Un programa de 500 días para transformar la realidad económica

Un programa de 500 días para transformar la realidad económica

Lo que hace falta es un programa de pacificación a escala europea, que encauce una transición hacia un capitalismo de utilidad social que comparta, sin complejos ni prejuicios, algunos de los elementos de su ADN con los principios de planificación socialista.

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"El pasado no está muerto. Ni siquiera está pasado".

William Faulkner

Hace unas semanas, en mi último post publicado, algunos usuarios me comentaron la importancia de integrar un cuadro de medidas concretas que acompañaran a la visión reformista que plasmaba. Espero que el presente intento cubra parte de aquella demanda.

El mundo cambia, pero algunas cosas resisten sorprendentemente hasta permanecer prácticamente inalterables. En 2008, Barack Obama asumió en uno de sus discursos pronunciado cuando todavía era candidato a la presidencia, el punto de vista de William Faulkner sobre el sentido de la Historia, aprovechándolo para llamar a la acción y enfrentarse, en aquel caso, al tema racial. La clave que comparto con los dos es simple pero exigente: no se puede dejar de actuar ni esperar al "momento adecuado" cuando algo no es justo, no se puede tener miedo a confrontar, igual que no se puede extirpar del presente todo aquello que fuimos.

Hace 30 años, los países socialistas de la Europa del Este y la URSS entraron en la fase más baja de su particular ciclo de estancamiento económico, lo que les precipitaría al colapso de su modelo de organización social y política. Durante la década de los años ochenta, aunque en vano, los esfuerzos de sus economías por hacer reformas se acentuaron mucho más que en todas las décadas anteriores. Fue lo que se denominó como el inicio de las medidas económicas de transición hacia el capitalismo, con la promesa incorporada de que, si lo hacían bien, lograrían sobrevivir y evitar grandes penurias o estallidos de violencia.

Como bien sabemos hoy, aquella transformación no funcionó como se esperaba en el corto plazo, y durante los años noventa la hambruna en países como Rumanía, Polonia y Albania, la guerra de los Balcanes y los sucesivos procesos de independencia del dominio de Rusia por parte de las repúblicas bálticas, pusieron en evidencia que ejecutar un paquete de reformas económicas de liberalización era insuficiente, ya que había un cáncer mucho más profundo que tenía que ver, primero, con la putrefacción del tejido social provocado por el totalitarismo político y la corrupción moral de la nomenklatura (la lista que elaboraba la dirección del Partido para designar "unilateralmente" a los cargos públicos, quién subía y quién bajaba en el escalafón, para fijar y gestionar los objetivos de la planificación económica de recursos); y segundo, con la cultura de la disidencia y el rechazo a todas las instituciones que habían ejecutado con complacencia la represión del Aparato, lo que acabó fermentando un resentimiento instintivo acumulado en la psique de todos los ciudadanos y que en aquel momento se desinhibió.

En aquella coyuntura de fin de milenio, condicionada por la escasez de unos y el odio de otros, se perdieron oportunidades para extraer lecciones aprendidas del que había sido su modelo productivo y de parte de sus hallazgos en cohesión social. De pronto, se borraron por completo 50 años de estilo de civilización, y tan sólo se preservaron inicialmente aquellas fórmulas de progreso que ya se encontraban consagradas en los países europeos occidentales como signos de bienestar, y por tanto "sanitizadas" de una presunta herencia comunista. Por consiguiente, el salto se dio desde el socialismo al capitalismo sin interrupción, sin poder cuidar el encuadre de la cámara ni ensayar la puesta en escena con los actores; se fue muy rápido y por ello se cometieron grandes errores de funcionamiento que aún hoy continúan generando grandes desigualdades.

