Las pequeñas cosas del Congreso

Las pequeñas cosas del Congreso

Cuando uno llega al Congreso y descubre que en todos estos años ningún partido político ha reclamado una sala donde sus trabajadores puedan comer la comida que se traen de casa, no parece que todos ellos, antiguos pobladores del Congreso con los que ahora habitamos, fueran gente muy normal. Al menos, si entendemos por gente normal esas personas que se llevan la tartera a la oficina.

5c8b17012000009d03701caa

Foto: EFE

El día que los miembros de Podemos llegamos al Congreso nos dimos cuenta inmediatamente de que no encajábamos en él. Y no porque los que ya llevaban tiempo aquí se empeñaran en decirnos que los abrigos hay que colgarlos en el ropero, que detrás de los asientos quedan poco elegantes; ni porque ciertas señoras sintieran que habíamos llegado con nuestras rastas a llenar de piojos sus alfombras. Nos dimos cuenta de que no encajábamos en él porque el Congreso de los Diputados es un lugar que no está pensado para hacer lo que nosotros veníamos a hacer: trabajar.

El filósofo y sociólogo marxista Henri Lefebvre explicó el espacio como un constructo que nos modela socialmente (producción) y a través del cual podemos cambiar las instituciones sociales (reproducción). Estudió, de esa manera, cómo la planificación y organización de los espacios tiene implicaciones sociales: un espacio puede fomentar el intercambio o el aislamiento, la horizontalidad o la verticalidad, el individualismo o las sinergias.

Desde este punto de vista, cualquier arquitecto podría constatar fácilmente que el Congreso de los Diputados no está diseñado para trabajar. O, al menos, para trabajar como lo hacemos nosotros.

Lo que encontramos en la planta que nos habían adjudicado desde la Mesa del Congreso, antes ocupada por el Partido Popular, fue una sucesión de despachos pequeños, para los diputados, y ninguna sala de trabajo para el resto del personal. Parece que los populares estaban acostumbrados a trabajar así, cada uno pasando consulta en su mesa de doctor, con sus asistentes colocados en la puerta, fuera del despacho, a modo de recepción.

No contaban con nosotros. No esperaban que nos tratáramos como compañeros, en vez de como jefes y empleados.

Ése fue uno de los detalles que más llamó nuestra atención: el hecho de que los asistentes parlamentarios fueran relegados al pasillo, sin ventanas ni luz natural, en mesas situadas como barricadas a la puerta de los despachos, en un formato cutre y triste y, para nosotros, inaceptable. Inaceptable porque nos parece que ese modelo, reproducido no sólo por el grupo popular sino por todos los demás grupos parlamentarios, pretendía marcar diferencias entre diputados, diputadas y "asistentes"; y las marcaba, además, de manera física, visible, clara y determinante.

Nos pareció que el Congreso estaba pensado como una perfecta máquina de clasismo y subordinación, que determina la posición de cada uno respecto a presupuestos de subalternidad y jerarquía; y tuvimos que tirar de imaginación (y también un par de tabiques) para adaptar sus encorsetados espacios a nuestra forma de hacer. Porque, si nacimos precisamente para combatir la distancia entre representante y representado que estaba siendo una de las principales causas de la desafección de la ciudadanía hacia la política española; ¿cómo íbamos a permitir esa distancia entre nosotros, seamos diputados, diputadas, asesores, asistentes o trabajadores parlamentarios?

Así, pudimos sacar un par de salas de trabajo juntando despachos individuales, varios diputados quitaron los sofás para poder hacer hueco a otras mesas donde pudieran trabajar sus compañeros (porque estamos acostumbrados a hacerlo así, en equipo), y fuimos impugnando poco a poco todo el sistema de códigos del Congreso de los Diputados; por cierto, con el apoyo tácito -cuando no con el aplauso explícito- de los trabajadores de la Casa.

