Por qué volver a ver 'La Gran Belleza'

Por qué volver a ver 'La Gran Belleza'

"Todavía es pues una tierna infante en materia cinematográfica, a pesar de que es uno de los 'films' que más impacto ha tenido en el cine de todos los tiempos".

Toni Servillo en 'La Gran Belleza'.Pathé

Han vuelto a reponer, en una de las grandes plataformas de cine por cable de nuestro país, La Grande Bellezza, la película de Sorrentino. La Grande Bellezza fue estrenada en 2013, así que cumple ya 8 años. Todavía es pues una tierna infante en materia cinematográfica, a pesar de que es uno de los films que más impacto ha tenido en el cine de todos los tiempos.

Es una película universal. Fue galardonada en 2014 con el premio Oscar a la Mejor película extranjera, además de haber recibido multitud de otros premios y reconocimientos allende y aquende las fronteras italianas, y del comentario especializado de críticos cinematográficos del más variado pelaje y condición. Yo la habré visto unas tres veces, y la primera pregunta que me hice fue: ¿Por qué volver a verla una vez más, si te la sabes de memoria?

No influyó en mi decisión el que creo ser medio italiano, como a mí me gusta decir haciendo una imposible boutade, puesto que Italia es el país en el que más tiempo he vivido después de España; no, no estuve de turismo en Italia, simplemente realicé mi tesis doctoral en Florencia de 1992 a 1997, pero ello me dio pie para conocer bien su cultura, sus gentes, su economía, su política y su maravilloso idioma. ¿Mi escritor favorito? Sí, lo han adivinado, es un italiano, y se llama Niccolò Machiavelli, “Il Macchia” para los amigos. Pero no, en realidad mi condición de italiano por vocación no fue lo que me hizo volver a ver la película de nuevo. Fue esta información publicada en el diario El País el 17 de Julio de 2021:

“Los españoles se gastaron más de 2.600 millones de euros en 2020 en tratamientos estéticos en pleno confinamiento y en crisis económica”.

Ese es el titular, pero el contenido de la noticia no tiene desperdicio. “Hace unos años, en España, la entrada a la medicina estética eran los 35 años; ahora chicas de 20 años se inyectan ácido hialurónico para rellenar labios y toxina botulínica para alisar frente”. A pesar de lo rancio y machista del comentario del periodista (los hombres nos ponemos pelo, imagino que a una edad similar si la alopecia nos castiga con fuerza en ese momento, lo que puede ser no tan inhabitual como perder masa cárnica en los labios a los 20 años), lo cierto es que la edad de entrada a este tipo de prácticas estéticas es escandalosamente baja.

En el mundo en el que vivimos, en el que el dilema entre comunismo o libertad se ha resuelto ya hace mucho tiempo a favor de esta última, el problema no es que cada uno puede hacer lo que quiera, lo que es ya hoy en día un verdadero truismo. El problema está en el coste de oportunidad: cada euro que una persona se gasta en Botox se lo deja de gastar, pongamos por caso, en pagar, aunque sea junto con otras personas, una vacuna contra el COVID-19 que vaya destinada a algún país en desarrollo, en donde, como sabemos, la pandemia está campando por sus respetos y hay una necesidad imperiosa de actuar inmediatamente y con fuerza en la materia.

No concibo, por otro lado, que una persona que se inyecte Botox en los labios esté dominada por una preocupación insondable como consecuencia del desarrollo de la pandemia en el otro lado del mundo. O quizá sí, quien sabe, por mero efecto de compensación moral.

Los que hayan visto la película, se acordaran, imagino, de la escena, absolutamente escatológica, en la que nuestro protagonista, el frío y distanciado Jep Gambardella, al que da vida un magnífico Toni Servillo, va a una sesión de Botox de un gurú del trasunto en el que incluso hay una Sorella, con cofia y todo, a la que le inyectan la diabólica toxina en las manos para intentar contrarrestar la sudoración constante que padece y que se acentúa en situaciones clave, como por ejemplo pueda ser la de dar la mano al Santo Padre: “Non ti preocupare Sorella, tutti abbiamo le nostre debolezze”, le dice el esteta.

