El espíritu de Fontaneda
Cuando la sosa cáustica que puede con todo nos mancha, lo único que nos queda es el ‘sálvese quien pueda’ y eso ya no es la lucha de los trabajadores.

Merendaba unas galletas de barquillo tirado en las losetas del suelo del salón de casa de mis padres, mirando fijamente una cartulina blanca. Apuraba con la lengua el chocolate de aquellos barquillos estudiando la mejor forma de hacer una pancarta con tres rotuladores, un poco de cinta de carrocero y un listón de madera que había encontrado en el banco de carpintería de mi padre.
Una pancarta es una manualidad más que desconocida para un niño que aún no había cumplido ni los nueve años y que de la lucha de los trabajadores sabía lo que percibía en la cara de sus padres cuando el paro amenazaba con entrar en casa. Una pancarta es una manualidad más que desconocida para un niño cuya preocupación es apurar el chocolate de esas galletas de barquillo, salvo que el contenido de la pancarta comprometa a esas galletas, ese chocolate y todo lo que representaban. Precisamente eso, las cosas del comer de muchas familias.
Recuerdo perfectamente como tracé aquel ‘Fontaneda es de Aguilar’ en esa cartulina y como trazaría otros tantos más en los próximos meses. Recuerdo los murales, los aplausos a la salida de la fábrica, que estaba a poco más de cien metros del suelo donde hacía las pancartas y recuerdo las conversaciones de los adultos en los bares o en los mercados, recuerdo la valentía de las trabajadoras y los gritos de apoyo de aquellos que llevaban años ya jubilados. Lo recuerdo todo —o casi— porque me impregné de todo, porque me bañé de aquel chocolate que era la lucha de los galleteros.
El niño que comía boercitos —así se llamaban esas galletas de chocolate y barquillo— me vino a visitar hace unas semanas con la amenaza de cierre de Siro y sus plantas en Castilla y León, entre ellas también la de Aguilar de Campoo. Pero, el niño ya era grande, ya no comía boercitos, sino que procuraba comer galletas sin azúcar y el espíritu de lucha del que se impregnó estaba dormido, como dormido está entre muchos millenials, como dormido está en muchos que se cansaron de pelear demasiado quizá o en aquellos que no ven rédito propio a las luchas comunes.
Ahí, precisamente, radica uno de los grandes éxitos del neoliberalismo: debilitar nuestra sociedad. Extirpando la idea del bien común y es que, cuando la sosa caustica que puede con todo nos mancha, lo único que nos queda es el ‘sálvese quien pueda’ y eso ya no es la lucha de los trabajadores. Ante esto, la idea de que se pueden tomar soluciones es muy seductora y aparentemente fácil, buscar soluciones comunes para problemas comunes.
Pero otro de los galones que lleva el neoliberalismo en sus solapas es la fugacidad y la velocidad de los hechos. Las cosas pasan tan rápido que no somos capaces de tener una digestión de ellas. Otro de los éxitos de esta puñetera sosa cáustica es la memoria frágil, es así, es el hecho de que no se permita que se den mimbres que construyan el cesto común de la lucha de los trabajadores.
Mientras reflexiono sobre todo esto, pienso que el compromiso de toda una provincia con el mantenimiento del trabajo cuando estalló el conflicto de Fontaneda fue enorme porque, las ideas del ‘sálvese quien pueda’ no tenían lugar para echar raíz en el suelo de las de Fuenteovejuna. Un pueblo entero, toda la provincia de Palencia y me atrevería a decir que toda Castilla y León salieron en algún momento a la calle a decirle “no” a una multinacional.
Lo que no sé es si del espíritu de Fontaneda hubiera seguido tan vivo como entonces, si el niño de los boercitos hubiera espabilado y con él toda una generación de millenials o Zs, conscientes de que sus padres y madres, al pie de la jubilación, estaban a punto de perder sus empleos y de ver comprometidas sus pensiones. Incluso, de que sus propios proyectos vitales, en el pueblo donde nacieron y donde ahora forman sus familias, estaban llegando a su fin. Mi respuesta es que no.
Afortunadamente esta vez, la fuerza del movimiento sindical de los comités de empresa, el diálogo y la política útil no nos han dejado ver si sería posible ahora el resurgir el espíritu de Fontaneda. Un espíritu con el que nos hemos de bañar como si fuera el chocolate de aquellas galletas porque con ellas, como con cualquiera de las cosas del comer, no se juega.