Mal de altura

Mal de altura

Un trabajador toma la temperatura a un hombre en Málaga durante la pandemSOPA Images via Getty Images

Han transcurrido dos meses, pero puede que haya quedado atrás toda una época de nuestra historia, de la que siempre creímos que no nos servía más que para andar por casa sin saber que justamente ese iba a ser el desenlace.

Han transcurrido dos meses, pero tengo la sensación de haber embarrancado en una tarde de domingo provinciano de la que ni el sueño ni las mil conexiones inalámbricas con las que me he pertrechado pueden sacarme. 

Se suceden los libros, las conversaciones con la familia, los guisos y la mirada nostálgica a las carreras de caballos que almacena Youtube, pero el sillón y la pequeña mancha en la pared frontera están siempre tan a mano…

Tan solo el balcón ha roto la grisura de estos días medidos por relojes de arena, iguales como garbanzos que transcurren sin aurora ni ocaso. Cada tarde, a las ocho, hemos salido a él para lanzar al aire de Madrid (de nuevo azul, intenso e inabarcable) los aplausos que merecen, que han merecido desde hace muchos años y que seguirán mereciendo por muchos más, quienes, de oficio o por vocación, se las ven con el monstruo a pocos centímetros de su cara. 

Un monstruo, amigos, que tiene más de doscientos mil rostros en España, de los que casi treinta mil se han quedado congelados en el último fotograma de su agonía.

Ha habido otros monstruos en este domingo inacabable. El primero fue el miedo. Me cuenta un colega sobre unos vecinos ancianos y de poca salud, a los que preguntó si en algo podía ayudarles cuando apenas llevábamos una semana de cuarentena, aunque fuera hacerles la compra o bajar su basura. Ambos se echaron a llorar y le entregaron tres bolsas inmensas que rebosaban desperdicios. Aterrados por la enfermedad, habían emprendido una agonía que no merecían, dispuestos a no salir a la calle que iba a matarlos, a racionar las pocas conservas que una alacena guarda y a amontonar sus desechos y oraciones. No puedo saber, pero no quiero dejar de preguntar, cuántos de nuestros vecinos han quedado atrapados en la visión de su propia muerte.   

Miedo mostró también la mujer con la que me crucé y a la que se le cayó el pañuelo que envolvía su cuello. Tuve que llamarla con insistencia para que se detuviera. 

-Se le ha caído el pañuelo, señora.

No se movió. Ni la mascarilla pudo esconder su gesto contrariado. Los ojos permanecían fijos en aquel foulard cuya dueña sopesaba si dar por perdido. Durante unos segundos fuimos un fotograma de Alain Resnais que rompí al agacharme, recoger el pañuelo y entregárselo. Ella lo tomó con la punta de los dedos y lo guardó, entre temblores, en su bolso.

-Ha sido usted -me dijo- muy amable… y muy valiente.

Tras el miedo, ha venido la miseria. (En realidad, ya estaba tras el telón de la hipocresía) y desde el primer momento se mantuvo agazapada a la espera de su pie de entrada. Se dejaba adivinar en el gesto preocupado de tanto currante de poco sueldo y menos futuro preguntándose cómo iba a pasar ¡dos semanas! con cinco bocas (aún sin mascarilla), una cuenta bancaria más roja que un Primero de Mayo y sin otros caudales que la calderilla que recontaba y que a duras penas le habría llegado para jugar a los chinos. 

Iban a ser dos semanas.

Pero nunca creí que llegaría a ver el odio compartiendo con nosotros los pocos minutos de aire fresco y luz de Velázquez que esta primavera fría nos ha regalado. Entre los aplausos y las voces de ánimo se han infiltrado insultos, amenazas y algún que otro huevo lanzado con saña.

Tipejos infames cuya ayuda nadie ha pedido. ¡Qué no sabrá Madrid de resistir con heroísmo asaltos y asedios!

Su objetivo, cualquiera que caminase por la calle sin los indicados complementos de moda, ya fuera el perro, propio o prestado (Cruella De Vil ha hecho su verano alquilando dálmatas) o fatigando la bolsa, vacía tras cinco vueltas a la manzana.

Insultos y amenazas han recibido los padres que paseaban a su retoño autista, por más que el decreto reconociera la necesidad terapéutica de la caminata para esos chavales y contemplara la excepción.

Igual suerte ha corrido el personal sanitario, de limpieza, de orden público o de centros de distribución que volvían a casa después de su trabajo. Como en una mala película del oeste (en las buenas siempre se dejaba un segundo al remordimiento) los celosos guardianes disparaban sin preguntar.

