Ella no estaba enferma, la enferma era yo: mi batalla contra la ansiedad posparto

Ella no estaba enferma, la enferma era yo: mi batalla contra la ansiedad posparto

Va a coger un resfriado y no podrás hacer nada.

Está durmiendo con hambre, despiértala.

Va a dejar de respirar en su sillita del coche, siéntate detrás con ella.

La van a raptar, no salgas de casa.

No puedes quedarte sola con ella porque no sabrás cómo protegerla.

Se va a poner enferma, se va a poner enferma, ¡se va a poner ENFERMA!

Pero la enferma no era ella: era yo. Sigo siendo yo. Padezco ansiedad posparto.

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¿Alguna vez has tenido una pesadilla que parecía real? Vivir con ansiedad posparto es una pesadilla que nunca termina, gira en espiral y no para de crecer. Es la sensación de caerse en un sueño sin un lugar en el que aterrizar, pero en la vida real.

Las primeras dos semanas después del parto son una montaña rusa hormonal conocida como depresión posparto. Es normal llorar sin motivo y quedarse mirando y admirando a tu bebé durante horas. Es normal sentir que se te rompe el corazón en pedazos cuando tu bebé está en la otra punta de la habitación e incluso es normal echarlo de menos aunque lo tengas en brazos; sentir que no está lo suficientemente cerca de ti solo porque ya no estáis conectados. Los temores, aunque a veces sean irracionales, son normales. Los pensamientos intrusivos también forman parte del proceso de conocer a tu bebé recién nacido y las hormonas que llegan con él. Pero, si estos temores empiezan a gobernar tu vida, te distancias de la gente que te quiere o tus pensamientos intrusivos empiezan a maquinar planes para escapar de todo, tu depresión es más seria y deberías pedir ayuda.

Es normal sentir que se te rompe el corazón en pedazos cuando tu bebé está en la otra punta de la habitación e incluso es normal echarlo de menos aunque lo tengas en brazos.

Había oído hablar de la depresión posparto, pero sentía que con eso no me era suficiente. Aunque en esos momentos sentía que no me merecía esta maravillosa vida, no estaba deprimida: me aterrorizaba absolutamente todo. ¿Cómo iba a merecerme vivir un amor tan profundo si hace solo dos años estaba segura de que jamás tendría hijos? Estaba convencida de que algo me la arrebataría, de que mi tiempo con ella se acababa. Mis miedos nos encerraron como prisioneras en nuestra propia casa, nuestro espacio de seguridad. Sentía la necesidad de cogerla en brazos y salir corriendo para que nada ni nadie pudieran hacerle daño. Ir al supermercado ya no era una simple tarea: se me presentaba como una trampa mortal.

Durante su primer mes de vida, no le cambié ni un solo pañal ni la vestí. Estaba tan obsesionada con cuidarla que me había autoconvencido de que la rompería en pedazos si la movía demasiado. Su primer baño fue una pesadilla. Aunque no había ninguna razón lógica ni un solo indicio de peligro, me quedé ahí quieta mirando, sintiéndome indefensa y sollozando. Mi cerebro creaba imágenes de enfermeros que querían ahogar a mi hija, darle un golpe en la cabeza o dejarla caer. Después, lágrimas y autodesprecio. Cuando por fin me atreví a vestirla, me di cuenta de mi torpeza, mi poca delicadeza y el hecho evidente de que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.

Esta diminuta personita a quien quiero más de lo que puedo llegar a comprender se merecía confianza, aplomo e instintos maternales, unas cualidades de las que yo carecía. Me sentí inútil. Habría estado en mejores manos con su padre. Su transición hacia la paternidad fue elegante y pasmosa.

Al principio negaba tener un problema, pero empecé a darme cuenta cuando no permitía a nadie que no fuese su padre cogerla en brazos.

No quise bañarla yo sola hasta que tuvo casi tres meses. Ella sintió mi incomodidad. Fue la primera y única vez que lloró durante un baño. Yo también lloré, y no un par de lágrimas: a moco tendido. La imagen de la mujer destrozada, sentada en el suelo del baño, deseando que venga su madre al rescate y al mismo tiempo quedarse a solas con su bebé siempre estará grabada a fuego en mi mente.

Pese a lo agotador que podía resultar mi miedo a bañarla, no tiene comparación con el miedo aplastante que tengo a que se enfríe, por inevitable que sea. Me siento capaz de ver gérmenes, me los imagino como bichitos arrastrándose por su piel después de haber estado en algún sitio público y lo único en lo que pienso es en darle un baño. Curiosa y puntualmente, mi cerebro ha escogido este momento de mi vida para empezar a ver noticias de niños llenos de úlceras, muriendo de enfermedades erradicadas y haciendo resurgir mi tendencia hipocondríaca.

Al principio negaba tener un problema, pero empecé a darme cuenta cuando no permitía a nadie que no fuese su padre cogerla en brazos. Me encaré con mi madre porque quería cogerla y hasta pedía a los demás que se lavaran para desinfectarse antes de acercarse a ella. Me di cuenta de que no podía seguir ignorando mis temores durante más tiempo fingiendo que eran miedos de madre primeriza, como el día en que le lavé las manos a mi pequeña de dos meses en el lavabo de la consulta del médico mientras, ingenua de mí, trataba de convencer a mi médico, mi novio y a mí misma de que no me pasaba nada.

Me costó dos semanas, dos visitas más al médico, días de pensamientos intrusivos y lloros incontrolables hasta que me di cuenta de la gravedad de mi problema: necesitaba ayuda. Algo que apartara mi ansiedad para dormir y me hiciera despertar de nuevo feliz. Empecé un tratamiento con medicación hará dos meses y he notado una gran diferencia en mi comportamiento, mi confianza y mi forma de afrontar mis miedos.

Esta enfermedad mental no ataca cuando es un buen momento o cuando la persona que la padece está sola. De hecho, mis últimos episodios han sido delante de mi familia, amigos y desconocidos. Aunque me sentí avergonzada, no tardé en reafirmarme en mi idea de que esta enfermedad no me define. Quienes me conocen no se enfadan conmigo cuando dudo, lloro o me cuestiono todo lo que pasa, sino que se preocupan y se muestran comprensivos.

Para que la pequeña esté sana, la madre tiene que estar sana. Habrá cambios cuando nazca el bebé, pero no debes dejar que se apoderen de tu vida. Ser madre da vértigo, pero no tienes por qué vivir aterrorizada.

Mi pequeña, al final, se enfrió y tuvo tos durante dos días... Ahora está bien, y yo también.

Este blog fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Canadá y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.

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