Carles Puigdemont, el independentista que ha pasado de prófugo a 'hacedor de reyes'

Carles Puigdemont, el independentista que ha pasado de prófugo a 'hacedor de reyes' 

El alma de Junts ha pilotado las negociaciones con el PSOE desde Bruselas, recuperando un papel central en la política española. Proclamó la independencia de Cataluña, huyó a Bélgica y ahora logra la amnistía. Vuelve por sus fueros. 

Carles Puigdemont se prepara para una entrevista en la sede de Bruselas del Parlamento Europeo, el 9 de marzo de 2021.Francisco Seco / AP

"Pedro Sánchez no será presidente con los votos de Junts. Pagar por adelantado a un tipo al que no le comprarías ni un coche de segunda mano es un deporte de riesgo". Este era Carles Puigdemont, expresident de la Generalitat catalana, el pasado julio, en una entrevista en el diario Ara antes de las elecciones del 23-J. Pero las cosas han cambiado. Los siete diputados que su formación logró aquel domingo le han dado a vuelta a la afirmación y, el pasado jueves, los independentistas firmaban con el PSOE un acuerdo que va más allá de la investidura, para durar, pretenden, toda la legislatura. 

Seis años después de que liderara la fallida declaración de independencia de Cataluña, vuelve a primera plana de la política pero no ya como el prófugo que huyó a Bélgica y eludió la acción de la justicia por el procés, sino como un hacedor de reyes, el hombre del que dependía la aritmética y hará de nuevo presidente a Sánchez. Se lleva la ley de amnistía, aún sin nombres, que era la gran bandera de sus reclamaciones. 

Han pasado muchas cosas en apenas un puñado de años que han alterado la vida de Puigdemont y, en paralelo, la vida política española. Este señor de eterno traje sastre, apasionado de la literatura, la música y los idiomas, marido, padre, que iba para periodista y acabó en política por su deseo de independencia, era un absoluto desconocido fuera de Cataluña cuando el 9 de enero de 2016 se supo que sucedía a Artur Mas como president de la Generalitat catalana para contentar a la CUP. Entonces era alcalde de Girona, con sus poco más de 100.000 habitantes. Ayer era el hombre con la llave de gobernabilidad para 47 millones largos de españoles. 

Puigdemont, desde su salto del consistorio gerundés, ha marcado la historia reciente de España y lo ha hecho siempre desde el convencimiento de que la independencia para Cataluña es factible y es justa. Lo dijo en su discurso de investidura, que con él se iniciaba "el proceso constituyente de un estado independiente". Un año después, generaba la mayor crisis política en décadas en nuestro país, acababa destituido por Mariano Rajoy y se exiliaba -o se escapaba, dicen sus críticos- con delitos pendientes de malversación de fondos públicos o desobediencia a sus espaldas. Para unos es un héroe de independentismo. Para otros, un cobarde que no afrontó ni los jueces ni la cárcel, como sus compañeros

"Sin rendición", que era el lema de la campaña de sus seguidores para hacerlo volver a Cataluña, ha seguido activo como eurodiputado en estos años, hasta llevar las riendas de las negociaciones con el PSOE en un partido, Junts, en el que ya no manda según la estructura formal, pero donde sigue siéndolo todo. 

La primera reacción del expresident al conocer su posición de llave de gobernabilidad fue clara: "Nuestros votantes, nuestro programa, nuestros compromiso han sido y son las referencias de nuestra acción política. Nos debemos a ellos", dijo en X. "Ahora hay unas garantías que hasta ahora no existían (...). Entramos en una etapa inédita, una etapa que habrá que explorar y explotar", afirmó ayer, justificando su cambio de dirección. 

Ya no es el hombre que no deja dormir a Sánchez, como dijo la cabeza de lista de Junts al Congreso, Míriam Nogueras, tras conocer los resultados de los comicios. O sí. Quedan cuatro años para saberlo, con calendarios y negociaciones para hacer avanzar lo pactado en reuniones que también se llevarán a cabo fuera de España, o sea, con su presencia y visión. Hay que ver hasta dónde estirará. "Soy falible, pero insobornable", fue la frase con la que se definió el independentista el día de su toma de posesión, en Barcelona. Su gente dice que no es un farol. 