Tutti abbiamo le nostre debolezze

Por supuesto, esta frase da mucho que pensar. Como todos tenemos nuestras propias debilidades, nos arrojamos a una vida en la que el vacío existencial (el vacío, sin más) está descrito en el film a través de un sinfín de fiestas, encuentros hasta el amanecer, escenas de cama, bodas sin fin, cenas, comidas y desayunos, por ese orden además, en donde lo que menos puede pasar es que una niña de 8 años se dedique a hacer pintura automática con sus manos, para producir, a la sazón, obras de arte que en el mundanal antro en el que habitan todos los personajes que circulan por la película se vendan a precios absolutamente descomunales, a lo Bansky, porque “la bimba è una artista”.

Al fin y al cabo, ¿qué otra alternativa nos queda, cuando la vida no nos sonríe, e incluso cuando lo hace? Entregarnos al vacío de la frivolidad puede ser una opción no tan mala cuando vemos lo que sucede alrededor, no muy lejos de nuestras fronteras, e incluso dentro de las mismas. Batti il ferro finche é caldo (que nos quiten lo bailao), sería una traducción aproximada al castellano.

Se puede plantear la cuestión a través de una estructura diferente, puesto que lo anterior es quizá una entrada excesivamente obvia en la interpretación de la película. Bajo mi punto de vista, el film expone de forma muy certera el dilema al que todos nos enfrentamos entre realismo e idealismo. Y ello queda completamente bien reflejado en la escena final de la película, en la que entra en juego “la Santa”.

La Santa representa, bajo mi punto de vista, el punto máximo del idealismo (quizá Gambardella represente el punto máximo del realismo, no lo sé). Pero como aprende esa noche Jep Gambardella, perseguir nuestros ideales puede llegar a ser realmente muy costoso. De ahí que la Santa decida, al día siguiente, subir de rodillas la Scala Santa del Sancta Sanctorum, en cuyo intento casi pierde la vida (son 28 peldaños de mármol).

Sí, efectivamente, el idealismo es costoso. “Perché non ha scritto un libro mai piu nella sua vita, Sig. Gambardella?”, le dice la Santa a nuestro protagonista. “Perche staba cercando la grande bellezza, e non lo ho mai trovata”, responde él, mientras apura un güisqui con hielo.

Nuestro protagonista se da cuenta en ese preciso momento de que no basta con tener ideales, de que no basta con querer alcanzarlos, sino que lo que ocurre es, en realidad, que muchas veces, casi siempre, no queremos, o dejamos de querer, o abandonamos, aunque de alguna manera siempre estén ahí, la persecución de nuestros ideales, ya sean políticos, profesionales, personales, o del tipo que sean, simple y llanamente porque ser un idealista en la vida es realmente muy costoso, entraña costes que la mayor parte de nosotros no estamos dispuestos a asumir, quizá sí durante un tiempo, pero nunca jamás durante toda la vida, como hace la Santa, y como en un momento de su vida, hizo Jep Gambardella, para posteriormente dejarse abrazar por una especie de fiesta sin fin, que se acaba convirtiendo en un “treno che non va da nessuna parte”, como le señala nuestro protagonista, en las postrimerías de una fiesta, a la única persona con la que se confiesa: su ama de llaves.

No, La gran belleza no trata de nuestro vacío existencial como personas; no trata de la muerte; no trata de la frivolidad, de lo frívolos que somos todos para poder sobrevivir; no trata de las frustraciones irresueltas; no trata tampoco de la dejación de la izquierda durante años, de tal manera que “il vero Re della festa”, un tal Silvio Berlusconi, a la sazón presidente de club de futbol, se hiciera en 1994 con las riendas del país, de Italia; no trata del vicio en todas sus expresiones; no trata tampoco del amor; no, no trata de todo ello.

Trata del idealismo. De lo que nos dejamos en la guantera de nuestra alma cuando dejamos de ser idealistas. De lo que cuesta ser idealistas. De las consecuencias de abrazar un realismo sin concesiones. De lo intenso que es el dilema entre realismo e idealismo dentro de nosotros mismos, de casi todos. Y de que ese dilema no tiene solución: está ahí, para quedarse con nosotros, y define nuestras vidas, desde que nos levantamos por la mañana y pensamos “quién voy a ser hoy”, hasta que nos acostamos y nos rendimos cuentas a nosotros mismos sobre lo que hemos hecho, y sobre todo, sobre lo que hemos dejado de hacer, a lo largo del día. “A far l’amore, comincia tu”, canta la ahora extinta Raffaela Carrà en el film: a hacer el amor, sí, pero empieza tú.