Con buena letra
Con buena letra.CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Supongo que habrán oído hablar de aquella enfadada esposa que reprochaba a su marido la poca atención que recibía de él.

-Cariño, ya ni me escuchas cuando te hablo.

-Cualquier cosa, una tortilla mismo.

Respondió el impávido hombre sin apartar la vista del televisor.

Hemos dejado de escuchar casi por completo. Y de ver, oler, gustar y casi de tocar (y vaya si me gusta. Cuando se especuló con la posibilidad, tristemente abolida, de una panlengua, yo aposté por el braille). Como soy persona de edad provecta, gárgola con sombrero, le echaré la culpa a las nuevas tecnologías que nos emboban a todos y a las modas actuales, tan alejadas del rigor intelectual y el buen gusto que caracterizaron nuestra juventud.

Quizás tenga algo que ver nuestra creciente sordera con la rapidez con la que engullimos la realidad. Sin esperas. Al momento. Con solo un clic. Las consignas publicitarias nos insisten para que no nos demoremos y que la noche que comienza en la montaña leonesa termine a orillas del mar, o para que seamos capaces de recorrer quince museos, siete restaurantes y dos senderos inexplorados en un fin de semana.

Sin olvidar la noche loca en la habitación del hotel, no vayamos a dejar mal al anuncio.

Si atendemos al ritmo desenfrenado que se nos propone, no sacaremos nunca de nuestra agenda los escasos cuatro minutos que necesitamos para escuchar una canción.

Una canción es un milagro. En ella se conjugan la literatura, el ritmo cinematográfico, el claroscuro, el estallido de la luz y los resortes secretos de nuestra emoción que solo la música sabe pulsar (y lo digo yo, que soy melómano de Villaconejos). Las canciones son ficción ante la que no sabemos mantener la distancia; hacemos nuestro lo que nos dicen hasta empaparnos y les adjudicamos los rostros de quienes nos importan . Convertimos una canción en parte de nuestro bagaje, olvidando que fueron otros quienes las compusieron. Pocos oficios conozco más sacrificados que los de letrista y compositor de melodías, para los que el mayor éxito es desaparecer.

Solo quienes conocemos al dandy Manuel Alejandro, Talese de las partituras, sabemos de su humildad.

Nadie recuerda a Claude François ni a Jacques Revaux. Pues bien, tales gabachos compusieron al alimón una canción llamada Comme d´habitude cuya letra reescribió Paul Anka en inglés otorgándole el sencillo título de My way. Sin embargo, todos pensamos en Sinatra cada vez que suena el gran himno de las borracheras dolorosas (aún hay quien piensa que las frases que recitan los actores en las películas se les ocurren a ellos).

El odio que una canción despierta no suele ser culpa de ella, sino del abuso que de su melodía o de su estribillo hacemos. Las hay que lo mismo sirven para una manifestación que para un anuncio de margarina, para una verbena o para un funeral. (no conozco versión más dolorida y hermosa de La golondrina que la que escuchan sobre sus espectrales caballos los perdedores del Grupo salvaje). Pero si atendemos a lo que ella nos dice, descubriremos, en buena parte de los casos, que lo que creíamos bisutería es plata líquida y sinuosa.

Cierta noche en que me vi arrastrado a un karaoke por la adorable y bellísima Johan, mi compañera filipina, pura dignidad, inteligencia y sensualidad, me alarmó la presencia de un borracho para el que la banqueta a la que intentaba encaramarse se le había transformado, milagros del alcohol, en el monte Everest, En cuanto logró aposentarse en la cumbre, fue llamado al escenario. Los meandros de su recorrido y la torpeza con que agarró el micrófono (tuve claro durante unos segundos que se estrangularía con el cable) presagiaban lo peor. Por si faltaba algo, en la pantalla apareció el título del tema elegido por el alimandrón: Resistiré, colofón de cualquier reunión de talluditos con ganas de negarse su edad y de agraviados de toda condición.

Y aún no había llegado la pandemia.

