Hombres, ¡a cerrar las piernas!

Hombres, ¡a cerrar las piernas!

UppercutGetty Images/Uppercut

La imagen que el transporte público de Madrid incorporó en su señalética, como advertencia en contra del desparramo a la hora de sentarse, no es un sujeto neutral. Sí, es una persona de sexo neutro con las piernas muy abiertas, sin embargo en el imaginario cultural se trata de un hombre. Ya que es desde el feminismo donde se ha creado una palabra para identificar el fenómeno: el "manspreading".

Neologismo que surge para apuntar al desparramo masculino, expansión de su humanidad al tomar asiento, que obligaría a la mujer que tiene al lado a encogerse. Así, el símbolo de la advertencia, lejos de ser neutro y apelar a la civilidad general, instala su significado estereotipando una conducta masculina.

La lucha de las mujeres, metafóricamente, ha tenido como uno de sus objetivos liberarnos para abrir las piernas en lo social, en lo sexual, es decir, para ser expansivas en la cultura, sin culpa y sin sanciones. Entonces, ¿por qué tendríamos que devolver con la misma moneda y mandar a los hombres a encogerse?

Seamos francos, el desparramo del otro es una incomodidad. Sea o no consciente de su conducta, el que hace de centro de mesa, el que secuestra la palabra en una conversación, el que se roba la película, los que ocupan algunos centímetros más del espacio que les corresponde en la silla, dejan contrariados a quienes parecen ser para ese sujeto sólo su público o simplemente una anécdota. Afortunadamente, hoy, no sólo los hombres pueden ser expansivos en lo público. Sino que la gente desparramada de cualquier género puede expresarse y disgustar, tanto como hay otros que se encogen, ya sea por buena voluntad o por inhibición.

Aspirar a eliminar toda molestia proveniente del otro es promover la segregación y la asfixia del control social.

Así como me han tocado varones que despliegan su humanidad sin mirar si se están tomando el espacio ajeno, he agradecido a otros que me han ayudado en la vía pública, lo mismo con mujeres, algunas de mayor o menor noción de civilidad. El desparramo se oculta incluso en quienes se sienten seres de luz: lleguen tarde a una clase de yoga, y a pesar de tanto shanti om por la paz mundial, comprueben cuántos están dispuestos a ceder algo de su espacio tomado.

Hay luchas que las mujeres debemos seguir dando por la equidad, especialmente para aquéllas a quienes aún no les ha llegado el feminismo. Pero otra cosa es usar el poder creciente del activismo como mecanismo de control social y justificar cualquier acto -incluso los regresivos- en la causa. Un feminismo complaciente y sin autocrítica no me representa, no cuando es usado para callar y hacer sentir culpable a quienes disientan en relación a algún tema.

La falta de autorevisión del activismo puede caer en definiciones, que terminan sirviendo a un modelo que es, precisamente, parte del problema de las mujeres y las minorías. Me refiero al individualismo como paradigma de la sociedad de consumo. A veces se acentúa la pelea por que cada uno se encoja en lo privado de su espacio sin molestar al otro, perdiendo de vista la solidaridad.

A lo menos, habría que hacerse la pregunta de cuándo conviene construir un problema como una cuestión feminista o como uno de lucha de clases, de pobreza, o relativos a otros paradigmas culturales. En este caso, tiene consecuencias distintas tratar el tema del desparramo en el transporte como un asunto del feminismo más que de civismo.

Esta última no se fomenta amedrentando -menos, estereotipando a uno de los sexos- ni levantando el individualismo como modelo de lo social, sino con justicia para resguardar el tejido social.

Por otra parte, el mundo es con personas desparramadas, es con tensiones, pero también con concesiones entre nosotros. Aspirar a eliminar toda molestia proveniente del otro es promover la segregación y la asfixia del control social.

Nadie sabe para quién trabaja.

Este artículo fue publicado originalmente en hoyxhoy

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