El demonio secreto

El demonio secreto

Cómo contarle a quien jamás lo ha sufrido cómo una mujer sana termina por ser arrasada .

Ilustración.Getty Images/fStop

Esta semana sufrí una crisis de ansiedad que provocó que terminara en tendida en una camilla de emergencias. Con una cánula en el dorso de la mano derecha y un poco mareada por el cóctel de medicinas que me corría por las venas, me pregunté cómo explicar algo semejante. Me refiero, cómo contarle a quien jamás lo ha sufrido cómo una mujer sana termina por ser arrasada — el término es exacto — porque la desbordó el miedo. O en mi caso, cuando la mente se convierte en un monstruo contra el que luchar.

Suspiro, me pongo cómoda. Ya puedo respirar con normalidad. Hace media hora luchaba por hacerlo, tenía el brazo derecho paralizado por el dolor y estaba convencida que había sufrido un infarto. El infinito en mitad de un día con mil percances distintos, ninguno de ellos demasiado importante.

De pronto, ocurre. Pasa. El trastorno echa a funcionar su misterioso mecanismo y te encuentras entre temblores, en una batalla borrosa por ¿qué? ¿sobrevivir? Suena melodrámatico ¿verdad? Supongo que sí. Cierro los ojos, la aguja en la piel se mueve. Siento el dolor como un hilo caliente bajo la piel. El problema es que la ansiedad hace que esa idea de la supervivencia sea muy cercana y real.

Imagina que de pronto, sientes miedo. Nada lo provoca ni tampoco tiene una explicación racional. Pero lo sientes, claro y primitivo. No se trata de uno de los tantos miedos modernos: construido a la medida de los dolores y pesares racionales de una época civilizada, sino algo más. Un agudo estrés inexplicable que tiene mucho que ver con la necesidad de huir, luchar, escapar, enfrentarte a un peligro invisible más grande que tu mismo. Pero en realidad, no hay nada contra qué defenderte, qué enfrentar. Sólo el miedo que fluye como oleadas calientes e insoportables y de pronto llena el mundo.

Ahora, multiplica esa sensación cien veces. Amplificada hasta llenar cada espacio de la realidad. El miedo en todas partes, tanto y tan agudo, que te hace llorar, te corta de golpe la respiración, hace a tu corazón latir tan rápido que resulta doloroso. De pronto, todo tu cuerpo y tu mente, están preparados para correr a través de una estepa imaginaria o atravesar a toda velocidad los dominios de animales que podrían matarte con un mordisco o un zarpazo. Sólo que no te enfrentas a nada de eso.

Solo estás sentado, quizás en casa o tal vez en un transporte público, rodeado del sonido habitual de la calle. O caminando hacia tu trabajo. O leyendo un buen libro bajo el sol. Nada que pueda advertirte de que chocarás a toda velocidad con algo así de violento. Cualquiera sea el lugar o lo que hagas, la escena es la misma: el miedo llega y se queda. No se va de nuevo. El miedo te hace reaccionar a un enemigo que no existe, que quizás eres tu mismo. Se hace inabarcable, incontrolable, un golpe de conciencia que tiene mucho de biológico. Una respuesta fisiológica tan potente que te arrebata toda forma de pensar y elaborar una respuesta real hacia el estímulo que lo provoca.

El miedo te hace reaccionar a un enemigo que no existe, que quizás eres tu mismo

Imagina sobrevivir a algo semejante a diario. Quizás en dos o tres ocasiones. Imagina sentir como el estómago se te retuerce de un horror que parece inabarcable. Que debas luchar para respirar una bocanada de aire. Que sientas un pánico inaudito y claro que te llena con el poder de una ráfaga malsana. Que a pesar del impulso, no puedes huir ni tampoco escapar del peligro que te acecha, del enemigo que te observa. Porque está dentro de ti, es parte de todo lo que haces o la forma como miras el mundo. Porque se trata de una reacción inaudita pero real que te consume, te devasta, te deja sin fuerzas. Encerrado en tu mente, en los espacios que te procuran algo de alivio. En la mera posibilidad de cierta paz que nunca terminas de obtener.

Así vive — o sobrevive — más o menos el 30% de la población mundial, aquejada por síndromes de pánico y ansiedad en diversos grados y bajo distintos diagnósticos. Se trata de un padecimiento psiquiátrico del que se habla poco y se sabe aún menos, y que la mayoría de las veces, suele ser malinterpretado.

Para el paciente que debe lidiar con una variedad de síntomas físicos y mentales que entorpecen su vida diaria y afectan su salud en cientos de maneras diferentes, el desconocimiento de lo que puede ser y las implicaciones del trastorno de pánico o ansiedad son quizás la circunstancia más compleja y dura con la que debe lidiar a diario.

Así sobrevivo a diario. No me considero una víctima ni mucho menos una heroína, sólo soy una adulta joven que intenta vivir de la mejor manera posible a pesar de los frecuentes ataques de pánico, de la sensación de vulnerabilidad que suelen dejar a su paso y ,sobre todo, de la incertidumbre. Porque además del miedo clínico, el paciente con un trastorno de ansiedad debe enfrentar el hecho perdió de que perdió el control sobre su capacidad para expresar el miedo, la ansiedad y el estrés. Un pensamiento complejo que te acompaña a todas partes, y lo que es aún peor, la mayoría de las veces socava la sencilla confianza que todos tenemos — o intentamos tener — en nuestra manera de actuar y pensar.

Mi actual psiquiatra suele decir los ataques de pánico son una pequeña trampa psicológica. Una reacción difícil de explicar y que provoca que la gran mayoría de quienes lo sufren estén convencidos que son responsables en mayor o en menor medida de no “poder controlar” el miedo que les acompaña a todas partes. Durante todo este tiempo, mi mayor lección ha sido justamente la de dejarme de recriminar y ser a la vez mi propia víctima. La de avanzar hacia más bondad y paciencia con mis dolores y padecimientos. A veces pienso que esa es la mayor sabiduría de todas. Quizás lo es.