El muro de la vergüenza

El muro de la vergüenza

Para asomarse a él basta con coger el autobús.

El muro de la vergüenza.CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

No hay que ir a Berlín a fotografiarse junto a tabiques venerados que, me da en la nariz, son de Pladur, porque del Muro apenas queda suficiente para que se guarezca una lagartija; tampoco es necesario jugarse el físico y la capacidad de asimilar el horror viajando a la franja de Gaza; ni siquiera quedarse en el resort de Dominicana, borracho de mojitos de pulsera, contemplando esas tapias tan altas y coronadas por alambre de espino que separan las vacaciones del resto del país.

Ni a los farallones de sacos terreros que ahora mismo se alzan en una guerra cuya barbarie ha crecido hasta no caber en las portadas.

Para asomarse al muro de la vergüenza basta con coger el autobús y acercarse hasta La Concepción, un barrio en el que no faltan los parques con chavales armados de móvil platónico, los mensajes ñoños a la primera amada, su balón de fútbol y los pertinentes cigarrillos furtivos; tampoco los bares de cerveza bien tirada, bravas sabrosas y copazos mañaneros que saben a pasado y a resaca. Cerca está uno de los pocos estancos que, en Madrid, son El Dorado de los fumadores de puros, tentadora Babel de tabacos (el mundo es una despensa, una bodega y también un humidor, pienso mientras circuncido un Davidoff).

El mural del barrio de La Concepción es motivo de orgullo, harto justificado, para sus vecinos. Por iniciativa suya se pintó, plasmando en él a mujeres luchadoras, pioneras, brillantes en su oficio o pasión, sufrientes y mártires. No me extenderé en su descripción; no han de faltarle al buen lector de esta nota imágenes a poco que fatigue los caminos sin límites de Internet.

Lo que da vergüenza son las reacciones que el mural ha provocado desde el primer momento. Muchos lo han sentido como un sarpullido en su muy derechista piel. Da pena que haya gente que considera que la libertad, la verdadera, es un brote de sarna.

Que el Ayuntamiento de esta villa intentara quitarse de encima la obra de arte y solo reculase ante la presión vecinal y el eco que su intento tuvo en la prensa internacional, me provocó una tristeza difícil de digerir. Negar la evidencia de la lucha de las mujeres contra la intolerancia y la opresión (de la que, ay, ninguno somos inocentes) a cambio de unos votos en el pleno municipal no me parece un acierto político precisamente.

Como el borrado no fructificó, llegó, consecuencia lógica, el vandalismo. Camparon a sus anchas el espray y la piqueta, el atentado y el insulto, con nocturnidad, alevosía y un grado de cobardía tal que casi sentí lástima por el comando ejecutor.

La semana pasada, el mural volvió a ser atacado. Los muy recios críticos de arte se esmeraron en pintadas a cuál más imaginativa. Transcribo aquí las dos que han llamado la atención de la prensa: “Muerte al fascismo morado” (como si ellos supieran lo que es el fascismo y supieran distinguir colores) y “Justicia para los hombres valientes”.

¿Qué hombres valientes? ¿Los que degüellan a los suyos? ¿Los que salen de cinco en cinco a la caza de una presa desvalida?

Con bravos así, lo único que merece honra es el miedo.

Yo también ataqué una pintada en tiempos.

Cuando todavía nos amenazaba un señor bajito, incluso desde la UCI y un laberinto de tubos, y sobre el anuncio de una peregrinación de enfermos a Lourdes en busca del remedio milagroso, alguien había escrito un contundente “¡VIVA FRANCO!”

Aprovechando el aliento de la madrugada, los ardores del whisky y un providencial rotulador, taché la sílaba “VI”.

Reconozco que no es grande hazaña, pero visto el mérito intelectual de los tozudos misóginos, he querido dejar cuenta de ella por si un día convocan un concurso.

Podría competir con aquel que al “¡VIVA FRANCO!” de rigor añadió un melódico, miope y exquisito “BATTIATO”

Aunque el justo ganador debería ser el anónimo astorgano que, bajo un reivindicativo “LA MARAGATERÍA NO SE VENDE”, escrito en protesta por la cesión del monte Teleno al Ejército para que lo usara como diana, añadió un lúcido, desengañado y cachondo “SE ALQUILA”.

Y no quiero olvidar el aviso tardío (hace apenas una década) que, desde la trasera de un quiosco de flores de la plaza de Tirso de Molina, nos alertaba:

“ER LUTE A GÜERTO. VIGILA TUS GALLINAS”

De un tiempo anterior, albores de la democracia, recuerdo la que destilaba cariño en la calle Mejías Lequerica, aledaña a la sede de Fuerza Nueva (sin ánimo de señalar):

“AÑO DE LA RECONCILACIÓN. BIENVENIDO A LA ZONA NACIONAL”

Y cómo olvidar cuando, persiguiendo caballos, visité Chile en los opresivos años que sucedieron al golpe, donde, y desde la impunidad de un hotel de lujo, pude ver (y aún me duele) la brutalidad con que reprimieron una manifestación. Amén de los golpes que quebraban costillas, los que huían por la estrecha calle a la que daba mi balcón se topaban con el “guanaco”, cañón de agua disparado desde una tanqueta militar, capaz de levantarlos del suelo y con suficiente tinte para que fueran reconocidos, apaleados y detenidos.

Desperté al día siguiente con la fachada de enfrente jalonadas por un “¡MUERTE A PINOCHO!”.

Dudé un instante del mensaje (los de mi pueblo no estamos preparados para la abstracción. Ya he contado que un primo mío devolvió los condones cuando leyó en la caja “mantener alejados de zonas húmedas”), pero Pepito Grillo me lo aclaró.

Me gustan las pintadas que aspiran a ser el poema inesperado en medio de la tristeza del cemento; las que me avisan de que no estoy solo en la soledad de la calle.

No sé si la playa está aún bajo el asfalto, pero estoy seguro de que tras los garabatos clandestinos acecha todavía la libertad.

Esa que tanto odian los rascamuros.