Día Mundial de la Salud Mental: "Padecer una enfermedad mental no te hace menos humano"
Como la mayoría de personas con alguna enfermedad mental sabrán, la dignidad es algo que se les da en dosis muy pequeñas, cuando son otros los que toman decisiones por ellos o hacen suposiciones sobre sus facultades mentales.
Por esta razón, este año el Día Mundial de la Salud Mental está centrado en la dignidad para ayudar a acabar con la estigmatización. Nuestros compañeros de Reino Unido han hablado con gente que padece enfermedades mentales para saber qué significa para ellos la dignidad.
1. Amy Smith, 25 años, con depresión
No hay dignidad alguna en la depresión. Ni en los días sin ducharse ni en llorar sin parar por ninguna razón. Con la gente más cercana a ti no te quedan fuerzas para avergonzarte. No podía acordarme de la dignidad.
En otro contexto, esta situación sería humillante, pero en medio de la oscuridad de la depresión no llega a serlo: estás tan ocupada sintiéndote triste, culpable y avergonzada como persona que el aspecto te da igual. Sientes que no eres suficiente.
Pensé que podría mantener algo de dignidad llevándolo en silencio, pero eso fue peor. Me di cuenta de que puede haber dignidad en la sinceridad, en saber y compartir, si puedes, lo que te ha pasado a ti. No tiene por qué ser tu secreto mejor guardado. La dignidad se puede volver a encontrar.
2. Andrew Voyce, 64 años, con esquizofrenia
Que los medios no se refieran a mi enfermedad utilizando palabras ofensivas como loco o psicópata. Eso es lo que significa la dignidad para mí.
3. Ella Robson, 22 años, sufre trastorno de estrés postraumático
Para mí, dignidad significa que los demás me acepten por quien soy, en vez de que me reconozcan únicamente por mi enfermedad mental.
Soy muy abierta en cuanto a mis experiencias relacionadas con la salud mental, con los que me rodean y a nivel público. Escribo un blog sobre mi recuperación y defiendo lo que creo que es lo correcto, especialmente cuando se trata de que se deje de percibir a las enfermedades mentales como algo de lo que avergonzarse.
En ocasiones, cuando conozco a gente nueva o cuando empiezo en un trabajo nuevo, me preocupa que me vayan a tratar de forma diferente por mi condición mental.
Para mí la dignidad es ser tratada como una persona. Lo he dicho muchas veces y seguiré diciéndolo: padecer una enfermedad mental no te hace menos humano.
Quiero que se me acepte por mi talento, y por mis habilidades, no por todo lo que he tenido que pasar. A veces me siento como una carga para los demás, y eso hiere mi dignidad: es una consecuencia de la estigmatización.
Si no hubiera tanta energía negativa alrededor de la representación y la aceptación de las enfermedades mentales, podría sentirme más cómoda pidiendo ayuda. En mi opinión y según mi experiencia, la estigmatización afecta a la dignidad.
No estoy diciendo que la salud física sea menos importante que la salud mental, pero se trata de una manera muy diferente. Cuando me rompí el brazo de pequeña, tengo que admitir que me pareció guay, se lo contaba a todo el mundo. Con una enfermedad mental es diferente. Creo que hay mucha falta de comprensión y, a veces, de respeto hacia la gente que las padece. Para mí la dignidad es ser respetado, comprendido y aceptado.
4. Sharon Sutton, 32 años, con trastorno bipolar
Para mí la dignidad significa ser tratado justamente, como se trataría a cualquiera, tenga una enfermedad mental o no. Sigo siendo una persona digna, como todas las demás. La dignidad se basa en ser considerado, comprensivo y educado; pero sobre todo en ser respetado sin sentirse degradado, sin degradarse a uno mismo de ninguna manera y con la cabeza bien alta.
5. Tom Haward, 34 años, con depresión
Tengo el cuerpo lleno de cicatrices, consecuencia de autolesionarme. Al principio, vivir con esas cicatrices es una experiencia humillante; incluso aunque la causa de esas cicatrices sea una enfermedad que está machacándote, es asqueroso tener que llevarlas en la piel.
Para mí, la dignidad es ser capaz de mostrar mis cicatrices sin vergüenza, porque la depresión es una enfermedad contra la que ahora estoy luchando conscientemente.
Ya no escondo mis cicatrices porque cuentan una historia que quiero compartir con el mundo. Si mis cicatrices pueden ayudar a alguien a encontrar el valor para luchar contra la oscuridad, eso es la dignidad para mí y para esa persona a la que estoy ayudando.
