Cómo amar más allá del romance

Cómo amar más allá del romance

El romance, esa es la parte fácil. El amor, también eso es fácil. Pero querer a una persona día sí y día también, soportar los molestos hábitos personales de cada uno y el trabajo y los niños y toda la vida en general, ese ritmo acaba cansando, y muy rápido. Pero no contigo. El amor entre tú y yo no envejece ni se cansa, sino que se adapta y evoluciona. A veces es más rutina y trabajo que romance y amor, pero ese esfuerzo es parte de lo que quiero.

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Una historia de amor color fucsia:

Sentada junto a la ventana, con una copa de vino blanco a mi lado y con las manos sobre el teclado, vuelvo la vista hacia un cielo de un tono apático.

Hoy el contorno de los árboles está envuelto por un aburrido matiz gris blanquecino, en lugar del azul brillante o del cúmulo de neón por un sol cada vez más recostado sobre el horizonte de poniente.

Aún puedo recordar vívidamente el cielo fucsia y naranja fluorescente que solíamos ver sentados en la cima de nuestro monte favorito en Nuevo México, cuando todavía estábamos en la universidad; antes de casarnos y antes de tener hijos.

Solíamos guardar en las mochilas dos botellas de vino blanco, algo de comida para la cena y unas curiosas copas de vino de plástico con unos bases que podían desenroscarse del cáliz y luego guardarse formando unas campanas muy chiquititas y elegantes.

Recuerdo también la sensación de mis pesadas piernas y los golpeteos de mi corazón retumbando en el oído durante la caminata hacia la cima, sobre todo durante la última curva, en ese tramo que siempre pensaba que podría acabar conmigo.

Pero siempre lo superaba; los dos juntos lo vencíamos.

Luego, al evaporarse el sudor salado, mi piel siempre quedaba húmeda y perdía su calidez, igual que el sol al caer cada vez más, debajo de un cielo amoratado y parcheado de colores cítricos. Entonces sacabas lenta y cuidadosamente nuestra cena y el equipo de acampada, mientras yo hacía de pinche para ayudarte a prepararlo todo.

Allí comíamos sin muchos remilgos y charlábamos. Me hablabas de tus sueños. Normalmente tenían que ver con algo académico, lo que no era de extrañar, ya que lo que nos llevó a esa montaña en primer lugar fue la celebración de tu primer título de máster en la universidad del valle justo bajo nosotros.

También eran sueños sobre lo que podríamos hacer juntos; otros paisajes que ver; los hijos que tendríamos... A pesar de que sabías que querías prosperar como intelectual y atleta, tu sueño siempre fue formar una familia, conmigo.

Ahora tengo la oportunidad de escribir estas palabras porque me encuentro en un momento de soledad extraño. Te has quedado dormido mientras acostabas a nuestra hija mayor.

Me acerqué de puntillas a ver tu progreso mientras le leías y os vi a los dos boca arriba, profundamente dormidos en la misma exacta postura; una imagen un tanto siniestra. Nuestra hija más pequeña ya había caído dormida sobre mi hombro después de darle el pecho. Visto el momento de tranquilidad en la casa, decidí rápidamente cerrar la puerta de vuestras figuras supinas y dejar suavemente a la bebé en su moisés. Ahora la miro desde el monitor y la extraña postura que ha escogido para dormir me anima a unirme a ella dentro de poco.

Y así se cumplió nuestro deseo: tenemos dos niñas preciosas y de buen corazón.

De todas formas, a veces me pregunto qué pasó con los dos chiquillos que solían sentarse en aquella cima a la luz de la luna.

Siguen aquí, de eso estoy segura.

Se dejan ver a veces de forma inesperada, como cuando soltamos algún chiste malvado y políticamente incorrecto o cuando nos besamos discretamente en la cocina mientras troceamos calabacines.

Esos chiquillos me hacen cosquillas en el corazón cuando sueño y los siento disfrutar cuando conducimos con el techo corredizo abierto y la música a todo volumen derramándose por las ventanas camino de las sinuosas carreteras campestres.

Siguen disfrutando del vino bajo el cielo estrellado.

Cuando el fin de semana pasado nos sentamos en el porche de nuestra casa, me sorprendió la visión de las estrellas.

Permanecí en la mecedora blanca, admirando unas constelaciones para las que no tenía nombre. Con la misma admiración miraba al hombre sentado a mi lado, que recorría la huella dactilar de mi pulgar con la punta de los dedos mientras me hablaba de la polvorienta ruta en bici que tiene por costumbre recorrer ahora. Me asombra de igual modo saber lo mucho que le quiero y lo difícil que me resulta demostrarlo a veces.

El amor es curioso cuando tienes hijos.

