La noche que fuimos Snowden

La noche que fuimos Snowden

Ni con la visa nos dejaban salir. Nadie se atrevía a abrirnos la puerta; llamaban y llamaban a los jefes y a los jefes de los jefes. Una vez fuera, cruzamos la ciudad igual que dos fugitivos; las puertas de trenes y metro se cerraban a nuestra espalda, los pantalones crujían de tanto correr.

Edward Snowden ha estado cinco semanas viviendo en la zona de tránsito internacional del Aeropuerto moscovita de Sheremetyevo. Su presencia allí, marcada por esa orgía loca de noticias y tuits que cuajan el ciberespacio como una epidemia, ha hecho gastar horas incontables a gobiernos y medios de comunicación ocupados en buscar a Snowden hasta en las papeleras. Un mes y pico después sabemos poco más. Se supone que el exanalista ocupó una habitación de hotel de la terminal, rodeado por la mujer fuerte de Wikileaks, su abogado y quizás una cohorte de agentes rusos. El otro día le llevaron unos vaqueros y un par de camisas, y, por si no tuviese suficiente presión psicológica, el abogado le endosó una copia de Crimen y Castigo para matar las horas. Pero ya esta fuera, con un año de asilo en Rusia y una oferta de trabajo en la famosa red social VKontakte.

La zona de tránsito internacional de Sheremetyevo no es un lugar ideal. Una vez pasé allí una noche entera tropezando con baches burocráticos.

El detonante fue bien tonto: iba a Bielorrusia junto a una colega, disfrazados de turistas, para escribir un reportaje. Cuando llegamos a cambiar de avión en Sheremetyevo, descubrimos que Minsk estaba en Vuelos Nacionales. ¿Nacionales? Pese a ser países diferentes, Rusia y Bielorrusia comparten espacio aéreo. Había que salir de la zona de tránsito internacional, había que pisar territorio ruso, y eso requería una visa de tránsito. Que no teníamos.

Tardamos dos horas en descubrir este detalle.

Un funcionario desapareció con nuestros pasaportes; sus compañeros pasaban de largo charlando en parejas, a paso relajado, y cuando les intentábamos hablar, decían: "Sí, sí, ahora vengo", y luego se reían como diciendo: qué se creen estos dos, ¿que les vamos a dedicar cinco minutos? Un italiano de cincuenta años, profesor de universidad, sufría una situación parecida. Él tenía visado, pero en éste decía que se trataba de una mujer. El hombre se llamaba Andrea. No podían dejarle pasar. Desde su fular y sus pantalones color vivo, Andrea refirió con humor amargo la historia de cuando se fue a estudiar a Londres hace 30 años, y una organización feminista le dejó una invitación en la buzón. "Todavía guardo el panfleto".

Perdimos el avión. Una hora después apareció un ser alargado y cándido que nos explicó pacientemente de qué iba la cosa. Con un tacto de agradecer en aquella tundra de burócratas policiales, nos dio la noticia: "Seréis deportados en el primer vuelo a París, mañana por la mañana". Lo que siguió fue una cascada de súplicas, argumentos, batacazos y pequeños milagros que resultaría fatigoso enumerar. A cada gran victoria (logramos imprimir una foto mía en una impresora oculta en una cocina; no había fotomatones) seguía una derrota (no aceptaban tarjeta ni euros para pagar la visa, y no había cajeros automáticos), de modo que nuestra moral sufría entre las ruedas dentadas de la burocracia, generando una clásica letanía de quejas contra Rusia (cuando la culpa era, evidentemente, nuestra).

Pasamos la noche entre carreras y esperas, estirados en los bancos de metal frente a las tiendas cerradas bajo la luz mortecina de la terminal 7. Cuando ya despuntaba el amanecer habíamos logrado cambiar todos los euros, y el ayudante del cónsul, un individuo soñoliento y maleducado que se recreaba en sus bostezos, aceptó darnos la visa. Luego tardamos una hora en localizar al funcionario que tenía nuestros pasaportes. Movilizamos a un policía de paisano esculpido en granito; agotamos la paciencia de una secretaria.

Ni con la visa nos dejaban salir. Nadie se atrevía a abrirnos la puerta; llamaban y llamaban a los jefes y a los jefes de los jefes. Una vez fuera, cruzamos la ciudad igual que dos fugitivos (durante la noche compramos un billete a Minsk desde el aeropuerto de Vnukovo); las puertas de trenes y metro se cerraban a nuestra espalda, los pantalones crujían de tanto correr. Llegamos a Vnukovo con la lengua fuera, jadeando como dos galgos reventados, y tomamos el avión de hélice con exactamente dos minutos de margen.

Lo nuestro fue un pequeño marrón; lo de Snowden una bosta de vaca inmensa cuyo núcleo es él, rodeado por una maraña de conveniencias y raíces sin digerir donde flotan los Estados Unidos, Rusia, Wikileaks, muchos derechos aplastados y una seria indignación global. Pero hasta un caso de tamaña envergadura parece diluirse en el cenagal de la burocracia, capaz de regular su ritmo cardíaco según convenga. Esa es su gran baza: el laberinto de caminos cegados, la telaraña, contemporizar, ir suave con Obama. Si no, ¿por qué al actor Gérard Depardieu le concedieron la nacionalidad rusa de forma instantánea, saltándose trámites imposibles y utilizando una foto cualquiera de internet, mientras a Snowden le da una solución (provisional) tras más de un mes en el limbo?

Pase lo que pase, lo único seguro es que la vida del aguerrido informático quedará ligada para siempre a políticos y vigilantes, al horrible trámite. Como si, de alguna forma, jamás pueda abandonar el aeropuerto de Sheremetyevo.