Lo que pretendo destacar es el fenómeno de la negación que se produjo en los últimos años del siglo XX en el nuevo mapa europeo, cuando se descartó totalmente una vieja aspiración: el paso del socialismo real a un socialismo de mercado. En vez de eso, inmediatamente se fulminaron todas las palabras, conceptos, experiencias y visiones que pudieran recordar al régimen caído. En Europa, la economía neoclásica se quedó sola en el podio, sin competidores, como nunca hubieran podido imaginar personalidades defensoras de su superioridad teórica como Ludwig von Mises o Friedrich Hayek. Incluso, la doctrina de la economía social de mercado que impulsó la reconstrucción europea desde 1945, había sido condenada al ostracismo desde finales de los años setenta, y únicamente quedaban fragmentos de aquella visión, ahora descontextualizados de su marco teórico original.

Mi propósito es realizar un pequeño viaje en el tiempo para rescatar de la desmemoria algunas líneas de investigación e inquietudes intelectuales que tuvieron lugar antes del Telón de Acero, cuando la ventana de oportunidad para ideas innovadoras estaba en su máximo apogeo, como también lo estaba el riesgo de su decapitación por las reacciones orquestadas por el fascismo. Me gustaría que este rescate sirviera para poner de relieve algunas alternativas para reformar el sistema económico, aunque éstas no sean perfectas, y estén pendientes, tras un largo abandono, de ser refinadas, pero desde luego pueden ofrecer un camino.

Así, fue en el periodo de entreguerras, durante los años veinte y treinta, cuando algunos economistas realizaron brillantes esfuerzos científicos por articular un sistema socialista de economía híbrida, es decir, un socialismo de mercado, Marktsozialismus, que fuera capaz de conjugar, a partir de un marco constitucional democrático, con audacia política y viabilidad tecnocrática, al presupuesto del libre mercado con el presupuesto del plan de planificación central.

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Dos visiones económicas confrontadas: Oskar Lange vs Ludwig von Mises. Foto: AGP.

Todo empezó durante la República Alemana de Weimar; aquel experimento trágicamente fallido reunió en puestos de gran responsabilidad a figuras como Emil Lederer, Arthur Feiler, Fritz Lehmann Adolph Lowe, Hans Neisser y Eduard Heimann. Muchos de ellos, vinculados con la Escuela Reformista de Kiel, en mayor o menor medida habían analizado el pensamiento de Marx sin por ello postularse como marxistas. Su apertura de mente les había permitido enfrentarse al desafío de tratar de integrar el prisma sociológico de Marx (junto a elementos de sus teorías del valor y del trabajo) dentro de un modelo económico que fuera coherente y lo más aplicable posible, tanto en términos políticos como en términos de eficiencia. Años después, todos ellos fueron perseguidos por Hitler y tuvieron que emigrar a universidades de EEUU y Gran Bretaña.

Uno de los más destacados de aquel grupo fue Heimann, quien defendió la planificación económica, reconociendo que las fuerzas del mercado no podían garantizar resultados sociales. Tenía plena confianza en la capacidad de un estado manejado sabiamente para lograr lo que el mercado no podía asegurar. El fascismo, por supuesto, le enseñó una lección dolorosa sobre el potencial destructivo del estado, y muchos de sus escritos después de emigrar reflejaron una gran sensibilidad hacia las dificultades de equilibrar el papel de lo estatal, como agente de reforma progresista, y al mismo tiempo saber contrarrestar su potencial para la represión y la corrupción.

Otro de los pensadores más destacados en aquellos momentos fue el polaco Oskar Lange. Para él, el estudio de las formas de administrar los recursos escasos suponía el objeto de la ciencia económica. A lo que más tiempo de estudio dedicó fue a cómo se habían administrado los recursos escasos en las sociedades humanas del pasado y a la influencia de ciertas instituciones sociales en el modo de ejercer dicha administración. Y desde ahí propuso su paradigmático y criticado modelo Lange, que reunía elementos del sistema capitalista y elementos de cálculo de planificación centralizada similar a la que se empleaba en la URSS. Entre sus aportaciones más singulares, su pilar fundamental recayó en la Oficina de Planificación Central (OPC), que servía para fijar los precios y alcanzar el equilibrio constante entre oferta y demanda. Dado que los precios eran fijados "artificialmente" por esta oficina con el fin de alcanzar los objetivos previstos en cada sector productivo, el equilibrio resultaba ser originalmente improbable.