Artur Mas coloca a Carles Puigdemont su medalla como presidente de la Generalitat, el 12 de enero de 2016.David Ramos / Getty Images

El salto a la política

Puigdemont ha sido tozudo desde que accedió a lo más alto de la política de forma sorprendente, inesperada, haciendo añicos las encuestas sobre herederos y delfines de Mas y, al final, superando todas las metas volantes hasta proclamar la independencia de Cataluña, -o sólo unos segundos, o no del todo, que aún se debate, a estas alturas del partido-

Nacido en el municipio gerundés de Amer, en la comarca de la Selva, el 29 de diciembre de 1962, Puigdemont es el segundo de ocho hermanos, está casado con la periodista de origen rumano Marcela Topor y tiene dos hijas. Sus padres, Xavier y Nuria, poseen una de las confiterías más conocidas de la comarca, en la que trabajó de chaval, entre carquinyolis, mazapanes y turrones. Tiene tres abuelos catalanes y una andaluza.

De joven tenía un grupo de rock, pero dice que por fortuna no hay grabaciones que lo atestigüen. La música le gustaba, sí, pero el periodismo era su pasión, aunque venía de saga convergente de toda la vida y la política también lo llamó pronto, en paralelo. Como relata en su blog, su vocación por la información fue clara y temprana. Antes de pasar en noviembre de 2006 a la política activa -fue entonces elegido diputado por Girona en las listas de CiU-, estudio Filología Catalana en Girona, aunque no acabó la carrera porque empezó pronto a trabajar: se convirtió en redactor jefe del diario en catalán El Punt, para después ser uno de los fundadores y director, finalmente, de la Agencia Catalana de Noticias (ACN).

También trabajó como director del diario en inglés Catalonia Today (Puigdemont habla ese idioma, además de francés y rumano) y fue autor del libro ¿Cata... qué? Cataluña vista por la prensa internacional, sobre la imagen de Cataluña en el exterior. Más tarde, mucho más, llegaría Me explico: De la investidura al exilio o La crisis catalana: una oportunidad para Europa. Su vida ya era otra y, ahora sí, era plenamente conocido por todos. 

Un mitin de 1980, en las elecciones catalanas, viendo a Jordi Pujol, fue el momento de su verdadera confirmación de fe política, afirma. Tres años más tarde, otro hecho muy distinto cambió también sus pasos, en lo más vital: empotró su coche, un Seat Marbella, contra un camión cuando iba camino de su pueblo y sufrió graves heridas en el brazo y en el rostro. Es lo que oculta su flequillo beatle, que se ha convertido, a la postre, en una marca de identidad.  

Tras su recuperación médica enlazó años de militancia, por ejemplo, como activista de la Crida a la Solidaritat en defensa de la llengua, cultura i Nació catalanes, una de sus banderas preferidas. Peleó primero en la oposición al PSC en Girona hasta que llegó a ser regidor tras ganar por mayoría absoluta las elecciones de 2011, una mayoría que revalidó en 2015 ya sin tanta ventaja.

El mérito de poner fin a 32 años de hegemonía socialista en la ciudad catalana, una conquista que los cronistas locales achacaron sobre todo a su férrea oposición, le abrió verdaderamente las puertas a los cuadros de mando de Convergencia, a nivel regional. No tenía lazos con ellos por la burguesía catalana ni con el pujolismo, como muchos de sus dirigentes más destacados, sino que entró en sus Juventudes por convicción. Y escaló por eso mismo. 

Los que lo conocen de entonces lo califican de "implacable" contra el PSC en esa época, "tozudo" a la hora de aprenderse bien la institución y su funcionamiento y "muy volcado" con la Cultura, una cartera que se reservó incluso siendo alcalde. 

"Personalista" es otra de las palabras que lo definen desde entonces. Tuvo un par de polémicas por ello: su contundencia, que no rehuye la polémica, hizo que en 2013, al frente del Ayuntamiento de Girona, fletase varios trenes junto al consistorio de Figueres para la gente que acudió a la manifestación por la Diada en Barcelona, cuando aquello parecía el no va más de las protestas y no era ni el principio de lo por venir. 

Carles Puigdemont, en un acto pro referéndum en Barcelona, el 29 de septiembre de 2017.Dan Kitwood / Getty Images

Ese mismo año, ya reivindicó el derecho a decidir de los ciudadanos de Cataluña durante la inauguración en Girona del I Congreso Bienal sobre Seguridad Jurídica y Democracia en Iberoamérica. Hacerlo, siendo esa su inclinación, no era de extrañar. La gracia estuvo en que lo hizo ante el aún príncipe Felipe, el actual rey de España.

Fue un tiempo en el que ahondó en sus posicionamientos independentistas: en 2015, presidió la Asociación de Municipios por la Independencia (AMI), lo que le convirtió en el brazo fuerte del municipalismo en el proceso soberanista. Desde el púlpito local siempre estuvo implicado en el proceso independentista.

