Una perversa confusión

Una perversa confusión

Los admiradores de los adoradores de la serpiente que aún no han abjurado de ETA, unos, y del franquismo, otros, son el verdadero riesgo en la hora presente.

Silueta de un cadete militar proyectada sobre la bandera de España. Miguel Vidal / reuters

“Parecía una diabólica conjunción de planetas, de esas que en la antigüedad se interpretaban como anuncios del fin del mundo, o de terribles tragedias…”. Este párrafo encabeza el capítulo XXI del libro El 68 y la larga Transición (Editorial IDEA, 2018), del que he extraído además otros muchos datos y frases. 

Era el mes de mayo de 1978 en España. ETA arreciaba sus ataques criminales contra la democracia, multiplicando los asesinatos y poniéndole bombas a la Transición. Todos los enemigos de la libertad se conjuraron para impedirla, fuera como fuera… en nombre de otra falsa e imposible libertad sin libertades. 

Además, en el sur, Argelia había creado el Mpaiac, ‘Movimiento para la auto determinación e independencia del archipiélago canario’, “y dos huevos duros”,  comentaba sardónico pero preocupado el viejo socialista Juan Rodríguez Doreste, liderado por el ‘mencey loco’ Antonio Cubillo. Su objetivo: castigar a España por el abandono del Sahara Occidental y su entrega de facto aunque ‘condicionada’ a un referéndum a Hassan II. 

Y el Polisario, por su parte, de matriz argelina en su mayor parte también, le hacía el juego a Marruecos, queriéndole hacer la guerra, con sus secuestros y sus asesinatos de pacíficos pescadores isleños. Y luego estaba el Grapo, los nacionalismos ambiguos y los que no lo eran… Un infierno. Caminábamos en el filo del abismo.

Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista de España (PCE) hacía constantes llamamientos a la cordura, como cuando advertía contra la ‘extemporánea’ reivindicación republicana: “Si en las condiciones concretas de España –decía– pusiéramos sobre el tapete la cuestión de la república, correríamos a una aventura catastrófica, en la que, a buen seguro, no obtendríamos la república, pero perderíamos la democracia”. La decisión de poner  a modo de tapete la bandera roja y gualda – naturalmente, desprovista del escudo con el pollo frito– sobre una mesa en su primera gran rueda de prensa ilustraba y deja el recuerdo de algunas de aquellas ‘condiciones concretas’.  

El 13 de julio de 1978 se produce un hecho de extrema gravedad: en medio de la sangrienta, salvaje, psicópata y racista, espiral de violencia etarra, con entierros diarios de policías y miembros de la Benemérita, pero también de civiles “unos doscientos policías armados se desmandan y atacan Rentería, uno de los bastiones de ETA, y rompen escaparates de unas treinta tiendas…” decía La Povincia. El ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, reacciona de inmediato: “La autoridad comete errores, y habrá que corregirlos ejemplarmente (…) lo sucedido es totalmente incomprensible”. 

Los admiradores de los adoradores de la serpiente que aún no han abjurado de ETA, unos, y del franquismo, otros, son el verdadero riesgo en la hora presente.

Actuó ipso facto con firmeza: hubo traslados masivos, destituciones de mandos y expedientes y una fuerte reacción interna en las fuerzas de seguridad. Poco a poco el ministro fue haciéndose respetar. ETA quería militarizar el conflicto; pero el Estado no cayó en la trampa. Al contrario: también Martín Villa creó la primera unidad antiterrorista especializada. Su objetivo, no hay que olvidarlo, era el de Suárez y el de los partidos pre-constitucionalistas que estaban dando un ejemplo al mundo de cómo se puede pasar civilizadamente desde una dictadura plena a una democracia plena gracias a varias decisiones excepcionales, pero sobre todo a dos, de unidad democrática ante el peligro: los Acuerdos de La Moncloa y el consenso para sacar adelante una Constitución a la europea que incluía una monarquía parlamentaria.

La tarea era titánica. Había un bloque enemigo, que aunque fue superado y derrotado, técnicamente no ha sido aún aniquilado, políticamente hablando, claro. Ha dejado sus herederos, y otros que aún no siéndolo y perteneciendo incluso a dos extremos diferentes al final se unen en un mismo afán sectario, populista y radical. Vox y Podemos son ‘antisistemas’ frente al sistema vigente, están en contra del Régimen del 78, aunque sea por diferentes motivos, y trabajan para ello. No resulta extraño, pues, que Pablo Iglesias apoye en las redes la denuncia presentada por la vía de la ‘justicia universal’ ante la jueza argentina Salvini contra uno de los más destacados hacedores o facilitadores de aquél tránsito por un supuesto delito de ‘lesa humanidad’ y hasta de genocidio. Sin embargo, sí resultan extraños algunos silencios y miradas de medio lado, como la de Pedro Sánchez y otros.

La acusación, fundada en una docena de muertes violentas ocurridas entre 1976 y 1978 cometidas por policías, guardias civiles o la extrema derecha, algunas cuando el acusado no era responsable de Interior, se enmarca, aunque no sea este su propósito inicial, en la estrategia de la deslegitimación del sistema político que arranca de la Transición, que Dios o quien corresponda guarde muchos años.

