Londres no tiene tiempo para el miedo

Londres no tiene tiempo para el miedo

The Houses of Parliament, Sunset, 1903. Claude Monet.Wikipedia / National Gallery of Art Washington, DC.

Business as Usual es un término popularizado por Winston Churchill, durante la primera guerra mundial. El sentido de la frase era literal: incluso aunque cayeran bombas, los negocios tenían que abrir "como siempre". Cambiar la rutina o paralizar la ciudad significaba dar la victoria al enemigo. Esta doctrina de no interferencia se fue convirtiendo en toda una filosofía de vida en Inglaterra. La normalidad tenía que emanar incluso entre las ruinas.

Salvando, y mucho, las distancias, Londres ha seguido este lema al pie de la letra dos días después del atentado terrorista. La ciudad no para. No espera. No da tregua. La estación de Westminster ha vuelto a abrir, y con ella han vuelto las prisas constantes, el traqueteo de trenes, los ejercicios de contorsionismo para lograr entrar en un vagón de metro abarrotado en hora punta, las hordas de turistas con paloselfie, los periódicos gratuitos, el café para llevar bebido de un sorbo, el tráfico, los autobuses rojos, el jaleo en los pubs, las risas, la tolerancia, la diversidad. Todo sigue en su sitio.

El puente de Westminster está, como siempre, lleno de viandantes. "La flema inglesa", esa idea de mantener la serenidad ante la adversidad sale de nuevo a relucir. Mientras los reporteros de todo el mundo ultiman sus entradillas, se van abriendo paso ciudadanos con ramos de flores. Muchas flores. Margaritas, rosas, tulipanes, desplegados a lo largo de la acera junto con mensajes de afecto y la frase que se ha convertido ya en un mantra: we are not afraid. Un músico callejero toca el saxofón. No es una melodía triste. El atardecer deja entrever un cielo entre rojizo y azulado, como en los cuadros de Monet, y algunas personas han decidido sentarse frente al Támesis. Intercalan silencios con frases cortas. No parece necesario decir nada. Esa vida es el mejor homenaje a las víctimas, que siendo de distintas nacionalidades, también son londinenses.

Hay demasiado ahí fuera como para quedarse en casa paralizado por el miedo. Demasiados teatros, festivales, exposiciones, manifestaciones, como para dedicar un minuto a sembrar odio.

Es cierto que Londres es una ciudad desigual, difícil, hostil e incluso cruel. Cualquiera que haya intentado hacerse un hueco aquí lo puede cerciorar. Te hace sudar la gota gorda. No regala nada. Lo curioso es que mientras uno le va intentado ganar el pulso se va forjando un sentimiento de pertenencia a esta locura, a este pequeño planeta, que en su propia órbita acoge a más de ocho 8 millones de habitantes de todos los rincones del mundo. No hace falta haber nacido en el West End, ni ser blanco, ni de clase alta. No requiere tener un perfecto acento inglés. Ser londinense o, cómo se suele decir, londoner no es un neologismo, es un estilo de vida. Es un estado de ánimo, que se basa en adaptarse a los cambios.

Y en ese estado de ánimo no cabe la psicosis, ni el terror. Hay demasiado ahí fuera como para quedarse en casa paralizado por el miedo. Demasiados teatros, festivales, exposiciones, manifestaciones, como para dedicar un minuto a sembrar odio. Si hay algo que lo define es ese término que está tan de moda: la resiliencia. El ataque del pasado jueves marzo puede haber doblado la ciudad, pero 24 horas después ha vuelto a su forma natural. "Los londoners no serán intimidados", escribía Sadiq Khan, alcalde y representante número uno de lo que simboliza esta metrópolis, horas después de los ataques.

Esta firmeza se resume alto y claro uno de los carteles escrito de forma espontánea en una parada de metro el día después, con esa ironía tan propia de los británicos:

"Se recuerda amablemente a todos los terroristas que esto es Londres y nos hagáis lo que nos hagáis, tomaremos una taza de té y seguiremos alegremente nuestro camino".

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Tomaremos el té y lo acompañaremos con baklawa. Y comeremos curry, ramen o falafel. Porque, al final y al cabo, esto es Londres.

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