En el ala que ocupa Podemos en el Congreso ahora, las mesas se comparten y los despachos también, y aun con todo eso, la mayoría de nuestros diputados y diputadas sigue dejando la puerta de su despacho abierta mientras trabaja. No se acostumbran a estar dentro solos, con esos muebles aparatosos, que tanto distan del mobiliario funcional y ergonómico que podría esperarse de un centro de trabajo. De un centro pensado para trabajar.

  5c8b17012400006d054cd1fe

Hubo otra cosa que nos sorprendió cuando aterrizamos en el Congreso: la ausencia de una sala con microondas y nevera, donde las y los trabajadores puedan comer "de táper". Esto es algo que la mayoría de la gente desconoce, como se desconoce que la famosa guardería del Congreso, que tantos políticos y políticas prescribieron a Carolina Bescansa para su hijo Diego el día que se constituyeron las Cortes, está situada en uno de los sótanos del edificio, sólo una planta por encima del párking. Una cercanía elocuente pues, la guardería del Congreso, sin patio y con la poca luz que puede haber en una planta -1, parece más bien un aparcamiento de niños.

Otra cuestión que no deja de sorprender es por qué los policías nacionales que custodian las entradas del Congreso no tienen unos taburetes para sentarse en la varias horas que pasan de guardia en el patio o en las puertas. ¿Realmente es necesario estar siempre de pie? ¿No les va a dar tiempo a levantarse de un taburete si tienen que intervenir, o es solo una cuestión de "imagen", que al final pagan ellos y ellas con su salud?

Es ante detalles como estos, aparentemente intrascendentes, donde entra en juego el debate tan en boga últimamente en la vida política de nuestro país, sobre la normalidad. Y es que, de la misma manera que vimos a Esperanza Aguirre decirle en televisión a Manuela Carmena, durante la campaña electoral para las elecciones municipales, "tú no tienes el monopolio de la compasión"; son muchos los tertulianos, opinadores, periodistas o portavoces de otras formaciones los que últimamente acusan a Podemos de haberse arrogado el "monopolio de la normalidad".

Y no. Nosotros no nos hemos arrogado nada. Pero es cierto que cuando uno llega al Congreso y descubre que en todos estos años ningún partido político ha reclamado una sala donde sus trabajadores puedan comer la comida que se traen de casa, no parece que todos ellos, antiguos pobladores del Congreso con los que ahora habitamos, fueran gente muy normal. Al menos, si entendemos por gente normal esas personas que se llevan la tartera a la oficina porque no pueden permitirse pagar un menú todos los días. Los que tienen más vida laboral que biografía.

En los intestinos del Congreso encontramos, en definitiva, un sistema que funcionaba condicionando a cada individuo que entra por la puerta, con su acreditación correspondiente, marcándole las pautas, las posibilidades y lo radios de actuación. Encasillando a cada cual, de forma democráticamente burocrática, y asignándole un espacio. También a los recién llegados representantes de Podemos: el sistema descansa sobre la creencia de que la Comisión Parlamentaria de turno se encargará de poner a cada diputado y diputada en su lugar, que la inercia de la institución disciplinará a cada cual, ahogándolo en papeles y convirtiendo su agenda institucional en un laberinto parlamentario en el que anularlo políticamente. Un sistema que, como hubiera dicho Henri Lefebvre, había olvidado la función de apropiación del espacio por parte de sus usuarios (y por tanto, la posibilidad de cambio, de dinamismo), reproduciendo un orden productivista que dificultaba pretendidamente la reunión y el encuentro. Un orden que, en el caso del Congreso de los Diputados, además resultaba ser improductivo.

Pero en ese sistema irrumpió de pronto un elemento inesperado. No contaban con nosotros. No esperaban que nos tratáramos como compañeros, en vez de como jefes y empleados. No nos conocían, y por eso no sabían que nuestro objetivo siempre fue ser alegres y combativos, y que veníamos dispuestos a pelear, también, por estas pequeñas cosas.

¿Quién iba a imaginar que algún día su Congreso se iba a llenar de gente?