6. Kat Pugh, 26 años, con un trastorno alimenticio
Dignidad, empatía y estigmatización son palabras que se asocian con frecuencia cuando se trata de enfermedades mentales. A menudo, cuando mencionas que padeces una enfermedad mental, los estereotipos entran en juego.
Por ejemplo, la gente asume que un trastorno alimenticio es autoinfligido y que implica estar delgada como un palo y al borde de la muerte. Quizá sea una adolescente que se puso a dieta y acabó mal. O que elegí que me pasara esto y simplemente tengo que comer para ponerme bien (como si fuera así de sencillo).
Hace poco leí la desgarradora experiencia de un amigo que está bajo vigilancia constante en una sección del módulo de psiquiatría. Incluso cuando se me admitió como paciente interna por mi trastorno alimenticio, el seguro médico privado de mis padres me permitió acceder a un hospital privado con buena fama donde unos profesionales excepcionales me trataron de manera firme pero muy amable.
He leído historias horribles de enfermeras especializadas en salud mental que son agresivas con los pacientes y simplemente hacen su trabajo porque es un trabajo. La empatía nunca fue una de las cualidades que se exigían en las entrevistas de trabajo, porque están desesperados por contratar a quien sea. Tiene sentido, porque probablemente sea uno de los trabajos más duros, pero la falta de empatía reduce a los más vulnerables a unos niveles en los que la dignidad no puede caer más bajo.
Incluso cuando estás bajo vigilancia todo el día, o te alimentan a través de una sonda, la empatía, en vez de empujarte hacia las garras de tu enfermedad, es una ayuda esencial para la recuperación.
La dignidad y la estigmatización también están unidas. Me he visto constantemente luchando contra los medios de comunicación e incluso contra los médicos: diciéndoles que mi trastorno alimenticio era una enfermedad mental y que no es necesario estar al borde de la muerte para necesitar tratamiento.
Requería tratamiento cuando mi peso era saludable, debido a la inestabilidad mental que demostraba. Estaba fuera de control en varios aspectos: tanto emocionalmente como en lo relacionado con mis costumbres alimenticias.
No saber regular mis emociones me dificultaba entender por qué había empeorado repentinamente en el trabajo, por qué mis relaciones fracasaban y por qué mi vida social había caído en picado. Pensaba que era mi culpa, y eso solo empeoraba las cosas.
En mi puesto de trabajo anterior vi que una de mis compañeras no era capaz de distinguir entre la conducta y los factores que contribuían a mi enfermedad, hasta el punto de afirmar que mi enfermedad no era una discapacidad. Aunque se demostró que ella estaba equivocada, mi confianza se vio afectada y tardé mucho tiempo en reconstruir mi autoestima.
Los que padecen enfermedades mentales se enfrentan a batallas diariamente, algunas más triviales que otras. El otro día, discutí con mi compañero de piso. No eran los cojines lo que realmente me molestaba, sino el control. El año pasado tuve que enfrentarme a un despido, a que me hicieran bullying en el trabajo y a problemas en casa, entre otras cosas.
Es fácil quedar mal y, con un mecanismo de respuesta negativo, muy fácil caer en ello. Cuando se tiene una enfermedad mental, los pensamientos racionales son reemplazados muy rápidamente provocando que el que la padece pierda la dignidad, cosa que puede interpretarse como incompetencia, irascibilidad o inmadurez, entre otras cosas.
Una mejor comprensión de las enfermedades mentales es de vital importancia. Tenemos que pensar desde una perspectiva más amplia cómo se perciben la empatía y la comprensión cuando se goza de una buena salud mental.
7. Paul Stevens, 32 años, con esquizofrenia
No puedo pensar en lo que ha pasado ni exteriorizar mis sentimientos sobre ello tras haberme encontrado sumamente indispuesto hasta que no me encuentre en un lugar más estable. Solo entonces soy capaz de reflexionar sobre las personas que me han tratado con dignidad y las que podrían haber demostrado más.
8. Katie Higgins, 26 años, con trastorno bipolar
Siempre he asociado la dignidad, o, más bien, la falta de dignidad, con el fracaso. Desde que era joven he tenido miedo al fracaso en todos los ámbitos. Las medias tintas no existían para mí: o era la mejor en algo, o no valía la pena ni siquiera que lo intentara.
Esto es algo muy común dentro del trastorno bipolar, y se ha convertido en una de las características definitorias de mi vida. Hay ocasiones en la que me siento muy segura, contenta con la dirección que lleva mi vida y con las cosas que estoy haciendo, pero, con más frecuencia, me siento llena de frustración y miedo, y estoy segura de que nunca conseguiré nada de lo que me proponga.