Para producir la cantidad correcta de bienes y servicios y crear un equilibrio, Lange postuló un método constante de ensayo y error. Si un excedente en la oferta de un determinado bien se planteaba, la OPC bajaba el precio de ese bien. Del mismo modo, ante una escasez de un bien particular, el precio era elevado. Por otro lado las empresas eran de propiedad pública, y los gerentes y trabajadores recibían -además de su sueldo- un dividendo social en base a los objetivos alcanzados, corrigiendo el problema central del modelo soviético en cuanto a la falta de incentivos y las barreras a la innovación.

El modelo Lange, que se insertaba dentro de la prototípica democracia parlamentaria, buscaba asegurar el pleno empleo y al mismo tiempo crear un mercado donde los monopolios de grandes empresas y los ciclos destructivos del capitalismo, incluidas las burbujas especulativas, no pudieran producirse, y a la vez, que se generase la suficiente abundancia, preservando siempre el equilibrio, para que cada individuo pudiera elegir libremente qué bienes y servicios consumir. Décadas después, Lange profundizó su modelo mediante los emergentes avances de la cibernética, que representó la última esperanza para que los cálculos de esa OPC pudieran funcionar en tiempo real con suma precisión. Lo cierto es que su modelo se quedó sin implantación institucional.

A principios de los años ochenta, el economista húngaro János Kornai aportó los análisis más serios para explicar las razones del colapso de los países del Este. Su foco recayó en que la planificación centralizada había fracasado al no solucionar técnicamente el problema de la escasez, unido al estrangulamiento por parte de las instituciones políticas del principio de valor/utilidad (entendiendo por utilidad el juicio que hacen las personas acerca de la importancia que tienen los bienes a su disposición), lo que en conjunto había elevado el escenario hasta un nivel insoportable. En aquella realidad, la escasez equivalía a falta de vivienda y falta de equipamiento en los hogares de elementos tan básicos como calefacción o una línea telefónica. El pleno empleo atraía fenómenos limitadores como las largas colas para lograr bienes primarios, o la falta de incentivo para mejorar la calidad de los productos antes unos precios demasiado bajos.

Sin embargo, la salida a este cul-de-sac descrito por Kornai no era guillotinar el modelo por completo para sustituirlo por el modelo neoclásico occidental, sino generar un ideal convexo capaz de sustituir los errores centrales del socialismo de Estado por un juego complejo de mercados regulados. Considero que una de las claves para alcanzar el ideal de Kornai recae en mantener activo el incentivo del beneficio pero reasignando y corrigiendo los significados que el mercado otorga a la propia noción de beneficio (esta idea la retomo más adelante mediante el concepto de "dividendo social").

Este breve recorrido histórico me permite justificar el título de este artículo, "Un programa de 500 días para transformar la realidad económica", en alusión al célebre pero fracasado plan de reformas económicas que Gorbachov intentó poner en funcionamiento para frenar una caída política del sistema soviético que fuera total e irreversible. Aquel plan recibió el sobrenombre de programa Shatalin o de los 500 días, diseñado por Grigori Yavlinski y Stanislav Shatalin, cuyo objetivo era saltar de la escasez a la estabilización mediante procesos de liberalización de precios y privatización de empresas, y unificar un tipo de cambio en base a una moneda única. No hubo suficiente tiempo para implantarlo, ni existían las condiciones de consenso político para que se pudiera tener éxito. Fue el prólogo a la hegemonía del postcapitalismo global anticipado por Daniel Bell muchos años atrás.

