Prejuicio, análisis y miedo: la mujer y el menosprecio cultural

Prejuicio, análisis y miedo: la mujer y el menosprecio cultural

Imagen de archivo de dos mujeres en Caracas, Venezuela.Mariana Bazo / Reuters

En Latinoamérica, el machismo es algo de todos los días. No se trata de una frase dramática ni tampoco una exageración: la cultura en que nací normalizó de tal modo el menosprecio hacia lo femenino que incluso se asume como parte del tejido social que nos sostiene. Y lo compruebas a diario. Hace unas dos semanas me ocurrió uno de esos pequeños incidentes que te hacen formularte una serie de preguntas sobre la anterior reflexión y sus implicaciones. “Las mujeres quieren que se les ponga carácter”, escribió un usuario en Twitter, en medio de una discusión sobre los derechos femeninos y su trascendencia. Leí la frase y me sobresaltó la implícita noción de agresiva autoridad, violencia y sobre todo, percepción distorsionada sobre el género en esa actitud del hombre latinoamericano de suponer que la mujer necesita algún tipo de autoridad moral. Pensé en las mujeres que conozco, proactivas, inteligentes, audaces, así que respondí en concordancia: “Creo que las mujeres no quieren que se les ponga carácter, sino relaciones igualitarias. Queremos un compañero, no un padre sustituto”.

Una noción obvia sobre las relaciones de poder en la pareja, pero que en este lado del mundo, no parece serlo tanto. La respuesta del tuitero fue inmediata, como para demostrar sin lugar a dudas, esa grieta de planteamiento y argumento que sostiene el tradicional machismo latino. Luego de desautorizar cualquier opinión que pudiera contradecir la suya, me llamó “feminista” (utilizando la palabra como un insulto) y poco después, me preguntó en un tono agresivo “si tenía novio”, como si mi estatus emocional pudiera validar — o no — mis razonamientos sobre su planteamiento. Me asombró, que un hombre del siglo XXI tuviera tan poca idea sobre el mundo femenino y aunque un poco después, la discusión se diluyó en un dime y direte sin mayor importancia, ese pequeño interludio me dejó un poco triste, aunque no demasiado desconcertada. ¿Cuál es la visión del hombre latinoamericano moderno sobre el mundo de la mujer?

Claro está, no me sorprende del todo la actitud del tuitero y tampoco el inmediato apoyo que recibió de otros comentaristas ocasionales, que insistieron en que el hecho de la “autoridad masculina” sobre la mujer como una costumbre tradicional “que es parte de la naturaleza de las relaciones entre sexos”. Un pensamiento preocupante, si reflexionamos sobre ese determinismo que parece sostener toda una serie de argumentos que validan y sostienen el machismo como una parte elemental de nuestra cultura. ¿Qué tanto persiste el machismo en nuestra vida cotidiana? Aunque muchas veces me alegra comprobar la somera evolución en el pensamiento y actitud sobre el género que el hombre latinoamericano ha demostrado durante las últimas décadas, sé muy bien que el machismo sigue siendo moneda común en la sociedad de mi país. Vivo en un país en el que aún se le critica y juzga a la mujer por la forma en que viste, luce o se comporta. Venezuela es el país en el que se premia el embarazo adolescente, aunque la mujer de cualquier edad carece de educación sobre la salud sexual de su cuerpo y su capacidad reproductiva. Venezuela es el país en que la soltería se percibe como un fracaso social y en dónde el prejuicio por el tema se transforma en un peso social tan asfixiante, como invalidante. Sobre todo, debido a las desigualdades sociales, económicas y educativas que padece la mujer en la cultura venezolana. Venezuela continúa mostrando inquietantes rasgos misóginos: una especie de reminiscencia del pensamiento medieval donde la mujer era menor de edad durante toda su vida, y era parte de las propiedades del padre y después del marido. Un punto de vista preocupante sobre todo en una sociedad joven donde un altísimo porcentaje de las parejas contraen matrimonio o deciden hacer vida en común antes de la veintena. La mujer es madre y la mayoría de las veces, único sostén de hogar antes de alcanzar la madurez emocional y física. Una realidad que se repite a diario no solo en Venezuela, sino en numerosos países latinoamericanos.

Venezuela continúa mostrando inquietantes rasgos misóginos: una especie de reminiscencia del pensamiento medieval donde la mujer era menor de edad durante toda su vida, y era parte de las propiedades del padre y después del marido.

El machismo en nuestro continente se asume parte del paisaje social y quizás, ese es su elemento más peligroso. En cualquiera de nuestros países, la inclusión, la discriminación y el prejuicio por género y orientación sexual se toman como una evidencia de cierta opinión colectiva transformada en una idea más peligrosa. Hace unos meses, leía también a través de Twitter una discusión malsonante entre la cuenta oficial del Metro de Santiago de Chile y un grupo de tuiteros, quienes parecían desconcertados por la propaganda oficial en favor de la diversidad y la tolerancia que llena las paredes del transporte público. Y mientras la posición de la empresa era la defensa a ultranza de los derechos ciudadanos, la mayoría de los usuarios que expresaban su opinión insistían en denigrar, menospreciar y burlarse de la posibilidad de la equidad e igualdad como parte del discurso público. Lo más preocupante resultó que la mayor parte de los interlocutores que se oponían a los diversos carteles colgados en vagones y dependencias de la institución — algunos de los cuales insisten en promover valores con respecto a la comunidad gay y, sobre todo, respeto a la integridad de la mujer — eran hombres muy jóvenes. Para todos, el hecho de la inclusión parecía una interpretación incómoda e incluso violenta sobre su percepción sobre la cultura. El pensamiento que toda una nueva generación continúa asumiendo el prejuicio como un elemento normalizado dentro de la forma en cómo comprende las relaciones de género y los esfuerzos por demostrar la importancia de la equidad como expresión social por derecho propio.

Sin embargo, el siglo XXI ha traído consigo la conciencia que las mujeres no necesitamos otra cosa que nuestra versión del mundo para sostener nuestra vida. Cada día, el número de mujeres educadas, con independencia económica y moral, es más alto. La noción sobre la necesidad que todas tengan la misma oportunidad, también. Por supuesto los progresos son lentos, pero evidentes. Cada vez es más obvio que el papel de la mujer crece como expresión cultural y social, que una nueva generación consciente del valor y la necesidad de la equidad batalla a diario para sustentar un mundo mucho más justo y equitativo. El cambio está sucediendo. Tal vez no tan rápido y de manera tan concluyente como todas deseamos. Pero existe. Y sin duda, esa idea de progreso es parte de la absoluta certeza que la igualdad es parte de una idea del futuro que se escribe a diario.

Sonrío mientras escribo esto. Tal vez se deba porque al hacerlo leo mi TimeLine en Twitter repleto de comentarios inteligentes y bien estructurados de las mujeres que admiro. Quizá porque una de las fundadores de la escuela de fotografía donde me eduqué sea una talentosa fotógrafa. O tengo mi escritorio lleno de libros y ensayos de mujeres que han creado un nuevo mundo de palabras e imágenes donde lo femenino es parte de una universalidad concreta, un poder emocional y directo tan fuerte como concreto. O simplemente sea que, toda esta satisfacción que siento justo ahora, es parte de esa convicción que el mundo, a pesar de los detractores anacrónicos y los temores habituales, cada día esté más preparado para una cultura donde lo femenino y lo masculino se conjuguen como una idea universal.

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