Ojos cerrados de par en par

Ojos cerrados de par en par

A mí no me ha quedado más remedio que cerrar los ojos de par en par, apretarlos para que viajen, frotarlos para que no borren.

Víctor Erice, al recoger el Premio Donosti.GTRES

Les podría contar la película entera y no les adelantaría nada (spoiler creo que se llama ahora a lo que de toda la vida ha sido destripar el argumento). Si me refiero al momento prodigioso en que la hija llora sobre el rostro de su padre muerto, justo un minuto después de conocerlo, ninguna expectativa se quebraría; si aludo a ese tango que musitan Manolo Solo y José Coronado sentados en un banco decrépito, no restaría ni un ápice de la magia que se ha tejido plano a plano, hechos todos de mercurio, quiero decir, metálicos y líquidos, fuertes y sinuosos al mismo tiempo.

Ambos actores se han fajado con los personajes más claros, complicados y vivos que muchos compañeros suyos no encontrarán, ni aquí, ni en el desenfocado Hollywood ni en la sorprendente Dinamarca, a lo largo de todas sus carreras. Y lo han hecho con brillantez lenta, como el reflejo de un sol caído sobre el suelo arcilloso, con la naturalidad del fingidor que nos lleva, nunca meros espectadores, a ser sus cómplices en todo aquello que desconocemos de ellos.

De ninguno de los intérpretes, en realidad, se puede decir nada que no sea su perfecta adecuación a los minutos en que viven: prodigiosa Ana Torrent siendo fría ante un recuerdo borroso, temiendo el retorno del mismo, queriendo huir y siendo incapaz… o Mario Pardo, un rescate de lujo, consciente de que su cine ya no existe, pero también de que nadie podrá borrarlo jamás… y María León, pura ternura; Rocío Molina y Dani Téllez, el sur presente y superviviente… y Dechent, Pou, Soledad Villamil, Helena Miquel, Petra Martínez, Venecia Franco… todos ellos armados con unos diálogos desnudos, precisos, despojados de toda hojarasca literaria, pura vida en palabras.

Permítanme que reserve dos líneas para Juan Margallo, maqui irredento del teatro independiente desde las trincheras de El Gayo Vallecano y Uroc Teatro. Todos los aplausos que su franqueza y su voz romana levanten me sabrán siempre a poco.

Detrás de todos ellos y ante todos ellos, también delante y detrás de cada uno de los espectadores, Víctor Erice, el gran maldito del cine español, y me atrevería a decir del cine mundial, más desaparecido que el galán protagonista, que apenas ha logrado filmar en cincuenta años poco más de diez horas de sueños contrastados, de vigilias inaccesibles, de gestos y sonidos (qué poco ruido infecto, sonoro o visual, hay en su cine. Ni violencia, tan solo la interior) que levitan por la pantalla como los objetos a los que el mago dota de vida momentánea. La mala suerte, su propio perfeccionismo, la cicatería de unos y otros, la miopía de casi todos, lo han alejado del visor de la cámara durante demasiado tiempo; y solo ahora, recién salido de la sala en que me ha propuesto cerrar los ojos y yo he sido del todo incapaz, me doy cuenta de lo necesario que me ha sido siempre, del lujo estúpido y profundamente cateto que supone prescindir de él.

Si alguna pega puedo ponerle a su cuarta película se debe a mi empecinamiento en buscar la correspondencia entre la anécdota filmada y la real: discernir que ese sur en que el director retirado pervive entre traducciones y tomateras es el mismo al que no pudo llegar Icíar Bollaín (cuando he visto cómo llueve en la Almería de Erice he pensado que estaba contemplando una de ciencia ficción), o que no es casualidad que el libro que coge en la Cuesta de Moyano sea de Marsé, o que Ana Torrent confunda recuerdos y visionados, y que el momento crítico de su reencuentro se parezca tanto a la aparición de un monstruo, o que las escenas supervivientes sean las de una aventura que transcurrió en Shangai y que nos dejó un recuerdo descafeinado…

Da igual.

Es imposible, parece decirnos Erice, deshacerse de la memoria del cine, distinguir entre la pantalla y el exterior. Es más, carece de sentido intentarlo.

El actor que desapareció nunca fue él, sino todos aquellos que llegó a encarnar falsamente hasta hacerlos reales. Cuando descubra que su memoria está en un rollo de película y que esos pocos minutos pueden explicarle de dónde provienen sus únicas posesiones, cerrará los ojos. Quién sabe si para rechazarla o para apropiarse de ella definitivamente.

Y Erice, después de cincuenta años y si mi memoria no me falla, sacará por primera vez la cámara de su soporte para ir con él, para temblar con él y que todos nosotros temblemos y nos sumerjamos en esa intensidad formidable, vital, tierna, dura como un diamante o como el mar en el que pudo perderse.

(Porque la cámara de Erice aprendió, como la de Bresson o la de Herzog, a ser testigo y parte, fiscal y abogado, pero no juez o verdugo. No hay en el cine de ninguno de ellos, y aquí añado a la sin par Agnès Varda, mentira alguna porque no hay pretensión de verdad, sino ansias de libertad: la nuestra, la de los espectadores, a los que se nos convoca para ver y discutir destinos que son los nuestros y, al mismo tiempo, no nos pertenecen)

De los tangos que cantaba y que le dieron su apodo, no puede quedar nada. El mar, esa pantalla que esconde todas las imágenes, se los quedó.

Y a mí no me ha quedado más remedio que cerrar los ojos de par en par, apretarlos para que viajen, frotarlos para que no borren.

Mientras, una canción de vaqueros resuena en mi cabeza para que no me falte una cornisa desde la que contemplar un futuro que no me corresponde.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”