Vaqueros averiados

Vaqueros averiados

John Carradine.

Eran demasiado viejos para cabalgar, o habían quedado tullidos tras una mala caída. La necesidad y la sed de llanuras les llevaban a subirse al carromato de los suministros y pasar las jornadas renqueando tras el ganado, hasta que, en la luz incierta de la anochecida, encendían un fuego sobre el que dejaban caer la cafetera y un perol en el que condenaban al aburrimiento al agua, las judías secas y el tocino. Escanciaban grasa de un barrilete y en ella, quemada y turbia como su vida, freían toscas tortas de harina.

Así era la monótona dieta de los vaqueros que conducían los rebaños por la ruta Chisholm. Sin más añadido que alguna iguana distraida y sazonada con frío nocturno, sol inclemente, soledad, serpientes, la nana de los coyotes y el tambor de la estampida.

Tras la nube de polvo que levantaba el ganado, mascando tabaco y pasado, iban arrugándose aquellos viejos que no eran cocineros, sino errantes sin más porvenir que unos huevos frescos y unas lonchas de jamón recién cortado al final del viaje.

Quién no haya soñado viendo una película del Oeste no sabe lo que es soñar. De siempre he hecho mía la poderosa mitología a la que se refería Borges, poblada por Aquiles y Menelao con revólver y una Helena que pasea entre las mesas del "Saloon" moviendo el bullarengue y enseñando las bragas.

De la firmeza con que John Wayne amartillaba el rifle a la tranquilidad decidida en la sonrisa de James Stewart o aquel coraje pelirrojo llamado Maureen O´Hara, los gestos que refulgían en la pantalla y las frases que atronaban en la sala ("Me molesta decir algo bueno de ese pedante, pero desde luego que sabe como comenzar una guerra") fueron, y son, el otro espejo, aquel que en las sesiones dobles me permití traspasar, Alicia con cananas.

También el destello de los que en la Iliada fueron Diomedes y Euríalo, valientes y segundones, destinados a morir o a escuchar la confesión del héroe, dueños y señores de los silencios y las frases ocurrentes...

Pienso en Ward Bond, que fija la mirada en su taza de café mientras, a sus espaldas, Dorothy Jordan y John Wayne intentan esconder, en vano, su amor desdichado e imposible. Es uno de los planos más desoladores y hermosos que se han armado nunca ante una cámara, y War Bond una estatua de sal, contando en silencio y en pocos segundos una historia de años, desiertos y desesperación. Una historia que ni siquiera es la suya (en el fondo ¿qué historia es, en verdad, la nuestra? Ni el comanche rastreador de destinos podría averiguarlo. Tal vez el viento que, compasivo, borra las huellas).

Mientras Hank Worden da las gracias a Dios por los indios que va a matar, o balancea su mecedora junto al fuego que crepita nanas, burlándose de su locura y de la muerte.

Mientras Andy Devine pide otro bistec a cuenta y esconde su estrella de sheriff con tanto miedo como dignidad.

Y Edmond O´Brien pregunta: ¿desde cuándo matar a Liberty Vallance es matar a un hombre?

Y Walter Brennan se adueña de nuestras emociones y de una obra maestra como Río Bravo armado tan solo con una armónica y una escopeta roñosa.

Malicia la leyenda con su lengua de whisky que Brennan le pidió instrucciones precisas a Hawks sobre cómo interpretar el papel: "¿Qué prefieres Howard, con dientes o sin dientes?". El director le quitó la prótesis y, a cambio, le donó una inmortalidad mellada.

John Carradine abandona la partida de cartas para subirse a La Diligencia, sin más motivo que seguir la estela de una dama sureña, débil destello de un mundo que ya no existe.

O se entrega al sacrificio sin redención en nombre de los hambrientos, de los desposeídos. ¿Cómo negar a Las uvas de la ira el alto honor de ser un western? ¿Es que no están en ella las llanuras, la esperanza, los silencios cargados de violencia y la muerte a la altura de los ojos? ¿Qué es el mapa de la frente de Carradine, esos surcos, sino rodadas de carromato?

Al mismo tiempo, David Warner improvisa el sepelio de Jason Robards, que lo escucha desde la cama, postrado pero aún vivo:

"No podemos decir que Cable Hogue fuera un hombre bueno, pero era todo un hombre"

"Amén a eso", reponde Stella Stevens, y su boca es un oasis en el que brota toda la carnalidad del mundo ("para reventársela a besos" hubiera escrito Rulfo. O para vivir en ella, añado).

Cuánto amor puede caber en esa hora y media que nos legó este diálogo esculpido en mi memoria:

Warner, el falso predicador y Robards, el enamorado oficial, en un alarde de generosidad mutua (la bigamia estaba mal vista), se calientan a la intemperie mientras, tras los iluminados visillos, se intuye a Stella desnudándose.

La cámara y las pupilas abiertas de actores y espectadores viven, sienten, ese momento contenido y mágico.

-¿Que se puede hacer cuando una mujer te toca en lo más hondo?

-Eso tal vez se arregle con la muerte.

Ni siquiera la muerte de Robards (atropellado por un automóvil del que solo entiende que acabará con su posta de diligencias) distrae a Woody Strode, Jack Elam y Al Mulock de su espera en la estación. Minutos asfixiantes que se resuelven en una décima de segundo y tres balas inverosímiles disparadas por Charles Bronson.

Pero pienso especialmente en Slim Pickens, a quien todos recuerdan cabalgando sobre una bomba atómica activada por Kubrick, pero que cada atardecer camina, herido de muerte, por la orilla de un riachuelo.

Cada atardecer contemplo como se detiene para volverse hacia Katy Jurado y despedirse de ella con una mirada entre el miedo y la nostalgia, mientras Bob Dylan comienza a llamar a las puertas del cielo.

(La primera vez que yo, conmovido y atónito, presencié esta maravilla, mi corazón quedó más arrugado que mi pañuelo)

Ella le deja a solas con su muerte por respeto, tal y como -y eso lo sabemos bien los pastores- cabras y ovejas se apartan del rebaño para parir y morir.

Nacimiento y muerte necesitan intimidad. Ni un velatorio puede ser una timba, ni un paritorio un botellón.

Y en lo más profundo, uno desea que ese viejo sheriff no termine así, pero las películas (aún más las de Peckinpah) son tan crueles como hermosas y el destino de sus sombras, como los naipes del tahur, está marcado.

Porque eso son los actores. También los secundarios de las películas del Oeste: sombras de vaqueros averiados que hacen suya una y otra vez la pantalla mientras mascan tabaco y pasado.

Y galopan el sueño que todos alguna vez soñamos.

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”