¡Música, maestro!

¡Música, maestro!

Un cuento veraniego.

¡Música, maestro!CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

La sombra de la higuera es, en lo que cae (o no) la breva del verano, de muchas y beneficiosas aplicaciones. El señor Cela la tenía por insuperable para estar fresquito mientras uno se amanceba con la mano. Y todavía queda una libre para teclear en el móvil.

Menos íntimo, pero no menos placentero, es el sueñecito que nos echamos después de comer arropados por su sábana de frescor y moscas.

Pero yo me quedo con el momento en que la verde penumbra acoge la lectura de ese relato que hemos ido demorando durante todo el año.

Para quienes dispongan de tan preciada sombra, también para quienes gasten toldo, sombrilla o sombrero de paja, he pergeñado ocho cuentos pret-à-porter. Alguno asfixiante, como el verano, y el resto, frescos como la siesta.

La cosa se complicó cuando don Fermín, director de la Delegación Comarcal de Apuestas Mutuas Deportivo-Benéficas, delegado de Sindicatos en la zona y subjefe regional del Movimiento, expresó su deseo de acudir a la primera comunión del hijo de Benito, uno de los funcionarios encargados de leer boleto tras boleto de quiniela en busca de los afortunados que habían obtenido premio en la zona de influencia de la Delegación.

-Que yo no quiero molestar, Benito. Y entiendo que es una reunión familiar y voy a estar de más, pero es que yo a usted le tengo mucha ley… ni sé como me he atrevido. Olvídelo, Benito, como si no hubiera dicho nada.

-Pero cómo voy a olvidarlo, don Fermín, y qué va a estar usted de más. Pues un motivo de orgullo para nuestra familia, eso es lo que sería su asistencia. Poco contenta se va a poner mi mujer… solo temo ofenderle por lo menesteroso de nuestra mesa.

-Entre camaradas de corazón, como lo somos usted y yo, respetuosos de la jerarquía, pero hermanados en nuestro destino, no hay ofensa posible, mi buen Benito. No se hable más. Acepto gustoso su invitación para compartir tan gran día con uno de mis más queridos subalternos.

A Isabel, la noticia le provocó una emoción tan honda, tan sentida, tan intensa, que por un momento pudo parecer que le había echado a perder el día.

-Pero a quién se le ocurre, alma de cántaro. Ahora que lo tenía todo resuelto, el patio cerrado con un toldo, las pocas mesas que hay en la casa, unos aperitivos, una menestra de cordero con alcachofas y un barreño de sangría. De sobra para los cuatro gatos que somos, que ni va a venir mi prima, y eso que me ha prestado el trajecito del niño.

Benito respondió pausadamente mientras liaba el pitillo de cuarterón que se permitía, con su copita de Fundador, en la sobremesa.

-Tranquila, que no hay que cambiar nada. Si don Fermín es de lo más llano y cordial. Bastará con que compres un kilo de jamón serrano y unas gambas. Y un par de botellas de rioja.

-Con un kilo de jamón no sé yo si va a llegar. Y gambas para todos se nos van a poner en un pico.

-¡Quiá! Que te lo corten en tapas, que cunde más y queda señorial. Y a la mesa de los vecinos, en vez de jamón, les pones chorizo de la tierra, que es bien apañado. Con sentarlos al fondo del patio para que no vean los platos de los otros, vale. Y en cuanto a las gambas, un azafate en la mesa presidencial, en la que estaremos nosotros, el niño y don Fermín, y a los demás, dos por barba en el plato de los entremeses, junto a la ensaladilla con caballa.

Isabel dejó de fregar los platos de la comida, se secó las manos cuarteadas en el delantal y se enfrentó a Benito brazos en jarras.

-Perdone su señoría, pero en la mesa presidencial va a estar mi padre por estas, que son cruces. Vamos, no me faltaba otra; el único abuelo que le queda al niño y lo vamos a mandar al sótano.

Benito ladeó la cabeza con resignación, indicando lo mucho que quería a su mujer y lo justita de luces que iba; tanto, que de seguro no entendería la bondad de su gesto.

-Pero Isabel, cariño, con los antecedentes que tiene tu padre, no lo voy a sentar al lado de don Fermín para que suelte cualquier barbaridad. Que ya no rige, mujer…

-¿Cómo que no rige? A ver, que lo suyo con los masones fue un pecadillo de juventud y ya pasó el expediente de depuración. Y mi padre es un señor que sabe comportarse.

-Mujer, que yo no digo lo contrario…

-Pues no lo digas. Que venga don Fermín y que sea dichoso por muchos años, que por nosotros no quedará. Pero mi padre se sienta a mi vera, faltaría más.

Y Benito se sirvió otra copita de Fundador, que se la había ganado. En el fondo, era tan fácil hacer feliz a la parienta…

La ceremonia había quedado lucida y el niño estaba de lo más aparente; si acaso, un poco perdido dentro de aquel traje de almirante que le venía largo de mangas y perneras y un tanto sobrón de pechera y sisas, como si al angelito lo hubieran ascendido en el escalafón antes de tiempo. Algún murmullo cruzó la iglesia cuando el sacerdote, en su sentida y devota homilía, se dirigió a los nuevos comulgantes para decirles que había llegado el momento de crecer.

Más le preocupaban a Isabel las cuentas que faltaban en el rosario, merma imposible de disimular, a no ser que se guardara en el bolsillo, y que desluciría la fotografía oficial de la celebración, cuyo marco de alpaca era el regalo que los amantes padres habían hecho la noche anterior al niño. Este, quizás porque no era capaz de apreciar las evidentes ventajas del marco sobre el balón de cuero que esperaba recibir, no mostró el entusiasmo que, según Isabel, lo llenaba en aquel momento.

-¡Anda, hijo, ponle un poquito más de emoción, que parece que te ha ofendido el regalo! ¡Y que no es bonito ni nada! ¡Vamos, alegra esa cara, sangre de nabo!

Tras la misa y el ritual paseo por la alameda (el feliz infante y sus orgullosos padres abriendo la comitiva y los invitados tras ellos, salvo el abuelo del niño y Gaspar, el marido de doña Visitación, que aprovecharon el paso por la puerta de una taberna para salir de formación y refrescarse con un par de tintos. Cuando el desfile volvió a pasar, ambos se unieron de nuevo a él sin ser notados), el grupo desembocó en el patio trasero de la casa, festoneado de geranios, barrido, baldeado y vestido con mesas, manteles y cubiertos prestados, desde antes del amanecer por Isabel, que llamó a las mujeres para que la ayudaran a sacar los entremeses que ya descansaban en la cocina.

-Y tú, Benito, dales un botellín a los hombres, que los tengo refrescándose en el barreño.

-¡Ea, señores! -gritó el satisfecho padre del festejado- ¡sin formalismos, que estamos en familia!

Y todos procedieron a quitarse la chaqueta y colgarla en el respaldo de la correspondiente silla mientras saltaban a las manos los cigarrillos y los palillos de pinchar aceitunas. Todos salvo don Fermín, que apenas si esbozó el gesto de desabrocharse uno de los botones, y Benito, que lo intentó, pero fue oportunamente avisado por su mujer de lo inadecuado del intento.

-Ni se te ocurra portarte como un gañán delante de don Fermín. Tú, con la chaqueta puesta y manteniendo la compostura.

Transcurrió la comida sin problemas dignos de mención, salvo el evidente desequilibrio en las bandejas, imposible de disimular aunque quedasen para el final las de la mesa presidencial, poniendo en peligro el protocolo de banquetes, la paciencia de don Fermín y los nervios de Benito. La aparición del plato de jamón y la botella de vino logró la paz en el sitio principal y el despertar de los cuchicheos en los asientos de general. Los del fondo escuchaban susurros, pero no llegaban a distinguir el asunto que trataban.

-Dile a tu hermano -requirió Isabel a Benito- que se deje ya de tanto arrumaco y tanto beso al niño.

-Mujer, es su padrino, y está emocionado.

