¿Cómo se amaña el concurso para elegir al director de un museo?

¿Cómo se amaña el concurso para elegir al director de un museo?

"Hemos cambiado todo para que nada cambie".

Museo del Prado en Madrid.Sylvain Sonnet via Getty Images

Puede que le haya pasado a usted, lector, algo parecido. Se presentó a un concurso en el que ganó alguien que no merecía el puesto o la plaza. Es tan habitual que nadie protesta, ya que en otra ocasión se encontrará al mismo tribunal o, simplemente, teme que piensen que protesta porque ha perdido, que es un mal perdedor, aunque todo el mundo supiera que esa plaza fue preparada para alguien concreto contraviniendo los principios de la concurrencia competitiva.

En Murcia se utiliza una frase que define a la perfección lo que en este artículo se contará: mientras rule no es chamba. Esta historia es el cáncer de España, lo que nos mantiene como un país aún lejos de las potencias europeas: demasiada gente ocupa puestos que no merece. Estamos acostumbrados a que pase en política por el clientelismo que sitúa en los puestos de poder no a los más valiosos sino a los más fieles, algo idéntico a la endogamia universitaria. Pero, ¿es posible manipular los concursos públicos?

Sí. Veamos cómo hacerlo de forma efectiva y discreta.

El supuesto será un museo de provincias, un centro adormilado, poco activo y muy discreto. Se jubila su director y hay que convocar una plaza. Imaginemos, por ejemplo, que un grupo de poder, llamémoslo patronato, o simplemente una serie de personas con determinados intereses en un museo, pueden proponer las bases al ayuntamiento del que depende el museo a través de alguien respetado por la institución.

Este hace ver que las bases vienen de algún museo nacional, como el de Valladolid, aunque no sea cierto o se cambien para favorecer nuestros intereses. Nadie las va a comparar. Lógicamente esas personas tienen un candidato fiel que garantiza el statu quo y sus parcelas de poder, escondidas tras el benemérito interés por conservar la figura del titular del museo, un artista insigne. Comisariados, ediciones de libros, poemarios… Un museo genera mucho movimiento y da mucho poder y prestigio en determinadas esferas.

Tenemos un problema, y es que nuestro candidato fiel no tiene experiencia. Nunca ha gestionado nada. Académicamente no tiene nada relevante y, encima, no es historiador ni gestor, es artista. Lo único que puede acreditar es conocer la figura del titular del museo y un par de publicaciones al respecto. Nos parecerá imposible conseguirlo, pero con un poco de voluntad y pocos escrúpulos podemos lograrlo. Vamos paso a paso.

Una plaza así bascula sobre dos puntos: el currículum del candidato y su proyecto de gestión para el museo. Esto es engorroso, ya que a la plaza se presentará gente con buenos proyectos y mucha experiencia de gestión, quizá incluso algún conservador de museo nacional, ante el que nuestro joven candidato no tendrá nada que hacer. Empecemos por proponer, con las bases, a los miembros del tribunal que los va a evaluar. Cuatro amigos del candidato y un (o una) funcionario que no está necesariamente en el ajo. Los cuatro saben que deben evaluar muy alto el proyecto del candidato y muy bajo los otros. La funcionaria da legitimidad al tema, sin darse cuenta hace el papel de blanquear nuestra maniobra.

Sin embargo, cantaría mucho que diésemos todos los puntos del proyecto a nuestro candidato (aún así se los acabaremos dando) y pocos a los demás, en las revisiones y apelaciones nos tumbarían. Bien, aquí viene la genialidad: diluyamos la puntuación. En vez de dos apartados, hagamos cuatro.

Uno será una entrevista personal en la que nuestro hombre sacará todos los puntos. Otro algo tan subjetivo como evaluar el conocimiento sobre el titular del museo sin que quede un examen escrito (en la revisión sería evidente el conocimiento de cada uno, para manipularlo este juicio ha de ser oral) más el proyecto y el currículum. Ahora solo hay un apartado valorado sobre criterio objetivo y tres sobre lo que opine nuestro jurado.

En lo objetivo (experiencia de gestión, méritos académicos, idiomas, publicaciones etc.) será el cuarto o quinto candidato, en lo subjetivo será el mejor. Usted dirá que para qué sirve la entrevista si todo se evalúa en papel o por qué hay un apartado sobre el conocimiento del artista, si eso ya se pregunta en la entrevista junto al proyecto. Sencillo, en la entrevista le daremos todos los puntos. Ganamos tres contra uno. Le resultará extraño que un ayuntamiento se deje colar un gol así, pero le aseguro que ha pasado.

Los candidatos llegan. Dos tienen currículum sobresalientes, alguno es doctor, pero al fijar el baremo hemos colocado una apostilla: si el candidato es artista, se le darán dos puntos por sus exposiciones individuales y colectivas. Es un pucherazo, pero jugamos con un factor: la cultura no le importa a nadie, aunque alguien denunciase la insensatez de valorar a un artista por encima de un especialista en museos, a nadie le parecerá un escándalo, porque a muy pocos interesa esto.

Ser doctor puntuará menos que ser artista, que no da un conocimiento específico en gestión de un museo. Surge otro problema, y es que no tiene un gran nivel de inglés, así que pediremos solo un B1 (muy bajo para un puesto así). Sí tiene, por el contrario, conocimientos de francés. Sin que nadie diga nada, daremos otro puntito por eso, tanto como tener un máster, que tal vez nuestro hombre no tenga.

Llega el gran día. Los candidatos fuertes son barridos por los amigos del jurado, sus brillantes currículum, sus décadas de experiencia en gestión y en museos no han servido para nada. Si los proyectos son buenos, en la entrevista personal los hemos puntuado bajo amparándonos en algún detalle menor.

Nuestro hombre gana con una diferencia tan clara que no se puede apelar. De hecho, se anuncia su triunfo sin dar opción a la apelación. Parece ciencia ficción, pero hemos hecho director de un museo a alguien que nunca ha gestionado nada. De hecho, este será su primer empleo remunerado fijo. Nosotros, la mano que mece la cuna, mantenemos nuestro poder sobre el museo.

Como decía don Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, en El Gatopardo de Visconti: hemos cambiado todo para que nada cambie.

Y así, amigos, es como funciona demasiadas veces este país.