España, de 'oasis' sin ultraderecha a 'normalizar' los pactos con ultras

España, de 'oasis' sin ultraderecha a 'normalizar' los pactos con ultras

El sistema PP-Cs-Vox aleja al país de la tónica en los países del entorno.

Ortega Smith y Martínez-AlmeidaTWITTER / MONASTERIO

José Luis Martínez-Almeida, José Luis Martínez-Almeida, José Luis Martínez-Almeida, José Luis Martínez-Almeida… Así hasta treinta veces se escuchó el nombre del dirigente popular al leer Manuela Carmena los resultados de los votos secretos en urna el pasado sábado en el Ayuntamiento de Madrid. Escribieron su nombre todos los ediles del PP, Ciudadanos... y Vox.

Esto es algo impensable en la mayoría de los países de nuestro entorno europeo, donde conservadores y liberales rechazan aliarse con la ultraderecha. Pero en España, PP y Cs han emprendido un camino contrario y han ideado un sistema de pactos a tres, donde el enemigo principal es la socialdemocracia que representa Pedro Sánchez. Y lo han normalizado sin ningún dilema ético en apenas seis meses y de manera acelerada el pasado sábado.

La actitud de Pablo Casado es muy diferente a la de Angela Merkel y Albert Rivera desoye todo lo que le ha trasladado Emmanuel Macron. Desde las pasadas elecciones andaluzas se acabó el mito de que España era, junto a Portugal, Irlanda, Luxemburgo y Malta, el oasis europeo donde no había extrema derecha en las instituciones. Ya no solo es que tengan asientos en cámaras autonómicas, ayuntamientos, Congreso y Senado… sino que empiezan a tocar poder.

La fórmula ‘a tres’ se extiende

La misma fórmula se va repitiendo poco a poco. Todo empezó en Andalucía, el PP se encarga de pivotar estos pactos a tres. Ciudadanos se afana en decir que no se va a sentar con Vox y niega gobiernos tripartitos, pero luego recibe los votos en las sesiones constitutivas. Mientras, los de Santiago Abascal tensan la cuerda públicamente y amenazan con dejar a la izquierda gobernar si no hay foto hasta la cesión final. El esquema se vio en el sur, se repitió igual para la constitución de la Asamblea de Madrid y fue calcado la noche anterior a la constitución de los consistorios el pasado sábado.

Luego se filtran documentos con medidas pactadas por PP y Cs y PP y Vox. Y poco a poco se va conociendo la letra pequeña de los acuerdos: los ′populares’ van a ceder, por ejemplo, presidencias de juntas de distrito en Madrid a los miembros de la ultraderecha y los ‘naranjas’ mirarán para otro lado. Se han dado un plazo de veinte días para concretar el organigrama.

Aunque niega pactos, Cs ha recibido públicamente sus votos en ciudades como Granada

Y aunque Cs dice que no ha pactado, se retrata en casos como Granada: el nuevo alcalde es el ‘naranja’ Luis Salvador, con tan solo 4 de los 27 concejales de la corporación, gracias a los votos de PP y Vox -que los hicieron públicos-. El político de Ciudadanos aceptó los sufragios de la ultraderecha sin rubor y muy lejos de aquello de que gobierne el más votado.

El partido de la ultraderecha fue determinante para elegir al alcalde en varias capitales de provincia. Madrid fue el gran espejo de la entente de la derecha y la extrema derecha, pero los de Abascal también fueron necesarios en urbes como Zaragoza, Palencia, Teruel y Badajoz.

No solo en este juego a tres, sino que Vox va a entrar directamente a gobernar junto al Partido Popular en municipios importantes como El Ejido y Roquetas de Mar, en Almería, bastiones de toda la vida de los ‘populares’ y con gran peso económico en el sur de España.

Los tres partidos actuaron milimétricamente para alcanzar alcaldías a lo largo y ancho de España. Los de Abascal solo se saltaron el acuerdo en Burgos, donde se negaron a dar el Ayuntamiento a Cs, aunque en breve se presentará una moción de censura para echar al recién elegido alcalde, Daniel de la Rosa (PSOE).

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Los ‘populares’ tienen claro que es el camino a seguir: repetir la foto de Colón, incluso si pudieran hasta en el Gobierno central. Casado se ha instalado en su ‘no es no’ a Sánchez y defiende estas alianzas con la ultraderecha. Su otro objetivo es intentar que vuelvan todos al Partido Popular, la “casa común” de la derecha y de la que salieron Abascal y compañía. En ese intento de blanquear, podíamos escuchar el sábado a Esperanza Aguirre -una de las mentoras políticas del líder del Partido Popular- decir ante la prensa: “Vox no es Marine Le Pen”.

Y más en shock están en Europa con la actitud de Ciudadanos: Macron ha mandado un mensaje a los naranjas de que aclaren su ambigüedad y amagan con romper con ellos en el grupo de la Eurocámara. Desde Cs siguen negando que hayan pactado con Vox, pero les ha sacado hasta los colores Manuel Valls -que en una posición contraria a lo que quería Madrid ha cedido sus votos a Ada Colau para que no gobierne el independentismo en Barcelona-. Los naranjas y el exprimer ministro francés han roto su relación este lunes. La excepción ha sido Castilla-La Mancha, donde han optado por pactar con el PSOE y arrinconar a populares y ultras.