Ahora, a mi juicio, lo que hace falta es un programa de pacificación a escala europea, que encauce una transición hacia un capitalismo de utilidad social que comparta, sin complejos ni prejuicios, algunos de los elementos de su ADN con los principios de planificación socialista. Se trataría de sintetizar una visión de reforma mecánica (limitada a incrementar la prosperidad en forma de fiscalidad progresiva, subida de salarios, educación igualitaria y sanidad universal) con una visión de reforma moral (aprovechar la mejora de las condiciones materiales para elevar la condición moral de las personas) de modo que ambas formen parte de un nuevo modelo económico. Veamos a qué elementos me estoy refiriendo:

Oficina de Planificación Central Europea (OPCE) como elemento para regular la especulación y la acción extractiva de los fondos de inversión sin pretensión de crear prosperidad social. Desde este órgano se fijarían de un modo multilateral y transparente los objetivos sectoriales de producción, generándose una política de precios predeterminada aunque dinámica, siempre atenta al cambio y nunca dogmática.

En cierto modo, y para entender su funcionamiento, su rol consistiría en sustituir esa demanda de certidumbre que las firmas de consultoría venden a las empresas del sector público y privado con el fin de intentar controlar el futuro mediante fotos y escenarios probables de lo que ocurrirá en el sector. Esa fotos suelen salir unas veces muy movidas, y otras simplemente nada tienen que ver con la realidad material que termina llegando.

Bajo esta oficina, esa foto podría enfocarse y orquestarse de manera cooperativa. En la fijación de los objetivos de producción, al igual que ocurre en los planes estratégicos de cualquier empresa, se priorizaría alcanzar un máximo, un ideal de producción, pero sin burbujas. El control de la OPCE no sería exclusivo de la política, sino que el sector empresarial, los agentes sociales y la sociedad civil formarían parte del proceso deliberativo.

Incido en que la planificación, tal y como la concibo, tiene sentido si lo que se establece no beneficia a una clase limitada, sino a la comunidad como un todo. Su alcance podría comenzar en una primera fase centrándose en los precios del suelo, la energía, los carburantes, y la comercialización de ciertos alimentos y tratamientos médicos.

El sueño de Europa llegaría al mercado y ya no sería un espectro de él. Su misión sería buscar el equilibrio, descartando la dictadura del crecimiento infinito. Una acción colectiva y democrática de reparto de prosperidad.

Dividendo social y métrica de utilidad. Las políticas de moderación salarial serían acompañadas de un dividendo, un complemento derivado de la utilidad social propiciada por la aportación del trabajo de cada empleado y de la producción de cada empresa al bienestar. Esto exigiría la creación de una métrica de utilidad no medible en términos de ingresos económicos, sino en términos de inversión multifactorial, donde la sostenibilidad, la formación, la creatividad y el impacto en la cohesión social se convirtieran en un capital valorable e incentivado en las empresas del sector privado.

Renta base. Sería diferente al salario mínimo o a la renta mínima para no caer por debajo del umbral de pobreza. En este caso se trataría de cubrir el porcentaje que le falta a una unidad familiar para acceder a una vida adecuada y suficiente como para que se les permita elegir cuánto tiempo quieren dedicar al trabajo fuera de casa. Esta renta procedería de un reparto de los beneficios obtenidos por las empresas públicas, de manera que todos los ciudadanos serían accionistas del capital de dichas empresas. En la liquidación se tendría en cuenta la posibilidad de las familias para llegar a esa renta base y el valor de los empleos y contratos para la creación de una mayor cohesión social.

Otras medidas tendrían que ver con desinflar el estrés consumista para aligerar la presión por trabajar cada vez más horas al servicio del consumo exuberante. Una de las medidas para controlar la evolución de la demografía no puede limitarse a la concepción extractiva de trabajar más años antes de la jubilación ¿Por qué no analizar modelos para trabajar menos horas de un modo más productivo con el objeto de distribuir mejor el espacio laboral y alcanzar así el pleno empleo? Esto permitirá cambiar tiempo de trabajo por ocio, reinterpretando el concepto de ocio como un proceso de perfeccionamiento individual a través de una formación educativa avanzada y sofisticada que repercutiera en la utilidad social y en la propia iniciativa emprendedora aplicada, en última instancia, a la economía.

