Caviar

Caviar

Un cuento veraniego.

CAVIARCARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

La sombra de la higuera es, en lo que cae (o no) la breva del verano, de muchas y beneficiosas aplicaciones. El señor Cela la tenía por insuperable para estar fresquito mientras uno se amanceba con la mano. Y todavía queda una libre para teclear en el móvil.

Menos íntimo, pero no menos placentero, es el sueñecito que nos echamos después de comer arropados por su sábana de frescor y moscas.

Pero yo me quedo con el momento en que la verde penumbra acoge la lectura de ese relato que hemos ido demorando durante todo el año.

Para quienes dispongan de tan preciada sombra, también para quienes gasten toldo, sombrilla o sombrero de paja, he pergeñado ocho cuentos pret-à-porter. Alguno asfixiante, como el verano, y el resto, frescos como la siesta.

A esa hora en que el domingo se diluía hasta el gris, sin más rojos que las botellas de Campari en las vitrinas, el hombre pidió su quinto dry Martini; dio un leve sorbo, agradeció que estuviera más frío que los pies de Jeremías Johnson, y sacó la aceituna de la copa, que colocó sobre el mostrador. Al observar el conjunto, le sobresaltó el exceso de palillos, que ya empezaban a simular aperitivo de faquir o corona de espinas.

De espaldas a la barra, sintió el aroma almizclado, dulzón, embriagador, que desprendía el abrigo que la mujer había dejado en el taburete de al lado. El hombre giró a cámara lenta, mientras exhalaba un “hola” extasiado, al que ella respondió con una sonrisa de crema de coco.

-¿De dónde eres? Del cielo, supongo.

-De Ecuador, la mitad del mundo.

-De haberte conocido, no me habría importado irme a suplir al llorado George. Por cierto ¿qué hicieron con la concha? ¿Una bañera? ¿Peinetas?

Ella sonrió.

-La guardaron en un museo que nadie visita.

“En ese habito yo”, pensó el hombre.

-Disculpa mi incultura, pero siempre me he interesado por los animales. Conviví con uno algún tiempo.

-¿Se te murió?

-Nos separamos. Ahora que lo pienso, no he leído a ningún autor de tu país, ni recuerdo una película ecuatoriana. Sé que en Guayaquil nacen las mujeres más guapas del mundo -dijo señalándola- y que el Chimborazo aún fuma.

-Autores, hay varios; y se ha rodado algún dramón, que ha provocado más lágrimas que la muerte del galápago. Pero yo soy de Ambato, y allí no hay mar.

- Habita en tus ojos. Y a ti, ¿qué cine te gusta?

-El bueno. A veces, en blanco y negro.

-¿Te apetece un ruso blanco?

-¿Un qué? Últimamente solo tomo tragos secos.

-Me recuerdas a Sue Lyon, si ella hubiera sentido alguna vez el sol de verdad sobre su piel.

-Ahí me has pillado. No sé de quién me hablas.

-Es alguien de otro tiempo. La única Lolita que reconozco, aunque hubo tantas…

Evelyn rio con vergüenza, como si no supiera si era correcto.

-No me hagas mucho caso. Vivo de ver películas y de contarlas.

-¿Crítico?

Mario asintió con dejadez fingida; su oficio, desvaído, volvía a tener sentido en el primer plano de los ojos de Evelyn.

-Las viejas películas son como sueños. La ventaja es que puedes volver a ellos cuando quieras. Aunque a veces se presentan, sin avisar, a este lado de la pantalla.

Y anhelando su boca fresca como una bahía, Mario le habló largamente de El apartamento, aunque el apartamento en que pensaba no era el de C. C. Baxter, sino el propio.

Mario agradeció que el lujoso restaurante estuviera poco concurrido. No quería compartirla con nadie. El maître, solícito, aunque más pendiente del partido que se disputaba a esa hora, cuyas ráfagas penetraban diluidas desde la cocina (diluido también el dry martini, aunque Mario no lo dijera), extendió la carta ante Evelyn como si fueran las tablas de la ley.

-Elige tú por mí, Mario.

Y un escalofrío le recorrió el cuerpo al escuchar su nombre de esos labios. Luego, y aunque le costaba no mirarla, acarició con los dedos de los ojos la carta de vinos, demorándose en la docena de champagnes. Le alegró ver su marca favorita. Rehusó las copas de flauta.

-Llévese esas torres gemelas, que a nosotros –y miró a Evelyn, que agradeció el plural- el champagne nos gusta en las de agua. Niña, esto no es el Russia Tea Room;

-¿Cómo?

-Aquí solo hay dos opciones para el caviar, ambas con crema agria: lo sirven sobre pequeños aguacates, o con blinis.

-Ese es el que quiero –zanjó ella con aplomo.

-Y yo. Lo otro es una modernez. Y suerte que es osetra, de pequeñas y perfumadas huevas. El beluga es para productores de televisión–apuntilló con desdén.

Evelyn se sorprendió por la pequeña esfera acostada en hielo que el camarero dejó en la mesa, levantando la tapa y dejando al descubierto el centro oscuro y brillante de aquel planeta desgajado en dos. Ella recorrió con el índice el borde del recipiente.

-Es como la línea que atraviesa mi país y divide el mundo…

Contempló la cucharilla de nácar con curiosidad; incluso jugueteó con ella, acariciándola.

-¿Es de concha de galápago?

-Por supuesto -mintió Mario.

Convencido de que el postre era ella, cenó con tal avidez que el muslo de pintada parecía la bota de Chaplin.

Evelyn compuso una sonrisa de niña traviesa en su rostro avezado.

-Perdóname, pero si hay algo que no soporto es el cine español.

-No blasfemes, niña. ¿Has visto Plácido?  ¿Tristana? ¿El espíritu de la colmena? ¿Los santos inocentes?

Ruborizada, Evelyn se encogió de hombros.

Mario insistió:

-También aquí se nos aparece la musa. Y más a menudo de lo que muchos piensan.

-Y si se te apareciera a ti en la oscuridad, ¿sabrías reconocerla, Mario?

Y Mario le hizo un guiño a medio camino entre la picardía y la desesperanza.

-Ya se me apareció, pero la musa no siempre se queda con quien mejor folla.

Al contrario que en la mesa, la ventaja en la cama la llevó ella, y él se dejó hacer. Mario había preferido esconderse en la penumbra, tras ver en el espejo su cuerpo, que, ayuno de caricias y envilecido por el alcohol y los años, se le había antojado ajado y fofo junto a la llama enhiesta de Evelyn; ella negó su decrepitud entre risas.

-¡Venga, que estás muy bien, te lo digo en serio! ¿Qué tienes? ¿Treinta y siete?

-¡Bendita ignorancia! Como poco te doblo la edad, sea cual sea, que no me la has dicho.

-He terminado ADE y repetí un curso, es todo lo que te contaré. Yo suelo dar poca información, y contaminada.

Evelyn, con pericia de geisha que le hizo rememorar El imperio de los sentidos, se recreó en su orografía toda, desde las uñas de los pies hasta la frente perlada de sudor e incredulidad. Cuando Mario sintió el estertor de la eyaculación, entendió por qué los gabachos nombran al orgasmo “la pequeña muerte”.

“Ahora sí que puedo morirme”, pensó.

Evelyn, vistiéndose a cámara lenta, se giró y le buscó los ojos antes de musitar:

-Gracias. Gracias de corazón, Mario. Ha sido la primera vez que tomaba caviar.