En Francia o Alemania, ni agua

“Algo así no ocurriría en París, Londres ni Berlín”, como resume la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo. Y es cierto. La extrema derecha crece en Europa, gana presencia en los municipios, las regiones, los parlamentos y hasta en algunos Ejecutivos, pero en el grueso del Viejo Continente, en los países más potentes, se aplica categóricamente un cordón sanitario que aleja a los ultras del poder. Un Fuenteovejuna que aparca las ideologías. Tan grave es el peligro.

El debate es de calado: ¿hay que estrangular a formaciones que han logrado limpiamente un respaldo popular? ¿Apoyarse en ellos puntualmente contamina todo un programa? ¿Tienen siquiera que existir? Hoy, a grandes rasgos, hay un consenso de partida: existir y defender sus postulados, bien, pero ir con ellos de la mano, no, porque acaban contagiando al menos el discurso (si no las políticas y las acciones) y degradan los pilares del estado de derecho.

Alemania y Francia son los Estados donde más claramente se le ha dado la espalda a los equivalentes locales de Vox. En el primer caso, tras sensibles debates internos, los conservadores alemanes de la CDU (el partido de centro derecha que hasta ahora ha comandando la canciller Angela Merkel) decidieron alejarse por completo de estos radicales, incluso cuando la realidad electoral le dejaba claro que, en pleno declive, podía conservar no pocos cetros si pactaba con ellos.

A la puerta de Alternativa por Alemania (Afd), que es el partido de extrema derecha dominante en Alemania, no llaman para sumar escaños o ediles ni para conquistar apoyos programáticos puntuales. Ahora mismo, la AfD es la tercera fuerza del Bundestag, el Parlamento federal, y tiene escaños en las cámara regionales de los 16 estados federados del país.

En diciembre, en su congreso nacional, la CDU plasmó esta línea roja integral en sus conclusiones. A ella se aferran su dirigentes, pero esperan meses duros para poner a prueba sus principios: en otoño se celebran elecciones regionales y la ultraderecha amenaza con ser llave indispensable en muchos territorios (pueden vencer en Sajonia, Brandeburgo y Turingia). De momento, hay precedentes optimistas, como el de la ciudad de Görlitz (55.000 habitantes), donde todos los partidos alemanes se han unido este domingo y han evitado que la alcaldía acabe en manos de los extremistas. Se hubiera convertido en la primera institución controlada por la AfD.

En Francia la situación es similar. Mejor entre adversarios que respetan los pilares del estado -la democracia, sus instituciones, la igualdad, la solidaridad... - que con ellos. El conocido Frente Nacional de Marine Le Pen, hoy convertido en el Reagrupamiento Nacional, es el partido más destacado del ala ultraderechista y sus datos son innegables: han ido creciendo sin frenazo hasta ganar, directamente, las últimas elecciones europeas. Tienen más base social, más representantes pero, sin embargo, gobiernan lo justo, apenas en 14 de los 36.000 municipios del país. No mandan en ninguna región (hay 13).

No encuentran una mano tendida ni en los partidos tradicionales ni en los nuevos, como el En Marche de Macron. “Está en juego la esencia de nuestra nación y de Europa, nuestros valores y nuestro futuro”, defendió en campaña, negando el pan y la sal a la ultraderecha.

En Holanda, uno de los primeros países en los que se vieron las orejas al lobo, los ultras tienen un espacio consolidado en la vida política, pero no experiencias de gobierno. Ni la extrema derecha del carismático Geert Wilders, ni la de último en llegar, Thierry Baudet, gobiernan municipios, como va a hacer Vox.

Que sólo cuatro naciones europeas sigan sin estas formaciones en sus Cámaras da muestra de su ascenso, eso es innegable. Ya no son exóticos partidos de esos que llamamos raros que concurren elección tras elección. Pese al “no nos moverán” de Merkel y Macron y sus nacionales, hay ocho países de la UE en el Ejecutivo, bien sea como aliado o directamente gobernando. En solitario llevan las riendas de Polonia, Hungría y República Checa, mientras que coaligados están en Italia, Finlandia, Letonia, Eslovaquia y Bulgaria. En Austria la alianza acaba de saltar por los aires tras un escándalo de corrupción que obliga a adelantar los comicios. Y en Dinamarca, el Partido Popular Danés da apoyo puntual al Gobierno en el parlamento.

Especialmente conocido es ahora el caso de Italia, donde gobiernan los ultras de la Liga Norte con los populistas del Movimiento 5 Estrellas. El primero, encabezado por Matteo Salvini, ha tenido experiencia en la gestión local y regional en las tres últimas décadas y ha ocupado ministerios en diversos gobiernos. En el país no se le ha catalogado de ultraderecha, sus postulados eran muy nacionalistas, muy conservadores, pero es más recientemente cuando, “asfixiados por Europa” -Salvini dixit- o por la llevada de migrantes a través del Mediterráneo central se ha dejado ver más su discurso de rechazo a la inmigración o de desprecio a Europa.