El monóculo de Johnny Walker
El monóculo de Johnny WalkerCARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Vivir con miedo. Eso significa ser esclavo.

(David Webb Peoples, Blade Runner)

Con razón le tenía prohibido su jefe tocar las cajas de whisky, siempre colocadas en el tercer estante; esas solo las manejo yo, decía, y expuestas a la venta, una botella de cada marca y va que chuta, que no os veo yo preparados ni al indio ni a ti para manejar cosas de valor.

Y Laura pensaba que ojalá vendiesen tan solo whisky, desde el currante segoviano al anticuado Chivas, y no la barahúnda de latas de cerveza, comida envasada, aperitivos, vasos y platos de plástico, cerillas, chucherías, bolígrafos y cuanto se le ocurriese al jefe que podía alguien buscar un domingo a las seis de la tarde o un martes casi a la anochecida.

Tienda de conveniencia la llamaban; no para ella, desde luego, que se ponía el chaleco naranja a la diez de la mañana sin saber a qué hora se lo quitaría, aunque tenía claro que nunca antes de las nueve de la tarde, y que solo disfrutaría de medio día libre a la semana, y eso tras un ritual de súplicas, no sé para qué quieres librar, le decía su jefe, ya me dirás qué tiene que hacer por ahí alguien como tú.

También se preguntaba Laura por qué se empeñaba aquel negrero en repetir las dos o tres frases que consideraba categóricas o graciosas y que constituían su único recurso de trato con los empleados, ella y Vikram, que, de seguro, había cometido algún crimen atroz en su vida anterior si en esta se había reencarnado en lacayo de semejante patrón. Pues claro que tu contrato es de media jornada; un día tiene veinticuatro horas y tú ni siquiera trabajas doce: media jornada, decía. Vete si quieres, ya verás cómo está el patio, ¿o te piensas que no voy a encontrar a nadie capaz de colocar tarros de aceitunas con cara de pánfila?, decía. Aquí hay dos normas: mi huevo izquierdo y mi huevo derecho, decía.

Y tenía que aguantar, pues claro que tenía que aguantar. En los escasos momentos en que no tenía nada que reponer, limpiar, retirar, cobrar, recontar… se quedaba con la mirada fija en el teclado del ordenador, pensando que ella (y Vikram, y tantos otros) eran la “A”, machacados golpe a golpe hasta ser borrados, para que una minoría de “W” pudiera ser feliz chocando las copas.

No lamentaba haber hecho oídos sordos a los avisos de sus padres cuando dejó el instituto porque de nada servía lamentarse y porque lo de estudiar nunca había ido con ella; pero cuando se veía reflejada en cualquier cristal se reía de quien había pensado que irse de gogó con un DJ de provincias era una solución de futuro. Tampoco se maldecía por haber ido encadenando trabajillos de promotora en centros comerciales, despachadora de hamburguesas, vendedora por teléfono de publicidad inexistente… lo que fuera que le dejara unos cuantos euros para pagar la habitación y tomarse unas cañas con la banda. Hasta un par de viajes a Lisboa y a Ámsterdam se había marcado en vuelos baratos.

Y entonces llegó el día en que se despertó y supo por la radio que estaba arruinada, que un benefactor llamado Madoff se había despeñado (con ese nombre, pensó, sería un vendedor de vodka), que los bancos habían caído en desgracia, que los pisos comprados como inversión segura y a precio de droga porque nunca iban a bajar no valían ni lo que el gotelé de las paredes (a punto había estado ella de meterse en hipotecas, harta de que todo quisque le dijera que era idiota por no invertir en ladrillos) … y supo por la radio y por la televisión, y por la prensa, que aquella crisis era culpa suya y que le tocaba pagar el destrozo, no fueran los bancos y los inversores a sufrir después de sus muchos sacrificios.

La misma radio que sonaba sin descanso en la tienda, con prohibición absoluta de sintonizar una emisora distinta, regodeándose en el creciente número de parados, en la oleada de desahucios de viviendas, en la necesidad de abaratar y facilitar los despidos, en la temeridad de pretender una subida de sueldo o en el justo castigo que estaba recibiendo Grecia por su descaro al rechazar las tablas de la Ley.

