¿Zapatos? Sí… pero los del otro

¿Zapatos? Sí… pero los del otro

La empatía depende de unas neuronas llamadas espejo que se activan tanto cuando actuamos como cuando observamos a otra persona realizar una acción.

Las neuronas espejo provocan, por ejemplo, que el bostezo se contagie.Getty Images/Tetra images RF

Los Homo sapiens tuvimos la necesidad de calzarnos desde muy pronto. Las inclemencias meteorológicas y los riesgos del entorno hicieron necesario preservar nuestros pies. De esta forma, surgió la primera versión de una sandalia de paja trenzada en las civilizaciones de clima cálido y las botas de piel animal en aquellos lugares con temperaturas más bajas.

Cada civilización tenía sus propios modelos. Así, por ejemplo, los mesopotámicos tenían zapatos de cuero crudo que sujetaban con tiras, los sacerdotes egipcios usaban sandalias confeccionadas con fibras de papiro y los asirios lucían unas botas de cuero que les llegaba hasta media pantorrilla, sujeta con cordones y una suela que tenía un refuerzo metálico.

Nada que ver, por otra parte, con los zapatos tradicionales de Japón, esos que se conocen con el nombre de geta y que son de madera, con dos “ha” (dientes) en la suela y un agarre similar al de las chancletas actuales.

En otros zapatos

En el siglo XIX los pintores románticos alemanes acuñaron el término ‘Einfülung’, que hemos traducido por ‘empatía’, y que básicamente se puede resumir en ponerse en los zapatos del otro.

Etimológicamente empatía procede del griego ‘empatheia’, un vocablo que ya usó en el siglo segundo de nuestra era el médico romano Galeno. En aquel momento se utilizaba como sinónimo de ‘dolor intenso’, muy alejado del ‘empathés′ aristotélico que significaba ‘apasionado’ o ‘el que siente por dentro’.

El origen del término teutón tenía un cierto trasfondo filosófico, ya que hacía referencia a la conexión que establecían los artistas con un atardecer, una montaña al amanecer, un viejo árbol en la espesura del bosque…

Todo eso está muy bien, pero actualmente la empatía va mucho más allá, hace referencia a una habilidad cognitiva y afectiva que nos permite ponernos en la situación emocional de otra persona. Con esta acepción fue utilizado por vez primera en 1909 por el psicólogo británico Edward B Titchener.

Neuronas espejo

Desde hace mucho tiempo sabemos que los seres humanos tenemos neuronas espejo y que son ellas precisamente ellas las que nos permiten no solo reconocer los gestos de otras personas, sino también poder identificar en ellas emociones con solo mirarlas a la cara, permitiendo saber cómo se sienten.

Gracias a estos grupos neuronales bostezamos cuando hay alguien en nuestro entorno que lo hace, lloramos cuando vemos una película dramática o, simplemente, nos contagiamos de la risa de nuestros amigos a pesar de que no sepamos el chiste.

Los científicos han podido demostrar que aquellas personas que tienen un trastorno antisocial de la personalidad o una personalidad psicopática tienen graves alteraciones en la capacidad de empatizar con las emociones de otras personas. En otras palabras, existe una merma de sus neuronas espejo.

El descubrimiento de estas neuronas, a las que podríamos llamar las células de la empatía, fue totalmente casual. Un científico de la Universidad de Parma —Giacomo Rizzolatti— observó que cuando a un macaco se le medía la actividad neuronal y frente a él se colocaba un investigador que agarraba un objeto, en el cerebro del mono, a pesar de no realizar el movimiento prensil, se activaban las zonas relacionadas con ese gesto.

Para terminar, y para evitar malentendidos, si oye a alguien decir que “está hasta los coturnos” no piense en cosas raras ni obscenidades, ya que con ese vocablo se conocía en la antigua Roma al calzado que utilizaban los actores en sus representaciones. Otro tipo de zapato…