no se distinguirían bien los borricos cantores de los insultos políglotas de los patrones de los barcos de recreo que amarran en el puerto, mientras el viento feroz del ocaso entorpece sus maniobras. Qué cantidad de bestiadas puedes llegar a oír en todos los idiomas en una tarde estival. Pero, ves, no me siento motivada a hablar con estos, pero si con los otros; es curioso.

La segunda cosa que no tardaron en cerrar fue la discoteca. No es que yo sea bailonga y por eso me lamento, pero es que ésta me gustaba, porque se llamaba como solo se puede llamar un tugurio de cortinas de terciopelo rojo: "El pulpo". Tenía una bola redonda de espejitos que giraba, como gira el mundo, como girábamos nosotros, desbocados, dislocados, desmelenados, con bebidas y dientes fluorescentes, en un sitio donde nadie podía reconocerte. Bueno, con el tiempo esto último dejo de ser verdad, y cuando aparecía acompañada de amigos fascinados con la bola y los chupitos de fósforo que servían en la barra, los chavales del pueblo se frotaban las manos y acudían en tropel ante la expectativa de un intercambio cultural con extranjeros/as. Un día ya no estaba; estaban construyendo un supermercado en su lugar. Está claro que no iban a estar esperándonos todo el año mirando la bola, pero sentí una punzada de dolor al distinguir los espejuelos desmembrados en un contenedor de desescombro.

He desarrollado una especie de alergia al cambio de los sitios donde me sentí a gusto alguna vez, una hipersensibilidad a que la modernidad y el turismo lleguen como una plaga exterminadora y arrasen con todo; e intento desafectarme de los lugares amados antes de que esto ocurra. A veces creo que me paso de profilaxis, pero es que no me gusta sufrir. A Itaca, por suerte, he tenido que volver mil veces por motivos de trabajo, y la verdad es que los amigos y conocidos que vas haciendo con el transcurso de los años te hacen ver las cosas de diferente forma, te agarran con lazos y te dicen que te dejes de hipocondrías y que no te alejes demasiado. Pero fundamentalmente sabía que si quería reconciliarme con ella tendría que venir fuera de temporada; bien acabado el verano; en otoño, en esa época en que todo comienza su letargo pero aún no ha alcanzado el sueño invernal.

Había encontrado una antigua fotografía de la entrada al puerto de Vathi en la que se veía a un hombre llegando al puerto en un pequeño velero con los brazos abiertos y la emoción de la ansiada arribada en su cara. La instantánea, ya amarillenta, era de los años 50, y llamó mi atención por varios motivos. Primero, porque era un griego que había cruzado el Atlántico norte a vela en una pequeña embarcación de ocho metros sin motor, lo que era un hito desconocido para mí, pero fundamentalmente porque el paisaje que aparecía tras sus brazos era exactamente igual al que yo contemplaba en el presente; las mismas montañas vacías. Sorprendente. Y yo una exagerada fatalista. El caso es que el épico viaje está relatado en un libro escrito por el mismo navegante, Sabbas Yeorgiu, y encabezado por la siguiente frase:

"...tú que tienes la amabilidad y la paciencia de leer este libro, vete al mar, si no lo has hecho todavía. Te redimirás. Entre el cielo y el mar tu mente se depurará y te sentirás libre. Vete..."

Desgraciadamente, solo se hizo una edición limitada, y el libro es por el momento difícil de conseguir. Pero el dueño de la tienda donde encontré la fotografía desencadenante de mi curiosidad me dijo que si le daba tiempo me lo fotocopiaría. Tiempo. Desde entonces, cada vez que paso por Itaca me asomo a su establecimiento con la ilusión de que el tiempo haya sido suficiente. Pero esto es Grecia y, como tal cualquier espera, requiere de mucho estoicismo. Pasaron los meses con una letanía de:

- Lo siento, no he tenido un minuto. - Dijo.

- Vale- Dije.

- Mañana me pongo.-Dijo

- Estupendo.-Dije.

- ¿Podrías venir la semana que viene? -Dijo

- Sí, claro.- Dije

- Cuando acabe agosto lo tengo fijo.- Dijo

- Mira, en octubre, antes de volver a España, cuando ya estés más libre, me pasaré por aquí y, si quieres lo fotocopio yo misma.- Respondí ya como un ultimátum.

- Una idea excelente. En octubre.- Dijo.

Y volví en octubre, pero estaba de vacaciones en Patrás. Esta vez no dijo nada, pero me prometió por teléfono y por no sé cuántas cosas y ascendientes suyos, que me lo enviaba por correo. Todavía miro el buzón con inocencia.

De todas formas, los días pasados en octubre en la isla, mientras localizaba a Mr Tiempo infinito, dejaron en mí la ternura de un amor recuperado. Al acabar el verano es como si recogieran el escenario de un teatrillo callejero o las sillas de una procesión y todos regresaran a sus quehaceres comunes. Los aperitivos al sol, los cafés repletos durante los partidos, las salidas a pescar y las tertulias de plaza. Parecía increíble que unos días atrás solo hubiera navegantes rugidores de polos coloridos. Me senté a contemplar el sol sobre el agua inquieta, y abrí los brazos emulando al individuo de la fotografía. Idéntica isla, idéntico paisaje al que vio ese hombre hace 65 años. Todo permanecía en su sitio.

Itaca.

Letra y música de Nikos Papakostas

Truena y relampaguea el viento del norte,

entre mi jarcia sopla furioso,

y yo en medio de un océano de espuma

hacia la Itaca mía navego desesperada

Para recomenzar un viaje interminable,

dentro de un infinito vacío del tiempo,

con un remo y un loco capitán,

los Lestrigones y los Cíclopes encontrar.

El camino que he recorrido te lo mostraré,

quizás encuentres tú el regreso

desde los confines del Atlas hasta la Aulide

y desde la isla de Circe hasta aquí.

Para recomenzar un viaje interminable...

PD. Qué cosas tiene la vida. Según escribía esta entrada y ya a punto de presionar el botón de publicar, hace una hora, he recibido un correo de una librería de Atenas, de las muchas a las que escribí, diciéndome que me mandan el libro. Así que ya tengo un interesante trabajo por delante.

Este post fue publicado originalmente en el blog de la autora

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