Y era esa psicofonía permanente la que la convencía de quedarse un día más colocando botes y cobrando paquetes de gominolas. Los predicadores habían conseguido que se familiarizara con el lenguaje económico y ya había aprendido a decirse que, si perdía el empleo, le quedaba tan solo un plazo de dos semanas antes de zambullirse en la negra laguna de la pobreza. Y mejor aguantar al jefe, que la insultaba sin piedad si estaba de mala leche o la arrullaba con cariñitos demasiado salivados si se había despertado de buenas, que terminar como el desgraciado mugriento que intentaba esconder una botella de vino en los pliegues del abrigo. Por si no lo delatara la torpeza de sus movimientos, no hacía más que dirigirle inconfundibles miradas de miedo. Laura estaba acostumbrada al trámite.

-A ver, ricura, sácate eso de ahí. ¿No ves que hay cámaras grabándote? -y señaló a los rincones del techo- ¿o es que quieres terminar en el muro de la fama?

El muro de la fama era un rincón del escaparate en el que el jefe, estirando la legalidad, colocaba la fotografía, tomada con la cámara que grababa la calle, de los chorizos cazados en el acto de robar un botellín de ginebra de nombre impronunciable o unas patatas fritas de plástico. Se regodeaba especialmente cuando el homenajeado era alguien del barrio, cuyo rostro permanecería durante meses expuesto al morbo de sus convecinos. Tan solo uno de los elegidos se había enfrentado a él, exigiendo la retirada del retrato.

-Me has sacado muy mal en la foto. Yo seré un mangante, pero no tan feo, capullo.

-Está protegida tu privacidad, pero no tu guapura. Sobre todo porque no la tienes, prenda.

Laura cogió la botella de vino y la devolvió al estante.

-Perdone, señorita, pero es que hoy no me han dado ni calderilla, no tengo ni un céntimo y no me importa no cenar, pero no me atrevo a dormir en un banco si no estoy borracho.

Y Laura miró al rostro cuarteado del hombre, del que el agua de la fuente no bastaba para quitar la roña, y supo que de él le separaba un abismo de catorce días.

-¿Cuánto hace que estás en la calle?

-Yo qué sé… más de tres meses. Yo antes era encofrador…

Bien conocía Laura la estadística, y seguro que aquel desdichado también: quien no abandonaba la calle en los primeros dos meses, no la abandonaría jamás.

-Anda, coge un cartón de vino y haz como que me pagas. Dame cualquier cosa, un papel o algo así. Y cuando vuelvas a entrar, coge siempre del barato. Ponte de espaldas a ese rincón, que es donde está la cámara, y no muevas mucho los brazos. Ni me mires. Así podremos disimular los dos. Y latas, solo de caballa o de sardinas, y una por vez, que a vosotros os dan la mano y pilláis la ventresca.

Cuando el desgraciado fingió que pagaba, ella le entregó tres cigarrillos como vuelta del dinero fantasma. Al menos, no tomaría el vino a palo seco.

Durante un par de semanas la treta funcionó a la perfección. El encofrador desdichado entraba con tranquilidad, se iba a su rincón, permanecía en él unos segundos y pasaba por caja para pagar unas cerillas o una barra de pan, a veces con una moneda, a veces con una chapa oxidada. El problema fue que un día la rutina la repitió alguien completamente distinto, un chaval que susurraba frases en un idioma incomprensible que bien pudiera ser rumano o polaco. Más tarde entraría una mujer que olía a orina vieja y papel mojado; y más tarde, un anciano tan carcomido de dientes como de cordura. Estaba claro que en la calle, a medio comer y muerto de frío, uno desvela todos sus secretos.

Laura lo detuvo cuando iba a entrar.

-Mira, vas a tener que cortarte un poco; sobre todo, de contarles la maniobra a tus amigos del parque, que si mi jefe se cosca del marrón soy yo la que se jode. Anda, toma -le dio un par de pitillos- y vuelve más tarde, que te sacaré un cartón a la calle.

-Yo -se limitó a responder el mendigo desde un lugar muy lejano y oscuro- no quiero problemas. Yo era encofrador…

No pudo suponerlo, habida cuenta el buen humor con el que entró su jefe a media mañana, esparciendo sonrisas, insinuando besos y acariciándole el brazo con el dorso de la mano.

-Anda niña, qué ganas con andar todo el día encabronada, con lo relajados que podíamos estar; si somos casi una familia…

-Ya, pero con los parientes es mejor guardar distancia.

Su jefe no dejó de sonreír cuando ordenó a Laura que le hiciera sitio en el habitáculo de la caja y desbloqueó en el ordenador al usuario del que él disponía en exclusiva.

