Vidas líquidas

Vidas líquidas

Un panfleto en favor de la pausa, el apego, lo colectivo.

Un hombre de mediana edad, frente al espejomiodrag ignjatovic via Getty Images

Como no podría ser de otra manera, este artículo empieza con la definición del sociólogo que le da nombre. Según Zygmunt Bauman, la “vida líquida” es la manera habitual de vivir en las sociedades modernas. Se caracteriza por la ausencia de elementos sólidos o duraderos, todo se acaba diluyendo y nada mantiene su forma. Son vidas, por lo tanto, inmersas en la precariedad, la incertidumbre y el cambio constante. Imagino que te resultará familiar, y en efecto, esto es porque a día de hoy, es la forma de vida predominante.

Cualquiera que se pare un segundo a reflexionar en qué clase de mundo vivimos y en quiénes nos hemos convertido, tardará poco en darse cuenta de que hay dos tipos de personas: consumidores y objetos de consumo. Y todos los que estéis leyendo esto os movéis a diario entre un extremo y el contrario. Todos consumimos para finalmente ser consumidos. El consumo es el engranaje principal de esta gran máquina.

En la sociedad actual los recuerdos parecen estar prohibidos, si algo duele o molesta tiene que ser eliminado, no merece un lugar dentro de nuestra amígdala, y al final, sin darnos cuenta, todos formamos parte del entramado. Por ejemplo, supongamos que acabas de romper con tu pareja. El refranero español nos diría cosas como “un clavo saca otro clavo” que no es más que decir consume a la siguiente persona y así olvidarás a la anterior. Tus colegas te dirán “sal de fiesta, diviértete y conoce gente”. No quiero decir que esto sea correcto o incorrecto; simplemente me retrotraigo al imaginario colectivo para ilustrar la

forma que tenemos de enfrentarnos a las cosas.

Tampoco nos han enseñado a eso: cuidarnos, parar, reflexionar, hablar con nosotros mismos, pensar qué (o a quién) queremos. Son cosas que no se enseñan porque en un sistema productivo es un lujo para el que no hay permiso.

Los finales (a priori) son buenos: puntos de inflexión de los que nace un nuevo comienzo, situaciones que abren ante nosotros un sinfín de posibilidades. Eso sí, siempre que previamente dejen huella en algún que otro aspecto. Pero cuando la norma general es el fin, cuando este se precipita de manera constante —antes incluso de haber empezado—, acaba por convertirse no en una reflexión, sino en una frustración.

Es imposible aprender nada de una situación, de una experiencia, de un trabajo o de una relación personal si antes de que empiece ya se está acabando. Si lo previo no deja poso, no despierta nada en ti, no genera una enseñanza, ¿entonces qué sentido tiene empezar de nuevo? No conoces la historia, los personajes ni el contexto del primer capítulo y ya quieres pasar al siguiente, y al siguiente y al siguiente. Y así con todo. Me vale como metáfora: pasamos por la vida tachando cronológicamente los hitos que se esperan de nosotros sin saber realmente si es lo que queremos, y en caso de ser así, sin disfrutar del camino.

La condición humana no es la felicidad constante —tal y como tratan de vendernos de manera continuada las redes sociales—; sino un conjunto de emociones y sentimientos que también forman parte de nuestro ser. La tristeza, la soledad, la duda, la decepción o el malestar; emociones perfectamente válidas, tanto o más como las comúnmente expresadas en el escaparate social: la alegría y la certidumbre.

¿De dónde pensáis que vienen gran parte de los ataques de ansiedad, la sensación de no tener un lugar en el mundo o la de no saber quiénes somos? Me atrevo a decir que de la incapacidad por pararnos y ver qué ocurre. Nos pasamos la vida entera corriendo de un sitio para otro, de un trabajo para otro; intentamos estar continuamente ocupados, a menudo en banalidades que poco o nada tienen que aportarnos. Y claro, el cuerpo que es muy sabio te pega un aviso: párate a pensar y dale un lugar a lo que te está pasando. Pero tampoco nos han enseñado a eso: cuidarnos, parar, reflexionar, hablar con nosotros mismos, pensar qué (o a quién) queremos. Son cosas que no se enseñan porque en un sistema productivo es un lujo para el que no hay permiso.

Pasamos por la vida tachando cronológicamente los hitos que se esperan de nosotros sin saber realmente si es lo que queremos, y en caso de ser así, sin disfrutar del camino

La liquidez ha conseguido invadir casi todos los espacios de las relaciones humanas, y por supuesto, el “amor líquido” también parece haber llegado para quedarse. Es un amor donde el único objetivo es la satisfacción constante del yo, de mis deseos y mis necesidades. Es un amor donde el individuo líquido rechaza reiteradamente el compromiso por miedo a un futuro incierto o a perder su individualidad; sustituyendo así relaciones por conexiones. Es un amor, bueno, mejor dicho, un poliamor (totalmente neoliberal) que alza la voz bajo el eslogan “el consumo te hará libre”. Menuda paradoja: en este mundo líquido la lealtad es motivo de vergüenza, no de orgullo.

Vivimos en sociedades aparentemente libres, pero profundamente reprimidas bajo la falsa idea de que libertad es igual a consumo.

Así que, a modo de conclusión y en contraposición a todo lo dicho anteriormente, os animo a una cosa: pausa, apego y colectivismo. Párate y piensa si estás viviendo la vida que realmente quieres o estás viviendo la de otros en su lugar, lo que “se espera de ti”, “lo que te toca”. Aléjate de las opiniones, el paternalismo, la condescendencia y los juicios de valor del prójimo. Tu vida es tuya y de nadie más. Decía Escohotado:

“De la piel para dentro, mando yo. Ahí empieza mi exclusiva jurisdicción (…) Soy un Estado soberano”.

Y comprométete, comprométete con algo —o con alguien—; cree en algo —o en alguien— y quédate aunque el resto se haya ido. Merece la pena sostener la solidez de algunas cosas: una idea, un valor, una persona, un colectivo. Esa es mi forma de estar en el mundo y te reto a que después de leer este artículo también sea la tuya.