Recuerdo montarme en el coche con mi madre —me llevaba al médico porque llevaba semanas regodeándome en un estado de ánimo oscuro y feo que se negaba a irse— e intentar hacerle entender que la razón por la que me sentía así de mal era que tenía 18 años y no había logrado nada en la vida.
Recuerdo decirle que Mozart escribió su primera sinfonía cuando tenía ocho años, lo que ahora me resulta bastante raro, porque yo crecí en un pueblo de clase obrera y no escuchaba a Mozart. Me miró con cara inexpresiva y me dijo: “pero no es normal. La mayoría de la gente normal no hace ese tipo de cosas”.
Yo quería decirle “sí, exactamente, yo tampoco quiero ser normal. No quiero ser mediocre en todo, lo que en mí es perfecto se queda a la altura de en lo que en otros es bien. Para mí, esto es lo que hace que el trastorno bipolar sea tan frustrante e indigno.
Este trastorno es una contradicción en sí misma. Hay momentos en los que pienso que nunca lograré nada, que he fracasado con las tareas más básicas; sin embargo, al pasar un rato me siento llena de extraños delirios de grandeza en todos los aspectos, ilusiones que me hacen sentir que no debería ser normal porque valgo mucho más que eso.
Eso es lo que me hace sentir indigna: el contraste constante (y la coexistencia) entre la obsesión conmigo misma y el odio por mí misma que implica el trastorno bipolar.
Me siento indigna al decirle a la gente que tengo una enfermedad mental, esta en particular, porque la palabra “bipolar” —maníacodepresiva— suena a que no estoy capacitada, a que estoy trastornada y en constante conflicto conmigo misma.
Me da vergüenza no poder fiarme de mi cerebro o de ejercer algún tipo de control sobre él en algunos momentos.
Me da vergüenza que haya términos como “instinto” que no se me puedan aplicar, porque este trastorno ha acabado con cualquier punto de referencia fijo que haya podido tener.
Me da vergüenza estar pensando constantemente en mi enfermedad incluso en los periodos buenos.
Me da vergüenza pasar tanto tiempo intentando manejar este trastorno, siendo consciente de las señales de advertencia y acordándome de tomarme la medicación.
Me da vergüenza invertir tanta energía en obsesionarme conmigo misma y con mi salud mental, mientras otras personas la invierten en relaciones felices y constructivas y en otras cosas productivas.
Me da vergüenza que este trastorno me haya hecho tanto envejecer como volver a ser una niña de tantas maneras diferentes.
Sobre todo, me da vergüenza que esta enfermedad no me permita aceptar el fracaso, incluso cuando sea normal fracasar. Lo peor es saber, lógicamente, que tener una enfermedad mental no me ha hecho perder la dignidad de ninguna manera.
Yo no veo a otros enfermos mentales como personas dignas: las veo como enfermas mentales. Las enfermedades mentales son únicas en cuanto a que nos permiten ampliar la simpatía, el respeto y el apoyo a los demás, pero rara vez a nosotros mismos.
9. Jake Mills, 26 años, con depresión
Dignity [dignidad] es más que una canción que suena en las bodas. Es algo personal que deberíamos cuidar y proteger. No consiste en cumplir todas las expectativas ni en ser alguien que no eres. Es algo más que elegancia y grandeza. Consiste en respetarte y en no comprometer eso por nadie.
No me malinterpretéis; hay veces en las que todos perdemos un poco de dignidad. Yo me he dejado la mía en el suelo de muchas discotecas hace años, cubierto de vómito y lágrimas. También hay veces en las que no hará falta entender la dignidad, normalmente cuando estás en el hospital con las piernas arqueadas, o cuando una enfermera te tiene que meter una cámara por un orificio que no te gustaría enseñarle. Pero, en general, la dignidad es algo que controlamos y que utilizamos para proteger nuestro nombre.
Esa sensación de "no llores; aquí, no", esa provocación de "no dejes que ese idiota te vea así", esa vocecilla que susurra en tu cabeza "quizá esta vez te quedas con los pantalones puestos".
La dignidad es tu amiga. Es tuya, de nadie más; es lo que la hace tan especial. Y cada cual tiene que estar atento a la suya. Habrá veces en las que otras personas intenten quitártela, veces en las que la pierdas por completo, veces en las que pienses que se ha ido para siempre. Pero no. Siempre que estés presente, tu dignidad también lo estará.
Este artículo fue originalmente publicado en la edición de Reino Unido de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.