Y por último, fomentar el surgimiento de nuevas formas de propiedad común, reformando las tipologías de empresas públicas, pero no privatizándolas sino reconvirtiéndolas en cooperativas de ciudadanos. Me parece bastante más viable e importante "curar" para que la adquisición de nueva riqueza proceda justamente que redistribuir la riqueza ya adquirida.

Ahora que son conocidas por todos las reivindicaciones promovidas por las plataformas ciudadanas para hacer frente a la crisis, y una vez asumidos los principios y elementos arriba descritos, quizás se entienda que no quiera entrar a valorarlas punto por punto. En ellas suelen mezclarse opciones muy posibles a corto plazo, con otras más lejanas o que algunos calificarían de utópicas, aunque todas ellas nos permiten conocer más sobre cuáles son las inquietudes reales. A modo de recordatorio, podemos agruparlas en cuatro grandes grupos de reivindicaciones, aunque están estrechamente relacionados entre sí:

  • Aquellas que buscan la eliminación de privilegios de las clases mejor posicionadas (incluyendo aquí a la clase política, las grandes fortunas y la banca).
  • Aquellas que buscan facilitar el acceso de los ciudadanos a sus derechos básicos (como la vivienda) y un mayor desarrollo de sus libertades civiles.
  • Aquellas que intentan potenciar servicios públicos universales de calidad.
  • Y finalmente, el desarrollo de medidas tendentes a conseguir una optimización del gasto público basada en su rentabilidad social.

La creación de una cultura socioeconómica basada en los puntos que he descrito en este artículo (especialmente la idea de dividendo social y la creación de una Oficina Central de Planificación Europea) permitiría analizar y aportar soluciones concretas para cada una de las inquietudes repartidas entre esos cuatro grupos. Dicho de otra manera, las soluciones caerían por su propio peso, y las contradicciones que nos han llevado a esta antesala de colapso económico y social quedarían fácilmente en evidencia.

¿Pero es algo de todo esto posible? Sólo puedo argumentar que no puede haber ninguna duda de que los economistas reciben su formación intelectual al mismo tiempo que son miembros de una nación en particular, de una clase social, de un grupo religioso o filosófico, de una tradición política, etc. Todo esto expone a los economistas, como les ocurre a otros científicos, a una multiplicidad de influencias que les aleja del procedimiento objetivo.

Las influencias que son conscientes se reconocen fácilmente y se pueden eliminar si éstas se oponen a las buenas costumbres del procedimiento científico. Sin embargo, las influencias realmente importantes son las inconscientes. Hay muchos economistas que se creen inmunes a ellas, aunque están igual de expuestos que cualquiera. Suelen sostener que desconocen de su existencia, pero esas influencias están operando incesantemente a través de procesos que se esfuerzan en racionalizar los motivos inconscientes que son totalmente ilógicos. Ahí surge la creencia en la ideología, para bien y para mal.

Hace 20 años, los países en transición de la Europa del Este querían ir donde estábamos nosotros, Europa, antes de la crisis. El mismo deseo lo han compartido las economías emergentes de Latinoamérica y el Suroeste Asiático. Y sin embargo, la pregunta crucial es ¿dónde queremos nosotros, los ciudadanos europeos, ir a partir de ahora?

Mientras la rentabilidad social y la rentabilidad económica no confluyan en un punto de equilibrio incuestionable para las intenciones programáticas de todos nuestros dirigentes, a Europa le quedará un largo camino por recorrer, al igual que a cada uno de nosotros. Como exponía al principio: no se puede dejar de actuar ni esperar al "momento adecuado" cuando algo no es justo. No se puede tener miedo a confrontar. Y no es admisible que nos extirpen aquello que nos hace ser quienes somos.