Aún peor los que conocían al objetivo, sabían de su imprescindible trabajo y, por saberlo, les han exigido, incluso con amenazas, el cambio fulminante de residencia.

En mi barrio, de exornados balcones, una señora a la que, para nuestro mal, se puede tildar de “biempensante”, increpó a dos chavales que fumaban un cigarrillo en la acera de enfrente. Como quiera que estos le contestaran con malos humos, la mujer amenazó con llamar a la policía municipal. Ante la tardanza de los “guindillas”, optó por disolver ella misma la concentración lanzando un tiesto que dejó en la acera la sangre delatora de los geranios.

Tipejos infames cuya ayuda nadie ha pedido. ¡Qué no sabrá Madrid de resistir con heroísmo asaltos y asedios! ¿No será capaz de luchar esta ciudad contra un virus si pudo resistir durante tres años frente a las ratas africanas?

Impresentables a los que la germanía ha señalado siempre con asco: chivota, mirlo, cantante, guipota, bocachancla, dedo… tipos ruines que hubieran trabajado gratis y haciendo horas extras para Torquemada o Billy el Niño (ese innombrable del que Dios no habrá podido ocuparse sin perder su inocencia, para bien decirlo con el divino Cioran). Si estos balconeros hubieran vuelto su cuello de jirafa, habrían visto las colas de quienes esperan, protegidos por una mascarilla de pudor, la menesterosa comida de la caridad, ahora que bien saben que esto no se pasará en dos semanas.

Mi hija Julieta me hace notar lo apropiadísimo del término “policía de balcón” por repelente que sea la función que nombra. Y es que Julieta es puro lenguaje tal y como lo quería Borges: preciso, irracional, mágico.  Apenas tendría cinco años cuando le pedí que me despertara de la siesta para ver una corrida de toros por televisión. “Cariño, en cuanto salga el toro me llamas”. Con puntualidad de alguacilillo, me llamó, primero suavemente: “Papi, papi “- y luego a voces- ”¡Papá! en la tele hay un toro y un hombre con una toalla”.

Mi hija Julieta me hace notar lo apropiadísimo del término “policía de balcón” por repugnante que sea la función que nombra.

Lejos en el tiempo queda aquel día en que, animado por su charla (de un cheli perdulario), pedí al taxista que me diera un par de vueltas innecesarias. Terminamos los dos compartiendo barra de bar con sendos cafés bajo nuestras narices. Él me confesó que había pasado por la cárcel tras una mediocre carrera de atracador. “También di algún palo por tu barrio. Una noche jipiando a los maqueados que salían del Ritz de repente olí a los maderos. Porque yo los huelo”, y se llevó el índice a la napia. “Un pestañeo y ya me estaban cacheando. Suerte que yo iba de comunión”, dijo palmeándose el bolsillo.

Le pedí, le supliqué, que me contara detalles sobre los entresijos de su empleo.

-En los atracos a bancos todo dios se tiraba al suelo a la primera voz. Y si alguno gritaba se callaba en cuanto yo le enseñaba la de los ojos negros.

-¿Cómo?

-La “recortá”, coño.

Fascinado por su cháchara se me olvidaban las gafas sobre el mostrador. “Jefe, que se deja las anchoas” (¿recuerdan, las gafas de falso carey de nuestros abuelos y padres? ¡Pura anchoa!)

Y cómo no maravillarse ante los nombre. De los muchos con que los barriobajeros designan a la pistola (pipa, mechero, fusco, martillo, chumbo, taco, caño…) me quedo con el que señala certeramente tanto su forma como su función: secador.

Ahora que nos espera ser apuntados con un termómetro a distancia (en ciertas iglesias, ya dan la comunión con una pértiga) y aceptar su veredicto de culpabilidad o inocencia, me pregunto con qué nombre bautizarán a semejante artefacto, que parece el matamarcianos de una película antigua de ciencia ficción.

Aunque estoy seguro de que alguien se parará ante el control y suplicará, solemne, que prefiere recibir el tiro de gracia con los ojos cerrados, para, acto seguido, subirse la mascarilla de protección desde la boca hasta las cejas.

Y puede que aplaudan los “dedos” que manchan el cielo, antes de Solana, ahora de Velázquez, señalando en picado con su mugre de domingo.

En el incierto futuro, y recordando esta pesadilla, rememoraré el oportuno verso de Pepe Hierro: “Lástima grande que haya sido verdad tanta tristeza”.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”