Bien se puede decir que el espíritu sopla donde quiere. Cuando aquella marioneta sin hilos empuñó el micro y comenzó a cantar, se le cayó la cogorza, el desaliño y la vulgaridad. Con dicción clara, entonación medida y sentimientos encontrados, desgranó uno a uno los versos que hablan de furia y de esperanza, de desamor y de cansancio (no te canses nunca, admirado Carlos Toro)

Cuando sienta miedo del silencio

Cuando cueste mantenerse en pie

Cuando se rebelen los recuerdos

Y me pongan contra la pared

Me gustan especialmente las canciones que son capaces de narrar una historia, Pienso en la desoladora nana de Atahualpa Duerme, duerme, negrito, Carcelero, carcelero, de Manolo Caracol, Un ramito de violetas, de la infortunada Cecilia, Contigo, del maestro (y amigo) Joaquín Sabina, Rosa rosae, de Labordeta (que, en una sobremesa, me cantó un fragmento de Albada que permitió a la encorvada cebada y a los segadores irrumpir en el restaurante), De cartón piedra, de Serrat... Y del Nen adoro el curioso manejo del lenguaje en Me gusta todo de ti (pero tú no), en la que va describiéndola bajando desde las pestañas hasta el regato de las ingles, para nombrar al sexo “alcancía carmesí.”

Pienso también en Cruz de navajas, una inyección de realismo que quedó coja por alguna rima desdichada, pero no se puede negar que las horas laborables nos golpean con crueldad cuando asaltan una canción.

Aunque para navajas y asfalto, me quedo con las calientes y asesinas de Rubén Blades.

En los años estúpidos del gallego, las canciones nos iluminaron con la luz oscura de Solana. Tatuaje levantó ampollas al darle la voz a una mujer capaz de arrastrarse por los bares portuarios, y una voz hermosa, desgarrada, fieramente humana (gracias, Blas de Otero). Y a los ojos verdes que desesperaron a Concha Piquer los cegó la censura, que no tuvo a bien que una mujer pudiera tener sentimientos en una mancebía.

No soy, en cambio, amigo de los poemas musicados. Lo siento, queridos Serrat y Paco Ibáñez (a facturar, a facturar, hasta enterrarlos en el mar, suelo canturrear mientras hago la caja. Pura ficción. La última vez que vi un billete rectangular, eran pesetas), pero me quitáis el momento de silencio absoluto que tantos grandes versos exigen antes de quedar atrás.

Sin embargo, y aunque en esta le sobre guarnición, agradezco a Amancio Prada que permitiera al gran público acceder al poema de Agustín García Calvo que no ha mucho recordé para ustedes: libre te quiero…

Pero no dejo de pensar que la canción es un mundo propio en el que no encajan ni textos ni músicas de otros orbes. Qué horror, por fortuna superado, la moda de sacar canciones de la música clásica. Que Beethoven confunda a aquellos iluminados que profanaron sus sinfonías bailando con Cobos.

Y no, no es canción el flamenco, sino cante. Y las canciones aflamencadas suelen ser un pastiche que no hablan de amor, desamor u odio, sino de mediocridad.

Lo jondo despliega su letra con la sorpresa y la desnudez de una navaja abierta.

A la derechita,

en el Hospitalito

según se entraba

A la derechita

tenía ella la cama

No hay anestesia para una letra así. Ni se sale indemne ni te dan el alta.

Mediocre fue, y siento decirlo, que no cantara Jeanette la impresionante Porque te vas en el homenaje a Saura improvisado por la Academia de las Cosas del Cine.

(Discúlpenme quienes vanamente buscaron una línea de despedida firmada por mí. No pude. Al maño lo quería demasiado.)

Dejando aparte cuestiones de amistad, esa canción (defendida, todo hay que decirlo, con dignidad y talento por parte de la encargada del recuerdo) exige la voz siempre a punto de romperse y siempre firme de la muchachita que Jeanette sigue siendo.

A una canción le pido que tiemble y que me haga temblar, incluso a aquellas escritas en idiomas desconocidos (todos en mi caso), pero que son capaces de decirme más con una inflexión de la voz que con los cansados folios del tratadista.

Prometo que, cuando llegue mi turno en el escenario, sabré fingir el inglés con igual sentimiento que el Príncipe Gitano en In the getto.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”