-¡Virko! ¡Prepárate para hacer inventario un día de estos; me parece que hay mucha rotura de stock!

-Claro que rotura de stock -respondió Vikram, que ya había aprendido a no corregir la pronunciación de su nombre- Cristal es delicado.

-Claro que cristal es delicado. Y mis cojones también lo son. Y vigila el Ardanza, que ese se vende bien en las esquinas. A la gente le gusta chupar. A ver, niña arisca, que te quiero enseñar una cosita.

El cursor revoloteó sobre las carpetas hasta fijarse en una, que se desplegó y ocupó toda la pantalla con la imagen de Laura y el mendigo hablando el primer día que entró; siguieron otras del desgraciado ocultando el tetrabrik en los faldones del abrigo, de Laura fingiendo aceptar un papel por pago… durante algunos minutos, la cajera asistió a su temor de las últimas semanas.

-Para que luego digan que esta tienda no es de categoría. ¿Te has dado cuenta de la buena vista que tiene Johnny Walker? Anda, ponte las gafas, que lo has tenido de frente durante meses y no has sido capaz de verlo.

Con razón le tenía prohibido su jefe tocar las cajas de whisky; el ángulo de la imagen no dejaba lugar a dudas: la cámara cuya existencia ignoraba estaba oculta en la de Etiqueta Negra situada, como el resto de whiskys, en el tercer estante.

-Pero esto no es legal…

-¡Coño, qué amante de la ley te has vuelto! Ayudar a los ladrones sí, pero ser pillada in fraganti, no. El aviso de las cámaras está puesto y a ver qué opina la policía cuando se lo enseñe.

-Está tirado en la calle, sin otro consuelo…son solo unos cartones de vino…

-Tranquila, que me los vas a pagar. Me los vas a pagar yéndote ahora mismo y por las buenas. Ya buscaré a otro indio o a una panchita que cobre menos que tú y sea más cariñosa. Da gracias que no te denuncie; pero ten muy claro que lo haré si las pías. Despido procedente sin indemnización ni paro. Y no te molestes en venir a por los papeles; ya te enviaré al Apu con la liquidación. Ahora, choriza de mierda, tienes medio minuto para coger tu bolso, darme las llaves y salir de aquí cagando leches.

Cuando se marchaba, amén del bolso, cogió con disimulo la fotografía clavada en el corcho de los avisos. Si corría, llegaría a tiempo a la imprenta.

Su jefe la esperaba en la puerta.

- Tan lista como te creías y ni te enteraste de que Johnny Walker lucía monóculo. Toma, un Vega Sicilia para que celebréis tu novio y tú vuestra unión.

Y le puso en la mano un tetrabrik de tinto.

Volvió a las seis de la mañana. Por debajo de la puerta deslizó la fotografía robada, cruzada por una frase de grafías gritonas, grandes, y repetidos signos de admiración: ¡¡¡QUE TE DEN!!!

Era una imagen de su jefe en una playa, mostrando a la cámara el pulpo que había pescado, sonriente, bigotudo y obsceno en su semidesnudez, un Poseidón de saldo con el tridente en una mano y su blanda captura en la otra.

Sobre el escaparate, junto al muro de la fama, colocó la ampliación que había hecho de la imagen. El pie de foto, trazado con el más grueso rotulador negro, no dejaba lugar a dudas:

EL MÁS CHORIZO DE TODOS

Se sentó en un banco del parquecillo, a cierta distancia y esperó. Tuvo tiempo de disfrutar de los vecinos que fotografiaban, entre risas, el escaparate al pasar camino del Metro.

Tal y como había supuesto, sería él el que abriera aquella mañana. Celebró los primeros insultos y las amenazas dirigidas al aire. Él no podía verla en su escondrijo de arbustos y coches aparcados.

Laura se levantó, aplastó el cigarrillo con el pie y se marchó.

Empezaba una cuenta de catorce días.

A CUENTO DE QUÉ

Si ya en los dos veranos anteriores les brindé una sombrilla de cuentos (no todos refrescantes), reincido en este con la confianza de que alguno mitigará la soledad de la tumbona.

Para ustedes he convocado a magos provincianos, pobres de pedir, una yegua imbatible, una hábil timadora, una cajera despistada, una baraja de fotos escandalosas…

En todos ellos intenté convocar a las Musas, pero estas habían cambiado sus vacaciones para ir a votar.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”