En ese año, escribía: "No se puede negar la evidencia de una victoria tan contundente como histórica del independentismo. Nunca la independencia había ganado unas elecciones: ahora lo ha hecho y por una amplia mayoría absoluta (...). Cataluña ha superado la era autonómica, sus ciudadanos ya no se sienten miembros de una comunidad autónoma más. Hemos entrado en la Cataluña posautonómica. Tampoco somos aún una nación independiente. Somos un país preindependiente que camina decidido a la plena normalización de su estatus político".

Y auguraba: "Harán falta grandes dosis de generosidad, paciencia, preparación, astucia e imaginación para garantizar que este lapso de tiempo no se prolongará más de la cuenta". Todo un vaticinio de lo que estaba por venir, y con él de protagonista, ese hombre que prefería llegar a los hoteles tarde en la noche para que los recepcionistas estuvieran cansados y pusieran menos pegas a su DNI catalán, nada legal. 

El 'president'

El día que se supo que suplía a Mas en la Generalitat, la pregunta fuera de Cataluña era clara: ¿quién es este señor? El entonces president, que llevaba en el cargo desde 2010, venía de chocar con la Candidatura de Unidad Popular (CUP), que no le apoyó los presupuestos porque pedía más en lo social y en la ruta independentista. Se impuso su marcha y se pactó un nuevo nombre, el de Puigdemont, una suerte de mesías accidental de apariencia trivial para los legos, pero una garantía de lucha por la independencia para los que sabían de su empeño independentista y la profundidad de su convencimiento. 

Puigdi, como lo conocían sus próximos, sabía lo que quería y no era ni tan accidental ni tan circunstancial como decían los legos. "Aceptó por responsabilidad y por independentista, más que por gusto o por ambición", explicó uno de los miembros de su gobierno, Santi Vila, en su libro de memorias.

Llegó prometiendo 45 leyes en 15 meses, haciendo suyas las exigencias de la CUP de un plan de emergencia social para salir de la crisis que aún coleaba y poner en marcha el "mandato", en sus palabras, de las elecciones de cuatro meses antes, el 27 se septiembre de 2015, en las que ganó Junts pel Sí. El presidente 130º de Cataluña planteaba soluciones desde su compromiso ideológico soberanista y convergente; dice la prensa local que era un independentista "de piedra labrada", una expresión catalana que más o menos viene a decir que era su sino, que nació para eso.

Puigdemont odia el desorden, así que se planteó claro y ordenado lo que quería y a por ello fue, creciéndose en los discursos y en las actitudes, incluso cuando chocaba con la CUP, que no fueron pocas veces, complicando sensiblemente el mandato. Su "legislatura constituyente" debía durar 18 meses y su meta era desarrollar las estructuras del nuevo Estado por venir. "Hay que construir cada día la república. Hay que ganársela", resumiría en 2018 en una entrevista a la agencia AFP.

A la vez, pilotaba la metamorfosis de su partido, necesaria si ya iban a por todas y, también, para dejar atrás tiempos como los de Pujol, que estaban arrojando más sombras que luces encadenando escándalos de corrupción y ensuciando el pasado. En julio de 2016, Puigdemont asistió al último congreso de Convergència, en el que se acordó su refundación en un nuevo partido, el Partido Demócrata Europeo Catalán, más conocido por sus siglas PDeCAT, que ahora es una escisión de Junts que se ha quedado fuera del Congreso.

En pocos meses, llegó esa odisea legitimista que supuso una de las crisis políticas más serias de la historia reciente de España. En diciembre de 2016, convocó el Pacto Nacional por el Referéndum y se avino a intentar pactar el referéndum con el Estado español, sin renunciar a convocarlo en caso de que fuera rechazado. Primer aviso. Finalmente, el 9 de junio de 2017 se presentó la fecha, 1 de octubre, y la pregunta del referéndum: "¿Quiere que Cataluña sea un Estado independiente en forma de república?".

En septiembre de ese año, el entonces fiscal general del Estado, José Manuel Maza, evocó la posibilidad de detener a Puigdemont por malversación de fondos públicos. El PP, en el Gobierno entonces, acusó al catalán de haberse "concentrado en un único objetivo: el proceso independentista, el referéndum del 1-O y la declaración de independencia»" mientras que la Generalidad contraía una deuda con sus proveedores de 2000 millones de euros. Son palabras de Enric Millo, que fue delegado del Ejecutivo central en Cataluña.

Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, en una protesta por la liberación de Jordi Sanchez y Jordi Cuixart, en Barcelona.picture alliance via Getty Image

Hubo 1-O, hubo consulta, no legal ni vinculante, no pactada con las autoridades nacionales. Según el escrutinio oficial, ese día votaron 2.286.217 personas (una participación que rozaba el 43% del censo). El 'sí' obtuvo 2.044.038 votos (90,2% del voto válido), por 177.547 del 'no' (7,8%) y 44.913 en blanco (2%). También hubo 19.719 votos nulos. En la sesión plenaria el 10 de octubre, en un gesto para el que Puigdemont se había preparado toda la vida, el president hizo una declaración parcial de independencia, a la espera de una mediación internacional y tras haber tenido el día anterior una entrevista con enviados rusos que le ofrecieron apoyo militar y económico del Gobierno ruso.

El presidente anunció inmediatamente, sin embargo, que la declaración quedaba en suspenso temporal para abrir un periodo de negociación con el Gobierno español. El meme del antes y el después de la reacción de sus simpatizantes en las calles de Barcelona es un clásico desde entonces.

A raíz de estos hechos, el Gobierno central anunció el 21 de octubre su voluntad de aplicar el artículo 155 de la Constitución. El 27 de octubre de 2017, desde la tribuna del Parlament, se procedió a la Declaración unilateral de independencia de Cataluña de 2017 (DUI), al amparo de los resultados del referéndum ilegal del día 1 de octubre y en contra de lo dispuesto en la Constitución española de 1978 y en el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006. Sin embargo, la DUI no se registró en el Parlamento, por lo que carecía de validez jurídica, como así lo reconoció Puigdemont unos días más tarde.

Todo fue muy rápido ya: el Senado aprobó las medidas propuestas por el Ejecutivo de Mariano Rajoy al amparo del 155, entre ellas la destitución de Carles Puigdemont como presidente de la Generalitat de Cataluña y de todo el Gobierno de Cataluña. Inmediatamente después fue publicado en el Boletín Oficial del Estado. 

Su suerte estaba echada. El 28 de octubre fue cesado y al día siguiente, cuando todo el mundo se preguntaba dónde estaría, se marchó a Marsella y, de allí, a Bruselas. Puso una foto desde el Palau en sus redes sociales, pero en realidad estaba burlando controles en la parte de atrás de un todoterreno como si fuera un fardo.

La vida en Bélgica

La madeja de esa marcha se ha enredado con los años. Puigdemont vive desde entonces en Waterloo, a media hora de Bruselas, con el cargo de eurodiputado desde que se presentó a las elecciones europeas de 2019 y que acaba el año que viene. Nada se sabe aún sobre si se presentará a las elecciones de junio  de 2024. Ademas de la malversación, sobre él recaen los cargos de rebelión y sedición, mucho más serios. Los compañeros que estuvieron con él en su aventura independentista, desde su vicepresidente, Oriol Junqueras, a sus consejeros, acabaron en el Tribunal Supremo, sometidos a juicio, y luego en prisión hasta la llegada del indulto del Gobierno de Sánchez.

Puigdemont ha dedicado este tiempo a su labor parlamentaria y a sus conferencias y viajes, que le han traído hasta dos detenciones, una en Alemania en 2018 y otra en Cerdeña, en 2021, arrestos provisionales que se resolvieron a las pocas horas. Porque sobre él pesa una euroorden de arresto, como contra los consejeros que lo acompañaron en su escapada, Antoni Comín (Salud), Lluís Puig (Cultura), Meritxell Serret (Agricultura) y Clara Ponsatí (Educación). 

Su última batalla ha sido la de la inmunidad, para saber si está o no protegido de la acción de la justicia siendo parlamentario europeo, al menos, hasta las elecciones que se han de celebrar en la primavera que viene. A principios del pasado mes de julio, el Tribunal General de la Unión Europea tumbó el recurso del expresident y confirmó la decisión del Europarlamento de suspender su protección, despejando el camino a la reactivación de las euroórdenes.

Mientras seguían las polémicas judiciales, Puigdemont se veía hace cinco meses otra urgencia sobre la mesa: elecciones, Gobierno, negociar. Su trayectoria y posicionamiento auguraban un proceso desgastante y así ha sido, pero Sánchez ha ido a por todas porque, en sus palabras, había que hacer "de la necesidad, virtud". 

El presidente dijo en 2019, en un debate electoral: "A ustedes, señor (Pablo) Casado (exlíder del PP), se les fugó Puigdemont y yo me comprometo a traerle de vuelta a España y que rinda cuentas ante la justicia". Ahora, defiende que con el acuerdo con Junts se ha traído de nuevo a Puigdemont a la senda constitucional y se le vuelve a reconocer como president. Todos han cambiado, todos han pactado. 

El eurodiputado gris de discreta actividad en la Cámara de Estrasburgo vuelve por sus fueros. Si el Congreso aprueba la amnistía, Puigdemont podría regresar de nuevo a España, libre, y sin ningún procedimiento judicial pendiente. Las vueltas de la política.