Un cuento constitucional

Un cuento constitucional

Hoy es responsabilidad de los que fueron niños en aquel entonces evitar los fantasmas malos del pasado.

Monumento dedicado a la constitución española en Ribadavia, Orense, Galicia. Dudbrain via Getty Images

A Raquel Campano González

y a sus compañer@s del CEIP N. S. del Villar

(Laguna de Duero-Valladolid)

Muchos años más tarde habría de rememorar, en distintas ocasiones, el que pensaba que era su primer recuerdo de infancia: cumplidos los cuatro años, se veía en casa de sus abuelos, de los pocos que tenían televisor (en blanco y negro) en aquel pequeño pueblo de la antigua Castilla la Vieja, un tanto perplejo, sin comprender bien por qué muchos vecinos pasaban por allí y enjugaban sus lágrimas durante el funeral de aquel señor al que simplemente llamaban Franco. Era un 20 de noviembre de 1975, y sin saberlo aún, estaba comenzando una nueva época en la historia de su país.

Una historia de mudanzas: de la casa grande del pueblo, aún sin agua corriente ni calefacción, en la sacrificada España vacía -o vaciada- de ritmo lento y cansado, a la diminuta de la gran ciudad, eso sí, con sus sanitarios, tan blancos y relucientes, sus radiadores eléctricos, sus prisas y aglomeraciones; de los juegos del campo al aire libre, con los pacientes caracoles y las sufridas ranas y lagartijas, a los sedentarios juegos de mesa en el hogar que se elevaba a muchos metros sobre el asfalto recalentado; y también, mientras tanto, sin apenas ser consciente de ello, de la dictadura de señores, señoritos y silencios, con sus santos inocentes, a la democracia, con su desinhibido frenesí ochentero que cada noche cantaba y bailaba libertad; del enfrentamiento y rencor acumulado durante la larga noche oscura de la cuarentena, con sus vencedores y vencidos, a la concordia, que fue posible… 

Sus primeros recuerdos de infancia son fragmento de la historia anónima que no figura en los grandes libros de historia de aquella etapa llamada Transición, que años más tarde había de explicar en clase y defender como lo que sigue creyendo que es: un gran éxito de la llamada clase política y, sobre todo, de la sociedad española, que culminó con la aprobación, por un amplísimo consenso, de una Norma fundamental que había de ofrecer el marco adecuado para proporcionarnos años de paz, libertad y bienestar: la Constitución.

No quisiera que las niñas y niños de hoy tuvieran ante sí un horizonte más sombrío que el que tuvo él

Y le gusta recordar que lo que hoy nos parece tan evidente (que las niñas y niños deban estudiar en lugar de trabajar; que cada uno pueda hablar la lengua que desee; que toda persona pueda tener la ideología y profesar la religión de su preferencia, y expresarlas en público si así lo quiere, porque no hay una verdad ni un dios oficiales; que cada ser humano pueda amar y manifestar su amor sin importar el sexo de la otra persona; que, en fin, nadie pueda ser sometido a tortura o tratos inhumanos y degradantes), en realidad, no es tan evidente, porque, de hecho, en este país, hace no mucho, no era así; ni hoy en día es así en otros muchos lugares del mundo.

Por eso le preocupa que en la actualidad se ponga en cuestión lo que aquella época de su infancia significó; que se pretenda dividir lo que tanto tiempo ha permanecido unido justo en el momento de nuestra historia de los últimos siglos en el que más se respeta la diversidad territorial que caracteriza a nuestro país, que es su mayor riqueza; que se practique un lenguaje de confrontación y polarización que parecía ya desterrado; que cueste tanto respetar las diferentes sensibilidades y visiones del ser humano y de la sociedad, como si las mismas no fueran capaces de convivir armónicamente en el seno de un Estado abierto al mundo y orgulloso de su pluralidad; que se ignore, en fin, que la democracia, y los valores y principios que la inspiran, si no se cuidan día a día se pueden desvanecer como el eco de un suspiro en el ojo del huracán.

Hoy es responsabilidad de los que fueron niños en aquel entonces evitar los fantasmas malos del pasado

No quisiera que las niñas y niños de hoy tuvieran ante sí un horizonte más sombrío que el que tuvo él, en aquellos años setenta de la España rural y doliente, que luchaba contra su miseria, económica y moral, tras la larga cuarentena gris, y que, pese a los pesimistas augurios, consiguió salir adelante, gracias a un esfuerzo colectivo bien orientado en la dirección correcta. En aquel momento de su infancia -lo supo después- hubo hombres y mujeres que, en un esfuerzo de generosidad inconmensurable, supieron mirar hacia adelante, pese a las muchas heridas que no acababan de cicatrizar, para que las niñas y niños de aquel entonces pudiésemos tener un futuro más claro y esperanzador. Y con la aprobación de nuestra Constitución, ampliamente refrendada hace justo ahora cuarenta y dos años, un 6 de diciembre de 1978, fueron capaces de situarnos en el mundo civilizado, digno heredero de aquellos viejos y nobles valores revolucionarios que quisieron dejar atrás una época sin igualdad, libertad y fraternidad.

Consciente de todo ello, sabe que hoy es responsabilidad de los que fueron niños en aquel entonces, evitar que los fantasmas malos del pasado guíen las decisiones del presente, porque si algo así sucede con toda seguridad se cernirán oscuros nubarrones sobre el horizonte de las niñas y niños de hoy, justo lo contrario de lo que demanda el espíritu bueno de nuestra Constitución.

Antonio Arroyo Gil. Profesor de Derecho constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid.