60 años del nacimiento de un mito: el asesinato de JFK

60 años del nacimiento de un mito: el asesinato de JFK

Hace sesenta años que el cortejo presidencial bajaba por Houston Street y nada más girar la esquina de ciento veinte grados a pocos metros de entrar en Elm Street, el presidente de la “nueva frontera” John F Kennedy, caía abatido.

John F Kennedy.

Hace sesenta años que el cortejo presidencial bajaba por Houston Street y nada más girar la esquina de ciento veinte grados a pocos metros de entrar en Elm Street, el presidente de la “nueva frontera” John F Kennedy, caía abatido. Dos disparos acabaron con su vida en esa fría mañana, ya casi la tarde, y con este magnicidio -probablemente el más importante de nuestra historia, se escribió una de las páginas más destacadas de nuestra historia contemporánea. El asesinato de una persona capaz de influir decisivamente en el destino de su nación y en la mentalidad colectiva de toda una generación, un hito de tal magnitud que cabe hablarse incluso en la actualidad de un antes y un después de ese día.

Un mes antes cuando Byron Skelton, representaste de Texas en el Comité Nacional Demócrata, en la preparación de las primarias para la reelección del presidente, había señalado sus temores para hacer escala en Dallas en el conjunto de visitas a las ciudades del Estado, dentro de la campaña; “presidente hagamos la escala en Houston y no en Dallas, tengo un presentimiento, el ambiente está muy cargado y hay grupos haciendo manifestaciones diciendo que “…usted es un peso para el mundo libre”.

Los esfuerzos de Skelton con Kenny O`Donnell -asesor privado del presidente-, al propio Bob Kennedy -fiscal general-, y con el propio presidente en un té compartido junto con John Bailey y Jerry Bruno -miembros también del Comité Nacional Demócrata- en la antesala del despacho oval en la primera semana de octubre, no sirvieron de nada y el 8 de noviembre se cerró la vista. Como señala William Manchester, la visita estaba anunciada con mucha antelación, y Kennedy, al igual que Churchill, pensaba que el valor era la calidad que garantizaba todas las demás virtudes y los votos de los compromisarios de Texas le habían llevado a su nominación en 1960. No podía consentir que ningún de los grupos en estas ciudades sureñas le intimidaran; mucho menos Jacqueline podía imaginarse que a nadie se le ocurriera arrojarle un tomate o insultarla. Fue una pesadilla hecha realidad cuando el almirante George Burkley, el médico de la Casa Blanca, en el Air Force One que traía el cuerpo de su marido asesinado, intento convencerla para que se cambiara el vestido rosa de Chanel aun ensangrentado, incluso debajo del crespón negro, y con voz alta y trémula dijo: “No!!! dejemos que vean lo que han hecho”. La distintas versiones literarias y cinematográficas -algunas de ellas bien construidas como la de Oliver Stone-, teorías y visiones conspiranoicas de todo tipo sobre del magnicidio, estaban servidas.

Fue una pesadilla hecha realidad cuando el almirante George Burkley, el médico de la Casa Blanca, en el Air Force One que traía el cuerpo de su marido asesinado, intento convencerla para que se cambiara el vestido rosa de Chanel aun ensangrentado

A pesar de los años, el poder simbólico de Kennedy se mantiene y el interés por su personalidad y su forma de hacer política es perdurable en el tiempo. Era una figura de tal envergadura histórica que, mas allá de su protagonismo político, fue capaz de impregnar a toda una generación y también a una gran parte de los comportamientos y manifestaciones sociales, éticas, políticas, literarias, e incluso, estéticas de toda una época y de una generación que encontraron en Kennedy, como él mismo señalaría: un cambio del sistema de valores tradicionales, un nuevo camino para el pueblo norteamericano que merecía ser recorrido, un inédito compromiso personal con el destino de una nación. En resumen, una nueva forma de ver y entender la vida.

Kennedy reunía las condiciones básicas que la sociedad estadounidense necesitaba en ese momento. Puede señalarse, como hacen algunos de los que fueron sus colaboradores inmediatos, que fue el primer presidente contemporáneo: su juventud, su vitalidad, su modernidad, e incluso sus grandes dudas a la hora de adoptar decisiones importantes. No solo era el primer presidente nacido en el siglo XX, era también el primer representante en la Casa Blanca de una generación distinta, la generación que nació durante la Primera Guerra Mundial, paso su juventud durante la depresión, combatió en la Segunda Guerra Mundial e inicio su carrera política durante la Guerra Fría, en la era atómica.

Lyndon B. Johnson

Haber nacido diez años después de Lyndon B. Johnson, o casi veinte años después de Adlai Stevenson, dos de los líderes significativos del Partido Demócrata, colocaba las raíces de Kennedy en una América más sencilla, más lejana de la vieja escuela de los líderes norteamericanos clásicos. Una vieja escuela de la que se tuvo que valer para poder acceder a la presidencia, pero en la que provocaba un cierto temor porque rompía el clásico perfil de los políticos que habían sido presidentes o vicepresidentes en ese país: de origen irlandés, católico, natural de Nueva Inglaterra, hombre de Harvard, con gran formación histórica, con firmes convicciones respecto a los principios de libertad y los derechos civiles, y también miembro de uno de los clanes económicamente mas poderosos de Estados Unidos pero, por su afán individualista, distante de los principios políticos e ideológicos que representaba su padre.

Kennedy era, por tanto, difícil de encuadrar en las generalizaciones sociológicas que se suelen realizar del electorado norteamericano. Era un político que estaba fuera de la normalidad, en su origen, en su formación, en su renovado idealismo, distante de otros presidentes como Wilson o Roosevelt, y que también expresaba la desconfianza de la generación de la posguerra por la vieja forma de hacer política: las promesas de grandeza de siempre, la pomposidad en los gestos, la retórica hueca, las palabras encendidas que solo expresaban demagogia, los movimientos de brazos y el signo de victoria, los besos a los niños.

Esta aparente frialdad, que tanto le recriminaban sus asesores y utilizaban sus rivales políticos, se rompía cuando con la apariencia exterior de serenidad y calma expresaba con seguridad sus argumentos, en lo novedosos de su desarrollo, en la capacidad de improvisación, y cuando la emoción contenida se reflejaba en sus ojos y en el ahogo de sus palabras en los momentos cumbre de sus discursos. Fueron estas cualidades de frescura, espontaneidad y sinceridad las que vencieron a un sombrío Nixon, de apretada mandíbula, con antiguo discurso y viejas soluciones, en el debate televisado pocos días antes de las elecciones. Todas estas cualidades reflejaban una atractiva personalidad y, sobre todo, a un político de nueva hechura y factura, una persona que en su inicial ingenuidad prometía la liberación del idealismo americano, existente muy en el fondo del carácter nacional, pero aprisionado por la astucia y el cálculo de la sociedad americana de los años cincuenta.

Esa fría mañana intentaron cercenar la presidencia de mayor renovación en la historia americana y ese nuevo Camelot de inocente ingenuidad. Una ingenuidad que, en gran parte, se iba perdiendo progresivamente en los primeros días de su gestión presidencial y sobre todo en sus principales decisiones en la política exterior. Un idealismo que tuvo reflejo en determinadas medidas internas para establecer la Nueva Frontera deseada por Kennedy y que suponían una modernización de la sociedad americana, pero también un idealismo que dejo paso al oscuro pragmatismo tradicional, traicionando el espíritu y el fondo de su propio mensaje, cuando tuvo que enfrentarse con episodios de la Guerra Fría como la consolidación del triunfo de la revolución cubana, Bahía de Cochinos o la Crisis de los Mísiles. La difícil solución entre un idealismo convencido y el pragmatismo de la política de gobierno del día a día. Un Kennedy como figura histórica contradictoria.

Aún con todas las incongruencias, que fueron muchas, la figura de Kennedy y su trágico asesinato supusieron para Estados Unidos no solo el principio y fin de una época, sino también el nacimiento de un mito. Un mito que, a pesar de sus grandes debilidades humanas y de poseer, como todos ellos, las manos de oro y los pies de barro, trasciende esos años y le coloca en un lugar destacado de la historia reciente de Estados Unidos. Como señala Ted Sorensen -su gran amigo y persona de mayor confianza-, una época, hace 60 años en la que un pueblo había perdido la ilusión, y un hombre la encontró. Acabaron con él, pero no con su legado.

Gustavo Palomares es profesor de Política Exterior de los Estados Unidos en la Escuela Diplomática, profesor en la UNED y director del Instituto General Gutiérrez Mellado.