Todo el mundo cree que vive un tipo de amor diferente y a menudo espero que tengan razón. Sin embargo, mi marido y yo a menudo tenemos que luchar por mantener una conexión que existe más allá de los pañales llenos de caca, los asientos de coche y los colegios.

El romance está en los besos robados después de ir a dormir, que sustituyen a aquellos fines de semana de juegos por todo lo alto. El romance está en elegir tu carne favorita en la carnicería para ponerla a la parrilla. Está en los besos de despedida apresurados entre amamantar al bebé y llevar a la niña al colegio. Supone un esfuerzo, y merece la pena.

Pero a veces sólo se percibe el sacrificio y no tanto el amor.

A veces se siente poco valorado.

Pero lo que tiene el matrimonio es que requiere dedicación. El romance, esa es la parte fácil. El amor, eso es bastante fácil también. Pero querer a alguien un día sí y al otro también, con sus molestos hábitos personales y con el trabajo y los niños y la vida entera en general, ese tipo de cosas son las que acaban cansando, y muy rápido.

Pero contigo no me cansan.

Solíamos sentarnos bajo las estrellas en una cima de piedras rojizas en Nuevo México. Ahora, nos sentamos bajo las mismas estrellas en mecedoras del mismo color rojizo, en el porche de una casa en el estado donde crecimos, juntos.

También solíamos mirar al cielo tumbados sobre una manta en el patio delantero de la casa de mis padres. Ahora el lugar parece haber cambiado pero, de alguna forma, las estrellas y nuestros corazones siguen siendo los mismos.

Mis ágiles dedos sobre el teclado empiezan a ir cada vez más y más y más lento, hasta que me detengo (porque la beba empieza a despertarse, la puedo ver levantándose y gimoteando en el monitor).

Te dejo abrazar a nuestra otra hija y protegerla en sus sueños, así que me desvisto rápidamente para dar el pecho a la pequeña en la cama hasta que se duerma de nuevo. Me percato de que fuera, a través de la ventana, la luz ha cambiado el color del mundo.

Ya no parece apático.

La noche todavía no está negra y oscura, pero tampoco hay luz propiamente dicha.

El día parece dispuesto a terminar, pero aún no está listo para que llegue el siguiente. Es esa parte vigorizante de la noche, donde no se siente el cansancio y todo parece claro y sencillo, ese momento que te incita a echarte otra copa de vino y seguir levantada unas cuantas horas más en vez de ir a la cama.

Y no me importaría irme a la cama ahora, pero ojalá me fuera contigo.

El amor entre tú y yo nunca envejece. Cambia. Evoluciona. A veces es más rutina y trabajo que romance y amor, pero eso es parte de lo que quiero. Porque en realidad es que nada que merezca la pena de verdad llega sin esfuerzo. Es cierto que el amor debe ser algo natural, pero también es cierto que a veces requiere unas cuantas gotas de sangre, de sudor y de lágrimas.

Me quito las gafas y las dejo en la mesita de noche. Me giro hacia la izquierda y me pregunto qué soñaré esa noche.

El cielo ya está negro. Obligo a mis ojos a cerrarse, convencida en mi corazón de que los problemas por los que pasamos ahora son fugaces, como lo fueron tu tesis y aquella empinada curva donde siempre poníamos la tienda de campaña.

Se me ocurre, durante ese breve espacio contemplativo entre mis párpados entornados, que el color gris blanquecino del cielo no era de aburrimiento o apatía, sino de calma y serenidad.

El amor no está siempre en los atardeceres fucsias.

No podemos pretender sentir ese ansiado corazón acelerado sin el esfuerzo de subir esa cuesta aparentemente imposible. El esfuerzo es lo que lo hace latir.

La mejor parte de irnos juntos de mochileros era que nuestros corazones trabajaban coordinados. El mismo sudor brotaba de las dos frentes y luego volvíamos a la calma con el mismo ritmo y compartiendo el mismo espacio.

Es posible que nuestro momento ahora sea el de prepara puré de manzana para el bebé, el de hacer de taxistas de su hermana para llevarla al colegio, el de coordinarnos para que los dos podamos hacer ejercicio tal o cual día, pero lo cierto es que no querría vivir mi vida con otra persona ni de cualquier otra forma.

Te quiero, fucsia.

Os quiero, naranja fluorescente, azul de neón y sombras de morado y gris.

Os quiero, luminarias nocturnas. Os quiero, mañanas de lluvia copiosa.

Y sé muy bien que cuando el cielo está nublado, las estrellas siguen ahí, brillando hermosas y radiantes, solo que quedan escondidas de nuestra vista temporalmente.

Y me parece bien; no es que esté apática.

Tan sólo estoy a gusto con las pulsaciones de un corazón al atardecer gris blanquecino, intercalando pasiones de fucsia brillante.

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Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Diego Jurado Moruno

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