El virus que lo cambió todo

El virus que lo cambió todo

El virus ha delatado el afán ancestral del español de imponer las opiniones.

SEVILLE, SPAIN - APRIL 08: Tourists wearing a protective mask take selfies during Holy Wednesday on April 08, 2020 in Seville, Spain. More than 13,000 people are reported to have died in Spain due to the COVID-19 outbreak, although the country h...Fran Santiago via Getty Images

El contagio se ha convertido en industria de emociones y en nostalgia de lo que fuimos: en torno a él, se ha mostrado una España profundamente sesgada y dividida en lo político, pero a la vez ha emergido una sociedad heroica y sobrehumana, representada en sus equipos sanitarios y en las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, cuya conducta a buen seguro merecerá un gran reconocimiento, acaso un Premio Princesa de Asturias. Los buenos son siempre silentes hasta que la sociedad los necesita. El mundo entero se ha visto simplificado por la morbidez letal de un visitante inesperado por la mayoría, pero “esperado” por unas élites. El ciudadano intuye que un supervirus, aparte de combate químico, requiere de unidad de acción.

Pandemónium repujado en Wuhan, viajero y mortal, esta quimera microscópica ha asestado una puñalada al estilo de vida del mundo entero, que se mantiene confinado a su pesar: no hay mayor placer que el retiro elegido ni mayor pesar que el confinamiento domiciliario y en contra de la voluntad. Sí. Hay una España tronante que se alimenta de desquiciamiento, pero hay otra serena y solidaria, que continúa con su trabajo, a pesar del riesgo que conlleva en las actuales circunstancias: agricultores, pescadores, fabricantes de útiles de primera necesidad, cadenas de supermercados, periodistas, panaderos, repartidores y carteros… le dan la espalda a la pandemia. El mundo ha vuelto a sus esencias y se ha desprendido del cartonaje que nos ocultaba lo verdaderamente importante: el hombre, la salud, la familia, los amigos, los pequeños detalles que hemos ignorado, embarcados en un mundo progresivamente acelerado y que acaba de descarrilar. La España de los balcones contesta con sal e ingenio al paravirus.

Tenemos la oportunidad de hacer inventario, más allá del postureo o el aplauso programado y generar actos para restituir la paz social y la mesura a una sociedad en estado de shock, que vive la intimidad del monstruo lo más dignamente que puede, de esta amenaza última y, a la vez, explicación, por tanto, de nuestra idiosincrasia. Desde Nietzsche, el hombre vive toda su vida la fe de que es dios, en un perpetuo culto a su infalibilidad y en el soberbio convencimiento de que puede domeñar a la naturaleza a su antojo: jugar con ella, someterla, violentarla, modificarla, trastornar sus ciclos milenarios… El virus maldito, que a su paso está dejando un reguero de muerte y desolación, está desarrollando la respuesta de una cultura humanista, a la vez que los clarines del miedo proclaman desde el FMI el advenimiento de una recesión tan o más devastadora que la de 2008. La bestia invisible nos habita ya en calles y parques, y es como una sucesión de temores ancestrales, resumidos en el miedo a la Muerte. Desde su presencia no advertida, el virus, que evoluciona mutatis mutandis, está escribiendo una página de la historia de España, que hoy toda ella es coronavirus y dentro de un siglo no será sino una página en un libro de historia.

El virus ha delatado el afán ancestral del español de imponer las opiniones.

Mientras la industria farmacéutica elabora contrarreloj una vacuna que acabe con él, su ponzoña va aislando de la cotidianidad a la vida misma, que ve cómo sus antiguas seguridades se desvanecen. Y esa misma brecha en el corazón del estado del bienestar, ha provocado súbitamente que el ciudadano se haga preguntas y que busque la verdad de las cosas. Incluso asistimos a un acalorado debate social que en ocasiones termina en la descalificación más torpe y el exabrupto más primitivo y totalitario. “Desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo”, atribuida a Voltaire por su biógrafa Evelyn Beatrice Hall, se refiere a un pasaje de Cuestiones sobre la Enciclopedia, en la que el pensador galo aseguraba que nunca aprobó los errores ni las triviales verdades de Helvecio, pero cuenta cómo “tomé parte decidida por él cuando hombres absurdos lo condenaron por esas mismas verdades”. Se nos ha escapado estos días una España condenatoria y de verdades absolutas, propias del dogma de fe, que alimenta los ánimos y los enciende. Michel Foucault escribió que el discurso antirrepresivo es tan enfático como el represivo. Mientras, ni siquiera otros españoles pueden despedirse de sus muertos, en esta ceremonia del recuento a cada instante de enfermos y fallecidos en que hemos convertido la opinión pública. El virus ha delatado el afán ancestral del español de imponer las opiniones: pero detrás de este mal cercano/lejano se agazapa el fantasma de lo extraño, el miedo de la tribu al desconocido que ha venido a devastar su tradicional forma de vida. La pandemia tiene una connotación imaginativa y evocadora –Geoffrey Chaucer, Daniel Defoe, Albert Camus, Michael Crichton…– muy superior a su connotación de frío dato, mera estadística o tópica y consuetudinaria respuesta de cualquier gobierno. Su fuerza delirante e imparable ha tumbado toda vanidad, pero ha acentuado nuestras diferencias.

Hemos sido rehenes de nuestra autosuficiencia demasiado tiempo: el virus supone la galvanización de una cultura, de una forma de reaccionar frente a la catástrofe, entre el caos y la contención, materializada en hospitales abarrotados de vivos y muertos. Nos parece aún lejano, pero el paisaje después de la batalla llegará cara al verano, cuando empecemos a frecuentarnos y a mirarnos a los ojos, sin interfaces ni máscaras. Cuando enterremos y lloremos a nuestros santos difuntos. Habremos aprendido que la existencia no es sino un coleccionismo sentimental de gentes y momentos, como lo creía aquel escritor de guías de viaje creado por Anne Tyler en El turista accidental. Los muertos, nuestros muertos, seguirán entre nosotros obligándonos a replantearnos muchas cosas que no teníamos definidas o que habíamos olvidado, como nuestro esencial desvalimiento. El superhombre era un hombre enfermo. Nos encargaremos entre todos de fabricarnos, otra vez, unos momentos mágicos en los que coagule mejor lo que nos hace humanos: el diálogo, el respeto, el entendimiento, la libertad, la empatía, el apoyo mutuo y el sentimiento de esperanza. Lo vamos a necesitar. Y será ya dentro de muy poco. Afortunadamente. Porque contra la pandemia de la intolerancia, se impondrá, al fin, la vacuna de la solidaridad.