Una conjunción de fuerzas diabólicas trataba de impedir la democracia y de auspiciar, en cambio, un levantamiento militar ‘salvador de España’. El  terrorismo etarra, y el de los grapos, y el de la extrema derecha… Un desfile constante de ataúdes envueltos en la bandera nacional.

Dos eran los personajes más odiados por el ‘búnker’: el teniente general Gutiérrez Mellado y el ministro del Interior, Martín Villa, aparte de Adolfo Suárez, el ‘traidor’ por antonomasia para la ‘caverna’, y de todos los demás constructores de la paz y la democracia. Ambos eran abucheados por muchos de sus subordinados.

Ya en ese 1978, Martín Villa ordenó cambiar el uniforme de la Policía Armada, brazo represor del franquismo, con una temible unidad a caballo con largas y duras porras empleadas al estilo medieval, por cierto, a la vez que creaba el Cuerpo de Policía Nacional con nuevos reglamentos. Del gris plomo se pasó al color marrón. Se podía haber elegido el azul marino universal, pero se optó por uno más rompedor con el pasado. La cosa, naturalmente, no se quedó solo en el cambio estético.

No era así en la Transición. Ése es el problema. Que lejos de olvidarla hay que entenderla, recordarla y respetarla…

Dos años atrás, recién nombrado Martín Villa ministro del Interior por Adolfo Suárez, se celebraba, estamos a finales de 1976, una asamblea de la UGT de Canarias en Las Palmas para elegir la primera ejecutiva formal tras la gestora. Al llegar a la sede de la Sociedad Anónima Laboral de Limpieza (SALDELIM) (Las SAL fueron hijas espirituales de unos funcionarios de Trabajo, ‘topos’ tempranos del PSOE, Ciriaco de Vicente y Ferrán Cardenal) vi a primera vista uno de los inconfundibles ‘coches Z’ grisáceos de la siniestra Brigada Político Social en la mismísima puerta. Sentado al lado del conductor, Heliodoro hacía guardia. Cuando me acerco sale del Seat sonriendo. “¿Va a detener a alguien…?”, le pregunto. “No, Tristán, obedezco las órdenes. Antes obedecía a los que mandaban y ahora obedezco a los que mandan, y las órdenes del ministro son que protejamos estos actos por si hay algún incontrolado. Eres periodista: apúntalo bien”.

“Ni San Pablo cuando se cayó del caballo”, le dije por lo bajini.

El ministro era Martín Villa.

Hubo muchos muertos durante muchos años, ETA pasó de 800 asesinatos, la ‘guerra sucia’ contra los etarras respondió con la Triple A, el Batallón Vasco Español, el GAL… a lo largo de casi todo el proceso. Pero hay que situarse en aquellos momentos convulsos, lo mismo que no se puede pontificar sobre hechos del Imperio Romano o la Conquista de América desde una visión ‘muy actual’ y excéntrica sin considerar las circunstancias y el contexto. Si hubo culpables fueron los que se tomaron la justicia por su mano, e incluso unas ‘cloacas’ del Estado fuera de control, empeñadas en dificultar o tumbar el proceso.

Lo que queda suficientemente acreditado por nuestros recuerdos, por las hemerotecas, por las leyes que se hicieron, es que los enemigos de la democracia no eran quienes arrostrando toda clase de peligros y riesgos se dedicaban a promover el estilo de vida europeo y la ruptura con un pasado de oprobio y dolor. Los admiradores de los adoradores de la serpiente que aún no han abjurado de ETA, unos, y del franquismo, otros, son el verdadero riesgo en la hora presente.

También estamos viviendo tiempos inciertos, con tinieblas en las que hay que llevar la luz larga y con capacidad para reaccionar frente a las manipulaciones y bulos, y con unas víctimas que buscan culpables de su dolor convirtiendo a su vez en víctimas ‘colaterales’ a quienes se entregaban a la tarea de la reconciliación. Algo que solo se ha conseguido en parte, porque el actual espectáculo de bloqueo y fanatismo jodelón, qué quieren que les diga, me recuerda a aquella reflexión del presidente Truman: “Cuando era joven había decidido ser pianista en un burdel o político profesional. No hay mucha diferencia”.

No era así en la Transición. Ése es el problema. Que lejos de olvidarla hay que entenderla, recordarla y respetarla… adaptándola al hoy ‘concreto’ que nos entristece y atemoriza.

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Empezó dirigiendo una revista escolar en la década de los 60 y terminó su carrera profesional como director del periódico La Provincia. Pasó por todos los peldaños de la redacción: colaborador, redactor, jefe de sección, redactor jefe, subdirector, director adjunto, director... En su mochila cuenta con variadas experiencias; también ha colaborado en programas de radio y ha sido un habitual de tertulias radiofónicas y debates de televisión. Conferenciante habitual, especializado en temas de urbanismo y paisaje, defensa y seguridad y relaciones internacionales, ha publicado ocho libros. Tiene la Encomienda de la Orden del Mérito Civil.