-Ya, si no te digo yo que no, pero con la emoción se está llevando una gamba cada vez que viene al besuqueo, que a lo mejor se piensa que somos tontos.

Más preocupado estaba Benito por su suegro, que, encogido sobre su plato y ensimismado, fumaba cigarrillo tras cigarrillo y bebía vaso tras vaso de sangría en vez de comer con el gusto y el empaque que la ocasión merecía.

-Curioso hombre -comentaba don Fermín bajando la voz- su suegro, amigo Benito. Reconozco que no tiene pinta de masón.

-Quite, don Fermín. Y hable sin tapujos, que no le oye. Está como una tapia el carcamal. Lo de la masonería de mi suegro nos ha traído bastantes sinsabores por nada; porque él, en el fondo, es un cacho de pan, un infeliz que se dejó tomar el pelo a cambio de unos chatos de vino.

-Ya, pero en su expediente consta que fue amigo de Unamuno…

-¡Qué iba a ser amigo de nadie ese desgraciado! Que le hizo de chofer un par de veces por Gredos y al muy cretino le gusta presumir. Amigo de Unamuno... si muy a las malas es capaz de escribir su nombre…

-No se sulfure, amigo Benito -rio don Fermín al tiempo que sacaba su pitillera de plata y ofrecía un suntuoso cigarrillo rubio- que lo pasado, pasado está. Y que sé que es usted adicto y no van a pagar lo yernos la culpa de sus suegros.

-Bastante tengo con verlo día tras día haraganeando.

-No se hable más. Y venga para aquí el festejado, que quiero hacerle un regalo muy especial.

-Pero don Fermín, no tiene usted que molestarse…

-No es molestia hacer entrega a un joven español -y se cuadró mientras hablaba- de la gloriosa insignia del yugo y las flechas, símbolo de esta España renacida que a todos acoge y para cuyo futuro de gloria está llamado a trabajar.

Le puso la insignia en la solapa de la chaqueta, más o menos a la altura del ombligo, mientras Isabel temblaba pensando en el desgarrón, que tenía que devolver el traje a su prima y no quería follones por un descosido.

-Igualmente, quiero hacerle entrega del carnet de miembro de la Organización de la Juventud Española, en la que he tenido a bien inscribirle y pagar la primera cuota. Te confieso, jovencito, que siento envidia si pienso cuánto bien harás a la patria en el tiempo venidero.

-¡Arriba España! -se arrancó Benito en un alarde de emoción perfectamente calculado.

-¡Arriba siempre! -respondieron todos los presentes: don Fermín, brazo en alto y al borde de las lágrimas; los demás, a medias entre la sorpresa y el resquemor de que el preboste se quedase con sus caras.

-Y ahora, amigos, una copita de anís para cerrar el convite…

-¿Y no va a haber música? -preguntó don Fermín.

-Música… no la habíamos previsto. Somos gente sencilla, bien lo sabe, y no damos en dispendios…

-Pero, mi buen Benito, que hoy es fiesta grande en un hogar cristiano como este. Y con tanta señora de mérito, malo será que nos vayamos sin echar un baile.

-Podemos coger la gramola del abuelo -terció el niño, emocionado con su carnet, pues había oído que a los de la OJE les daban un machete junto con el uniforme.

-Excelente idea, joven. Además, no dudo que su suegro, mi buen Benito, abundará en pasodobles y cuplés, hermosa música a la que ahora quieren arrinconar los infectos mambos y chachachás.

Apenas necesitaron cinco minutos para bajar al patio la gramola y los pocos discos de pizarra que atesoraba el anciano, anclado a su asiento, pegado al vaso de sangría y sonriente.

-A ver, pongo uno cualquiera, que ninguno tiene marca. Escojan su pareja, señores.

Don Fermín eligió a Isabel y apenas tardó dos segundos en posar la mano sobre la nalga y en apretarse bien contra los pechos aún abundantes y firmes.

-¡Vamos allá! -anunció Benito- ¡A bailar la juventud! ¡Música, maestro!

Cayó la aguja sobre el surco y del altavoz retorcido como una caracola marina surgieron los primeros compases del Himno de Riego.