Martín y el gallego errante

Martín y el gallego errante

Miguel Ángel Martín

En el verano de 1986 Miguel Ángel Martín tenía 26 años, dibujaba cómics y quería ser dibujante de cómics. Su estilo limpio, la línea clara de su dibujo, contrastaba con la dureza de sus guiones, de humor ácido y directo. Con esa claridad de trazo empezó a ilustrar las noticias de sucesos en un periódico de provincias que intentaba abrirse camino, La Crónica de León.

A finales de los ochenta, las noticias aún llegaban a las redacciones por el teletipo, tocando las campanillas cuando se trataba de una tragedia o de la muerte de Franco, que se murió a campanillazo limpio, con los teletipos echando humo. Los redactores de sucesos, o al que le tocara ese día cerrar la página se sucesos, que en provincias no hay secciones que valgan, reescribían lo que mandaban las agencias, y en ocasiones hasta empeoraban los textos por aquello de las prisas, el cansancio y quien sabe si también un aliento de incompetencia.

Martín cogía la hoja cortada del teletipo o la página ya maquetada con el hueco para su ilustración y ponía imágenes a asuntos de tanto interés informativo como que «'El Galfarrias' atraca en una misma noche una discoteca y a un taxista», «Dos fans de Luz Casal son arrollados por un tren durante un concierto» o «La mujer de un médico belga mata a sus dos hijos antes de suicidarse».

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Después del verano, cuando los periódicos hacen sus grandes cambios para seguir pareciendo iguales, a alguien se le ocurrió aquel mismo año que Martín ilustrara también los grandes crímenes históricos que sostenían la Crónica Negra de la provincia. Y así empezó la sección de prensa que da nombre a este libro. Ya solo faltaba alguien que escribiera los textos.

En octubre de 1986, cuando Martín seguía teniendo 26 años, Joaquín Nieves ya superaba los 60 y, si no lo había hecho ya, estaba a punto de jubilarse. De temprana vocación periodística, se había especializado en sucesos en Proa, periódico estatal de la Cadena Prensa del Movimiento que a partir de la muerte de Franco se reconvirtió en el organismo público Medios de Comunicación Social del Estado. Fue entonces cuando decidieron cambiar el término náutico del diario leonés —Franco nació en Ferrol, junto al mar— por otro más ambiguo, La Hora Leonesa, que a la sajona sería algo así como The Times of Lyon.

Nieves llevaba media vida en León sin perder el acento orensano de su Verín natal, tal vez porque no hablaba mucho. Taciturno, no demasiado alto, delgado y alopécico, transitaba las calles bajo la lluvia protegido por una gabardina que parecía no quitarse para dormir y que acentuaba su aspecto de sombra en la noche, de Gallego Errante.

Había hecho las prácticas en el Ya de Madrid, que engrasaba la rotativa a golpes de hisopo, y se había curtido con maestros como Miguel Delibes, Ernesto Giménez Caballero, Luis María Anson, Bartolomé Mostaza, Félix Morales, Augusto Assía, Enrique de Aguinaga... De ellos le quedaba una prosa retórica, sin libro de estilo, con tendencia a ocultar los datos relevantes y dejar la noticia importante para el final, como aquellos que van apartando las gambas de la ensaladilla rusa para después, cuando ya tienen saciado el apetito de patatas. Asistió, contaba él mismo, a la creación del diario Proa «por los falangistas», se hizo con las corresponsalías del Marca y la Agencia Efe y llegó a dirigir los deportivos Meta y Corner.

Joaquín Nieves venía de retirada cuando Miguel Ángel Martín velaba sus primeros rotrings, pero no se contaminaron, ni se influyeron, ni planearon juntos cómo llevar adelante la sección. Es más, en los meses que trabajaron juntos nunca se vieron; o si lo hicieron, jamás se dirigieron la palabra. La labor de dirección de esa joint venture tan insensata tuvo la virtud de no ejercer, de seguir la pauta del libre albedrío y, gracias a ello, los textos se han quedado arterioescleróticos, secos y sin lustre como las reliquias de los santos, pero las ilustraciones de Martín todavía guardan ese acento exótico y libre, transgresor y provocativo que caracteriza toda su obra.

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Regresar durante la elaboración de este libro al túnel del tiempo de La Crónica de León durante los ochenta ha sido toda una experiencia de gozos —las ilustraciones de Martín— y de sombras —casi todo lo demás—, pero el resultado no puede ser más contundente.

Los originales más críticos, los que resultaban más difícil de reproducir, se han vuelto a escanear, la compaginación ha variado de acuerdo a la intencionalidad original de cómo quería el ilustrador narrar secuencialmente cada suceso, muchas veces no respetada en la maqueta de prensa, y todos los textos han vuelto a ser escritos, intentando que se aproximaran al espíritu del dibujo: duro y a la cabeza, concisión y expresión.

Ese retorno a Puerto Hurraco, que tan sabiamente ha bautizado David Benedicte, ha sido intenso e instructivo. Ha obligado a sustituir el montaje rápido con llave Allen del mueble de Ikea por la ebanistería, buscando fechas perdidas, datos desaparecidos o mal contados, e incluso se ha rescatado un crimen que en su día únicamente fue anunciado y finalmente no se publicó por las presiones de la familia del homicida; sin duda gente notable y de bien.

La Hemeroteca de la Biblioteca Pública de León y la familia, siempre atenta a apoyar la labor editorial y creativa, aunque en este caso vaya provista de un acento criminal, también han echado una mano. Si el resultado es satisfactorio, en este caso y como siempre, la culpa es de Martín. Enteramente de Miguel Ángel Martín.

Este artículo se publicó originalmente en www.reinodecordelia.es

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